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– Te reconcome algo, campeón. ¿Me equivoco? Últimamente estás muy callado.

– Generalmente estoy callado, ¿no?

– Sí, pero creo que de un modo diferente. Al principio eran silencios del tipo «enséñame», pero ahora son del tipo «¿pasa algo?».

Ahmad no tiene tantos amigos en el mundo como para arriesgarse a perder uno. Desde este momento no hay marcha atrás, lo sabe; tampoco es que el trecho que deba retroceder sea largo. Le cuenta a Charlie:

– Hace unos días, cuando hice el reparto solo, vi algo raro. Vi a unos hombres sacando fajos de billetes de esa banqueta turca que llevé a la costa.

– ¿La abrieron delante de ti?

– No. Me fui y luego volví a escondidas y miré por la ventana. Su comportamiento me había parecido sospechoso. Me entró curiosidad.

– Sabes lo que le hizo la curiosidad al gato, ¿no?

– Lo mató. Pero la ignorancia también puede matar. Si tengo que hacer repartos, debería saber qué estoy repartiendo.

– ¿Por qué te pones así? -dice Charlie, casi con ternura-. Creía que no querías saber más de lo que puedes controlar. Para ser sinceros, el noventa y nueve de los muebles que transportas son sólo eso, muebles.

– Pero ¿quiénes son el uno por ciento de afortunados a los que les toca el gordo? -Ahmad siente una liberación tensa, ahora que el punto de no retorno ha pasado. Es como el alivio y la responsabilidad, imagina, que sienten un hombre y una mujer cuando se desnudan juntos por primera vez. También Charlie parece sentirlo, su voz suena más ligera tras haberse despojado de una capa de fingimiento.

– Los afortunados -explica- son verdaderos creyentes.

– ¿Creen -conjetura Ahmad- en la yihad?

– Creen -puntualiza cuidadosamente Charlie- en la acción. Creen que se puede hacer algo. Que el campesino musulmán de Mindanao no tiene por qué morir de hambre, que el niño bengalí no tiene por qué ahogarse en unas inundaciones, que el aldeano egipcio no tiene por qué quedarse ciego de esquistosomiasis, que los palestinos no tienen por qué ser ametrallados por helicópteros israelíes, que los fieles no tienen por qué tragar con la arena y los excrementos de camello del mundo mientras el Gran Satán engorda con azúcares, cerdo y petróleo a precio demasiado bajo. Ellos creen que mil millones de seguidores del islam no tienen por qué corromper sus ojos, orejas y almas con los entretenimientos ponzoñosos de Hollywood ni con el imperialismo económico despiadado para el cual el Dios judeocristiano es un ídolo decrépito, una simple máscara tras la que se oculta la desesperación de los ateos.

– ¿De dónde sale el dinero? -inquiere Ahmad al ver que ha llegado a su fin el discurso de Charlie, no tan distinto, después de todo, del panorama mundial que pinta quizá más refinadamente el sheij Rachid-. Y los que lo reciben, ¿qué hacen con él?

– El dinero sale -aclara- de quienes aman a Alá, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Piensa en esos cuatro hombres como semillas depositadas en un terreno, y en el dinero como agua para regarlo hasta que llegue el día en que las semillas se abran y germinen. Allāhu akbar!

– ¿Y puede ser que el dinero venga -insiste Ahmad- a través del tío Maurice? Con su llegada todo parece haber cambiado, a pesar de que no soporta el trabajo diario en la tienda. Y tu buen padre, ¿hasta qué punto está metido en esto?

Charlie ríe, indulgente; es uno de esos hijos que ha sobrepasado al padre pero sigue honrándolo, como Ahmad ha hecho con el suyo.

– Oye, ¿quién eres, la CIA? Mi padre es un inmigrante chapado a la antigua, leal al sistema que le dio cobijo y prosperidad. Si llegara a enterarse de las cosas de que tú y yo estamos hablando, nos denunciaría al FBI.

Ahmad, en su nueva posición de confidente, intenta hacer una broma:

– Quienes no tardarían en traspapelar la denuncia. Charlie no se ríe. Dice:

– Lo que me has arrancado es un secreto importante. Asuntos de vida o muerte, campeón. No sé si me habré equivocado al contarte todo esto.

Ahmad intenta minimizar lo ocurrido entre ellos. Se da cuenta de que ha engullido unos conocimientos que no puede escupir. «El saber es libertad», ponía en la fachada del Central High. El saber también puede ser una cárcel, no hay salida una vez que has entrado.

– No te has equivocado. Me has contado muy poco. No fuiste tú quien me llevó de vuelta hasta la casa para mirar por la ventanita cómo contaban el dinero. Podrías haberme dicho que no sabías nada de nada y te habría creído.

– Podría -concede Charlie-. Quizá debería haberlo hecho.

– No. Sólo habrías interpuesto falsedad entre nosotros, allí donde hasta ahora había confianza.

– Entonces dime: ¿estás con nosotros?

– Yo estoy con quienes -dice Ahmad lentamente- están con Dios.

– Vale. Con eso basta. Mantén el mismo silencio que Dios sobre todo esto. No se lo cuentes a tu madre. Ni a tu novia.

– No tengo novia.

– Es verdad. Te prometí que haría algo para arreglarlo, ¿no?

– Dijiste que tendría que echar un polvo.

– Exacto. Me ocuparé.

– No, por favor. No eres tú quien debe ocuparse.

– Los amigos se ayudan -insiste Charlie. Alarga el brazo y aprieta el hombro del joven conductor; a Ahmad el gesto no termina de gustarle del todo, le recuerda a Tylenol acosándolo en el vestíbulo del instituto.

El muchacho declara, con la dignidad viril que acaba de recibir:

– Una pregunta más, y no volveré sobre el tema hasta que tú lo saques. ¿Está en marcha algún plan con esas semillas que necesitan agua?

Ahmad conoce tan bien las expresiones faciales de Charlie que no necesita ni mirar de soslayo para ver que sus labios de caucho van rumiando, como si exploraran la dentadura, y luego despiden un suspiro recargadamente exasperado.

– Como he dicho, siempre hay varios proyectos en fase de planteamiento, y se hace difícil predecir cómo se van a desplegar. ¿Qué dice el Libro, campeón? «Y los judíos tramaron una intriga, pero Dios tramó contra ellos. ¡Dios es el mejor de los que intrigan!»

– En estas intrigas, ¿tendré algún día un papel que desempeñar?

– A lo mejor. ¿Te gustaría, chaval?

De nuevo, Ahmad se ve en otra encrucijada, siente que una puerta se cierra a sus espaldas.

– Creo que sí.

– ¿Sólo lo crees? Te quedas corto.

– Como tú dices, los sucesos particulares no son fáciles de predecir. Pero las líneas están claras.

– ¿Las líneas?

– Las líneas de batalla. Los ejércitos de Satán contra los de Dios. Como se asevera en el Libro: «La impiedad es más grave que la lucha».

– Exacto. ¡Exacto! -aprueba Charlie, y sin moverse del asiento del copiloto se da un cachete en el muslo, como para despertarse-. Me ha gustado. Más grave que la lucha. -Es un hombre de natural afable y divertido, y le ha costado mostrarse serio mientras hablaba con Ahmad como dos hombres paseando por el cementerio en el que algún día habrán de reposar-. Una cosa más que habrá que tener en cuenta -añade-. Se nos echa encima un aniversario, en septiembre. Y los que llevan la voz cantante, nuestros generales, por así decirlo, tienen cierta nostalgia por los aniversarios.

Jacob y Teresa han hecho el amor y se tapan los cuerpos desnudos con las sábanas. La brisa que entra por la ventana del dormitorio es fresca. Septiembre se acerca. La vegetación se debilita; empieza a mostrar, como chispas aisladas, las primeras hojas amarillas. Los dos, piensa él tras su cálida inmersión en las carnes de su amante, podrían perder algún que otro kilo. Allí donde no hay pecas, la piel de Teresa es casi excesivamente pálida, como la de una muñeca de plástico salvo por el hecho de que cede si la aprieta con el pulgar, con la consecuente marca rosa que tarda un tiempo en desaparecer. Los vellosos brazos de Jack, y el pecho, le duelen sólo de observar lo fofos y arrugados que están; en casa, el espejo del baño le devuelve la imagen de unas pseudomamas incipientes y abultadas, y bajo los dos remolinos gemelos de pelo negro, su estómago ha sumado un nuevo michelín. En el pecho, los pelos blancos no tienen un solo rizo y despuntan como antenas indecisas: pilosidad de viejo.