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Charlie le está haciendo una pregunta:

– ¿Te enfrentarías a ellos, entonces?

Ahmad se ha perdido a qué «ellos» se refiere, pero dice «sí» como respondía cuando pasaban lista. Charlie parece repetirse:

– ¿Pondrías tu vida a disposición de la lucha?

– ¿Qué quieres decir?

Charlie insiste, con cierto apremio en las cejas.

– ¿Estarías dispuesto a dar tu vida?

El sol incide en el cuello de Ahmad.

– Por supuesto -contesta, intentando iluminar este intercambio con un ademán de la mano derecha-. Si Dios quiere.

El Charlie ligeramente falso y amenazador se resquebraja, y reaparece con una sonrisa el charlatán jovial, el sucedáneo de hermano mayor, que ya quiere dejar atrás la conversación, darla por cerrada.

– Lo que imaginaba -dice-. Campeón, eres un chaval muy valiente.

A veces, a medida que el verano avanza, con un agosto en que amanece más tarde y oscurece más temprano, a Ahmad lo ven como a un miembro de confianza del equipo de Excellency, le presuponen suficiente competencia para encargarse él solo de las entregas algunos días, con la ayuda de una carretilla. Él y dos negros que cobran el salario mínimo -«los músculos», los llama Charlie- cargan el camión y Ahmad se va, con una lista de direcciones, un manojo de albaranes y sus mapas Hagstrom a todo color del condado de Sussex hasta la otra punta del estado, Cape May. Un día debe llevar, entre otras entregas, una pieza pasada de moda, un escabel de cuero, estilo turco, relleno de crin de caballo, a un pueblo de la Costa, al sur de Asbury Park; será el recorrido más largo del día y la última parada. Después de la Ruta 18, toma la ronda del Garden State, que bordea por el este el Depósito Nacional de Munición de la Marina, y la deja en la salida 195 Este, dirección Camp Evans. Recorriendo carreteras secundarias, por un terreno bajo y cubierto de neblina, llega con el camión casi hasta el mar; el olor agreste y salado se intensifica, e incluso percibe, ajustadamente espaciado, el rumor del oleaje.

La costa es una zona de rarezas arquitectónicas, de edificios en forma de elefantes o tarros de galletas, de molinos de viento y faros de yeso. En los cementerios de este estado de antiguas raíces -se ha jactado Charlie más de una vez- se conservan lápidas esculpidas en forma de zapato gigante o de bombilla o del preciado Mercedes de algún hombre; en los pinares y junto a la carretera hay un buen número de mansiones supuestamente encantadas y manicomios, que acuden a la mente de Ahmad mientras el sol se esconde. Los faros del Excellency van descubriendo bungalows en tupidas filas, con descuidados patios delanteros de arena salpicada de vegetación. Moteles y centros nocturnos se bautizan a sí mismos con luces de neón cuyos destartalados circuitos chisporrotean en el ocaso. Las casas con ornamentos de madera, erigidas en su día como residencias de verano para pudientes familias numerosas con una larga nómina de criados, se han visto obligadas a plantar carteles donde se ofrecen habitaciones y bed amp; breakfast. Ni siquiera en agosto es un enclave turístico muy animado. A lo largo de lo que parece ser la calle principal, uno o dos restaurantes tienen sus puertas y ventanas tapadas con madera barata; siguen anunciando sus ostras, almejas, langostas y cangrejos, pero han dejado de servirlos recién sacados de su baño de vapor.

Desde los entablados desvaídos que hacían las veces de aceras y paseos marítimos, la gente observa su enorme y rectangular camión naranja, como si la aparición fuera en sí un acontecimiento; en su miscelánea de trajes de baño, toallas de playa, raídos bermudas y camisetas estampadas con lemas hedonistas y chascarrillos, parecen refugiados que no tuvieron tiempo de recoger sus efectos personales antes de huir. Entre ellos hay niños que llevan sombreros altísimos de gomaespuma, y los que deben de ser sus abuelos, habiendo renunciado a toda dignidad, quedan en ridículo vistiendo ceñidos trajes multicolores. Quemados por el sol y sobrealimentados, algunos se tapan la cabeza, en complaciente burla de sí mismos, con sombreros de carnaval iguales que los de sus nietos, altos y a rayas como los de los libros del Dr. Seuss, o se ponen por montera trastos en forma de tiburón con las fauces abiertas o de langostas que alargan una tenaza enfundada en un enorme guante de béisbol rojo. «Demonios.» Las tripas de esos tipos cuelgan exageradamente y las nalgas monstruosas de las mujeres se bambolean mientras andan por el entarimado con zapatillas deportivas que han dado de sí. A bien pocos pasos de la muerte, estos viejos de Estados Unidos desafían el decoro y se visten como niños pequeños.

Mientras busca la dirección en el último albarán del día, Ahmad se aleja de la playa conduciendo el camión por una parrilla de calles. No hay bordillos ni aceras. Los extremos del firme se desmoronan en rodales de hierba requemada por el sol. Las casas son pequeñas, se solapan, dan la impresión de que el mantenimiento es mínimo, sólo para el alquiler estacional; en el interior de más o menos la mitad se ven signos de vida: luces, el parpadeo de una pantalla de televisor. En algunos jardines están esparcidos los juguetes coloridos de los niños: tablas de surf y Nessies inflables esperan en galerías con mosquitera el revolcón oceánico del día siguiente.

Wilson Way, número 292. La casita de campo no da la impresión de estar habitada y las ventanas delanteras están cegadas por persianas, de modo que Ahmad se sobresalta cuando la puerta se abre a los pocos segundos de haber llamado al timbre, que suena como una campanada. Un hombre alto, de cabeza delgada, que parece aún más delgada por lo juntos que tiene los ojos, y de cabello oscuro cortado al rape, aparece tras la mosquitera. A diferencia de las multitudes que andaban cerca de la playa, va vestido con ropa poco apropiada para soclass="underline" pantalones grises y una camisa de manga larga, del color indefinido de una mancha de aceite, con los puños y el cuello abotonados. No tiene una mirada amigable. Hay una tensión áspera en todo su cuerpo; su barriga es admirablemente plana.

– ¿Señor -Ahmad consulta el albarán- Karini? Traigo un pedido de Excellency Home Furnishings, de New Prospect. -Consulta el papel de nuevo-: Una banqueta de cuero teñido en varios colores.

– De New Prospect -repite el hombre de vientre plano-. ¿No Charlie?

Ahmad tarda en captarlo.

– Oh… ahora conduzco yo el camión. Charlie está liado en el despacho, aprendiendo el negocio. Su padre está enfermo, tiene diabetes. -A Ahmad le da la sensación de que estas frases superfluas no van a ser entendidas y, en la oscuridad, se sonroja.

El hombre alto se vuelve y repite las palabras «New Prospect» a los otros que están en la habitación. Ahmad ve que hay tres más, todos hombres. Uno es bajito, fornido y mayor que los otros dos, que no le sacan muchos años a Ahmad. Nadie viste ropa playera sino de trabajo, es como si llevaran largo rato sentados en esos muebles alquilados esperando a que llegara el trabajo. Responden con murmullos de asentimiento, en los que Ahmad cree oír, enterradas bajo las inflexiones, las palabras fulūs y kafir; el tipo alto advierte que está escuchando y le pregunta con hosquedad:

– Enta btehki 'arabi?

Ahmad se sonroja y contesta:

– La'… ana aasif. Inglizi.

Satisfecho, y un poco menos tenso, el hombre dice: