– Traer, por favor. Todo el día esperamos.
En Excellency Home Furnishings no venden muchos escabeles; éstos pertenecen, como el ayuntamiento de New Prospect, a una época más recargada. El artículo, que va envuelto en grueso plástico transparente para proteger su delicada piel de parches de cuero tintados y cosidos en abstractos diseños de seis lados, está usado pero en buen estado; es un cilindro acolchado y con la firmeza necesaria para soportar el peso de un hombre sentado, pero suficientemente mullido para acomodar los pies enfundados en zapatillas de alguien que se haya echado a descansar en una butaca. Es un peso ligero, Ahmad lo levanta de una brazada, cruje ligeramente mientras lo lleva, del camión y por el patio lleno de digitarias, hasta el salón principal, donde los cuatro hombres están sentados a la débil luz de una lámpara de mesa. Nadie se ofrece a descargar el bulto de sus brazos.
– En suelo está bien -le ordenan.
Ahmad lo deja.
– Aquí quedará muy bonito -dice, para romper el silencio que reina en la habitación, y tras incorporarse añade-: ¿Me podría firmar, señor Karini?
– Karini no aquí. Yo firmar para Karini.
– ¿Ninguno de ustedes es el señor Karini? -Los tres hombres esbozan las sonrisas rápidas y esperanzadas de quien no ha entendido qué le preguntan.
– Yo firmar para Karini -insiste el líder del grupo-. Soy colega de Karini.
Sin más resistencia, Ahmad deja el recibo de entrega en la mesa supletoria donde está la lámpara y señala con el bolígrafo dónde va la rúbrica. El hombre enjuto y sin nombre firma; el garabato es completamente ilegible, observa Ahmad, y se apercibe por primera vez de que uno de los Chehab -padre o hijo- ha garabateado «SP» en el papeclass="underline" sin portes, aunque sea una pieza considerablemente más barata que el mínimo de cien dólares necesarios para el transporte gratuito.
Mientras cierra tras de sí la puerta mosquitera, se encienden más luces en la sala de estar de la casa, y según va andando por el césped arenoso hacia el camión oye un torrente de palabras ininteligibles en árabe, y algunas risas. Ahmad sube al asiento del conductor y da gas para asegurarse de que lo oyen marchar. Avanza por Wilson Way hasta la primera intersección y gira a la derecha; aparca delante de una cabaña que parece desocupada. Rápido, en silencio, casi conteniendo el aliento, Ahmad vuelve a pie por un sendero marcado en la hierba que hace las veces de acera. No hay coches ni personas por esta callejuela olvidada. Se acerca a la ventana lateral de la sala de estar del 292, donde un resistente matorral de hortensias y flores de espliego resecas ofrece cierto resguardo, y con cuidado espía el interior.
Han desenvuelto el escabel turco y lo han colocado sobre una mesita de café decorada con azulejos, enfrente de un gastado sofá a cuadros. Con un cúter redondo, del tamaño de un dólar de plata, el cabecilla ha cortado, en la parte circular que hace de asiento, las puntadas de uno de los parches triangulares que forman las estrellas de seis lados, copos de nieve rojos y verdes. Cuando el triángulo es suficientemente grande como para abrirlo a modo de solapa, el líder introduce su mano enjuta en el interior y extrae, pellizcándolos con dos largos dedos, unos cuantos billetes estadounidenses. Ahmad no acierta a distinguir su valor, pero a juzgar por la reverencia con que los hombres los ordenan y cuentan en la mesita de azulejos, no parece ser bajo.
4
El tío de Charlie y hermano de Habib Chehab, Maurice, no suele dejar Florida, pero el calor y la humedad de Miami en julio y agosto lo llevan al norte durante esos meses. Entra y sale a sus anchas de la casa de Habib, en Pompton Lakes, y eventualmente se pasa por Excellency Home Furnishings, donde Ahmad coincide con éclass="underline" un hombre muy parecido a su hermano, sólo que abulta más y viste también con más seriedad: trajes de rayas, zapatos blancos de piel, camisas y corbatas un tanto obviamente a juego. Le da un formal apretón de manos a Ahmad cuando se conocen, y el muchacho tiene la desagradable sensación de que lo están evaluando unos ojos más circunspectos, y con más oro incluso, que los de Habib, menos prestos a conceder un brillo risueño. Resulta ser el hermano menor, aunque por su comportamiento altivo parece el mayor. A Ahmad, que es hijo único, le fascina la fraternidad: sus ventajas y desventajas, la percepción de tener, en cierto sentido, un duplicado. Si hubiera recibido la bendición de contar con un hermano, Ahmad se habría sentido menos solo, quizás, y no habría dependido tanto del Dios que lleva en su interior, en su pulso y sus pensamientos. Siempre que Maurice y él se ven en la tienda, el corpulento perro viejo, envuelto en ropas claras, lo saluda con la cabeza, sonriendo levemente, implicando un «Te conozco, jovencito. Te tengo calado».
Los dólares que Ahmad alcanzó a ver, camuflados en la entrega que hizo a los cuatro hombres del bungalow de la costa, se le han quedado grabados como algo que participara de lo sobrenatural, esa inmensidad sin rasgos distintivos que aun así se digna, por Su propia e insondable voluntad, interferir en nuestras vidas. No sabe si confesar el descubrimiento a Charlie. ¿Estaba él al tanto de lo que había en la banqueta? ¿Cuántos muebles más de los que han repartido y recogido contenían botines semejantes escondidos en pliegues e interiores huecos? ¿Y con qué fin? El misterio tiene el mismo sabor de las noticias del periódico, de los titulares que él apenas lee, que tratan de la violencia por causas políticas en el extranjero y la violencia doméstica en su propio país, el sabor de lo que cuentan los telediarios nocturnos con los que topa mientras zapea en el anticuado televisor Admiral de su madre.
Se ha aficionado a buscar por televisión los rastros de Dios en esta sociedad de infieles. Mira certámenes de belleza en que chicas de piel luminosa y dientes blancos, junto con el cupo de una o dos aspirantes negras, compiten por seducir al maestro de ceremonias desplegando su talento en el canto o el baile y también a la hora de dar las gracias -tan a menudo que son casi precipitadas- al Señor por los dones con que las ha bendecido, los cuales quieren consagrar, cuando sus días de cantar en traje de baño hayan pasado, a sus semejantes, en forma de tan elevadas ocupaciones como la de doctora, educadora, perita agrónoma o, la más santa de todas las vocaciones, ama de casa. Ahmad descubre un canal específicamente cristiano donde salen hombres de voz grave y mediana edad, vestidos con trajes de colores poco corrientes, de solapas anchas y lustrosas, que suspenden su apasionada retórica («¿Estáis listos para Jesús?», preguntan, y también: «¿Habéis recibido a Jesús en vuestros corazones?») para pasar de golpe a flirtear pícaramente con las mujeres de mediana edad de entre el público o para ponerse, chasqueando los dedos, a cantar. Las canciones cristianas interesan a Ahmad, sobre todo los coros de gospel ataviados, con túnicas irisadas, formados por negras gordas que saltan y se contonean con una intensidad que en ocasiones parece inducida artificialmente pero que en otras, mientras alargan el estribillo, parece ser genuinamente sentida. Las mujeres alzan bien altas las manos, a la par que sus voces, y empiezan a dar palmadas y a balancearse hasta que contagian incluso a los pocos blancos que están presentes: éste es un ámbito de la vida estadounidense donde sin duda predomina, como en los deportes y la criminalidad, la tez oscura. Ahmad sabe, por las alusiones cáusticas y medio en broma del sheij Rachid, que el islam estuvo aquejado antiguamente por los arrebatos y el entusiasmo de los sufíes, pero de ello no encuentra ni el más remoto eco en los canales islámicos que se emiten desde Manhattan y Jersey City; únicamente pasan las cinco llamadas al rezo sobre una diapositiva estática de la gran mezquita de Mehmet Ali de la Ciudadela de Saladino, solemnes tertulias con profesores y mulás con gafas que debaten acerca de la furia antiislámica que ha poseído perversamente al Occidente actual, y los sermones que da un imán con turbante sentado a una mesa tosca, captados por una cámara estática en un estudio estrictamente desprovisto de imágenes.
Es Charlie quien aborda el tema. Un día, en la cabina del camión, mientras van por una carretera, inusualmente vacía, del norte de New Jersey, entre un extenso cementerio y un terreno de prados que ha sobrevivido al tiempo -eneas y juncos de hojas brillantes arraigando en agua salobre-, pregunta: