– No me montes el típico numerito de judío llorica, Jack. Yo también te echaré de menos. -Y después aún añade, para hacer daño-: Por una temporada.
Una mañana de principios de septiembre, Charlie saluda a Ahmad diciendo:
– ¡Hoy es tu día de suerte, campeón!
– ¿Y eso?
– Ya verás. -Charlie lleva unos días serio e incluso brusco, como si algo lo royera por dentro; pero sea cual sea la sorpresa, se muestra tan satisfecho que, visto de refilón, la comisura de su excitada boca se ensancha hasta esbozar una sonrisa-. Lo primero, es hacer un montón de entregas, una de las cuales nos llevará lejos, hasta Camden.
– ¿Tenemos que ir los dos? No me importa hacerlo solo.
Ha acabado prefiriendo conducir sin compañía. En la cabina no se siente solo, Dios lo acompaña. E incluso Dios va siempre solo, Él es la más extrema soledad. Ahmad ama a su Dios solitario.
– Sí, tenemos que ir los dos. Hay que llevar una cama nido, ya sabes que, con esas estructuras de metal, pesan una puta tonelada. Y el pedido de Camden es un sofá de dos metros veinte, de pura piel y tachonado, con reposabrazos curvados. Pero no se puede levantar por los extremos; se parten enseguida, como descubrimos uno de tus predecesores y yo. En origen valía más de mil, lo hemos rebajado, es para la sala de espera de una clínica elegante para niños desequilibrados.
– ¿Desequilibrados?
– Y quién no lo está, ¿verdad? En fin, con las dos butacas a juego es una venta de dos mil dólares, y de ésas no tenemos todos los días. Cuidado con el camión cisterna de la izquierda; creo que el cabrón va colocado.
Sin embargo, Ahmad ya había visto el camión, de la cadena de gasolineras Getty, y considerado si el conductor tenía en cuenta el oleaje de la carga y demás factores que requieren precaución. En septiembre hay peligros añadidos en la carretera, ya que los veraneantes al volante parecen competir por ver quién llega antes a la guarida habitual.
– La Excellency está subiendo enteros -explica Charlie- con la de casas nuevas que se venden por más de un millón. ¿Te has fijado que en los concursos de la tele el público ya no se ríe si dices que eres de New Jersey? A este paso nos van a considerar el sur de Connecticut, a sólo un túnel de Wall Street. Mi padre y mi tío empezaron vendiendo material barato para las masas, muebles de álamo contrachapado y tapicerías de vinilo grapadas, pero ahora tenemos a estos tíos trajeados que trabajan en Nueva York pero viven en Montclair y Short Hills, a quienes no les duelen prendas en gastarse dos mil dólares en un tresillo de piel color hueso o tres mil, por ejemplo, en un juego de mesa de comedor y sillas estilo Viejo Mundo con el capricho añadido de una vitrina estilo gótico a juego, todo en madera de roble tallada. Ahora se llevan cosas así, no solíamos tocar este género. Antes nos llevábamos las antigüedades de más calidad de los lotes que salían a la venta tras una herencia y se quedaban en la tienda varios años. Está entrando dinero fresco, incluso en nuestro querido y pobre New Prospect.
– Es bueno -dice Ahmad con prudencia- que el negocio prospere. -Y se atreve a añadir, para armonizar con el optimista humor de Charlie-: Quizá los nuevos clientes esperen encontrar un regalito entre los cojines.
En el perfil de Charlie no se acusa el recibo de la broma… Prosigue sin darle importancia:
– Ya hemos repartido todos los premios. El tío Maurice ha vuelto a Miami. Ahora somos nosotros los que esperamos una entrega. -De golpe pierde la espontaneidad-: Campeón, tú no hablas con nadie de lo que hacemos aquí, ¿verdad? De la letra pequeña. ¿Te ha interrogado alguien? ¿Tu madre, pongamos? ¿Algún tío con el que salga?
– Mi madre está demasiado ocupada con sus cosas para mostrar curiosidad. La tranquiliza que tenga un empleo fijo, y que ayude en los gastos de casa. Por lo demás, compartimos el apartamento como perfectos desconocidos. -Cae en la cuenta de que eso no es del todo cierto. La otra noche, mientras estaban sentados a cenar, una comida poco habitual, cocinada con esmero, a la vieja mesa redonda donde él solía estudiar, su madre le preguntó si había notado algo «sospechoso» en la tienda de muebles. En absoluto, contestó él. Está aprendiendo a mentir. Para ser honesto con Charlie, le cuenta-: Creo que recientemente mi madre ha sufrido una de sus desventuras amorosas, porque la otra noche se destapó con un repentino interés por mí, como si hubiera recordado que yo también vivo allí. Pero se le pasará. Nunca nos hemos comunicado bien. La ausencia de mi padre siempre ha sido un obstáculo entre nosotros, y después mi religión, que adopté antes de entrar en la adolescencia. Es una mujer de carácter cálido, y sin lugar a dudas se preocupa de sus pacientes del hospital, pero creo que tiene tan poco talento para la maternidad como una gata. Las gatas dan de mamar a sus crías por un tiempo y después las tratan como a enemigas. Aún no he crecido bastante para ser el enemigo de mi madre, pero soy suficientemente maduro para ser el objeto de su indiferencia.
– ¿Qué piensa de que no tengas novia?
– Creo que para ella es un alivio, si es que se lo ha planteado. Tener un añadido a mi vida le complicaría la suya. Otra mujer, da igual lo joven que fuese, podría empezar a juzgarla y a encaminarla a cierto patrón de comportamiento convencional.
Charlie lo interrumpe:
– Ahora viene un desvío a la izquierda, creo que no en este semáforo pero sí en el siguiente. Ahí tomamos la Ruta 512 hasta Summit, donde dejamos las sillas y la mesa de cocina color canela. ¿Así que aún no has echado un polvo? -Interpreta el silencio de Ahmad como una confirmación y dice-: Bien. -La sonrisa con hoyuelos ha vuelto a su rostro. Ahmad está tan acostumbrado a ver a Charlie de perfil que se sorprende cuando el hombre se vuelve, en la sombra de la cabina, y le muestra ambos lados de la cara. Luego, Charlie devuelve la mirada al semáforo, que más allá del parabrisas se pone verde-. Llevas razón en lo de los anunciantes occidentales -señala, recuperando un viejo tema-. Nos atiborran de sexo porque significa consumo. Primero la bebida alcohólica y las flores que van con las citas, después la crianza y las compras que lo anterior conlleva, comida para bebé y todoterrenos y…
– Muebles color canela -apunta Ahmad.
Cuando Charlie no hace bromas, se pone tan serio que invita a que lo provoquen. El ojo solitario de su perfil parpadea, en la boca se le dibuja una mueca de bebedor, como si le hubiera subido un regusto agrio.
– Y una casa más grande, iba a decir. Estas parejas jóvenes gastan y se sumen en deudas que crecen y crecen, que es justo lo que quieren los usureros judíos. Es la trampa del «compra hoy y paga mañana», muy atractiva. -Pero no se olvida de la provocación, y prosigue-: Sí, somos mercaderes. Pero la idea de papá era vender a precios razonables. No empujar al cliente a comprar más de lo que se puede permitir. Sería malo para él y en consecuencia para nosotros. De hecho no aceptábamos tarjetas de crédito hasta hace un par de años. Ahora sí. Hay que adherirse al sistema -dice-, hasta que llegue el momento.
– ¿El momento?
– El momento en que lo reventemos desde dentro. -Suena impaciente. Parece pensar que el chico sabe más que él.
Ahmad le pregunta:
– ¿Y cuándo llegará ese momento?
Charlie reflexiona.
– Llegará cuando todo esté preparado. Puede que nunca o puede que antes de lo que creemos.
Desde el instante en que el otro hombre se ha descubierto al hablar de los usureros judíos, Ahmad se siente en equilibrio sobre un andamio de paja, en el vertiginoso espacio de sus creencias compartidas. Tras haber sido admitido, le parece, a un nivel inusitado de la confianza de Charlie, él a su vez confiesa:
– Yo tengo un Dios al que me dirijo cinco veces al día. Mi corazón no necesita otras compañías. La obsesión por el sexo revela la vacuidad de los infieles, y sus miedos.
Animándose, Charlie manifiesta:
– Oye, no lo critiques hasta que lo pruebes. Bueno, ya hemos llegado. El ochocientos once de Monroe Street. Una mesa y cuatro sillas de cocina, marchando.
El edificio es un híbrido de estilo colonial, ladrillo rojo y madera blanca, en un jardín bien cuidado. La joven señora de la casa, una estadounidense de origen chino, sale por el sendero de losas a recibirlos. Mientras los dos hombres van entrando las sillas y la mesa ovalada, sus dos hijos, una niña de edad preescolar que lleva un mono fucsia con patitos bordados y un bebé, que todavía gatea, con una camiseta manchada de comida y los pañales caídos, observan el espectáculo y arman jaleo, como si les estuvieran trayendo un par de nuevos hermanitos. La joven madre, feliz por la nueva adquisición, intenta darle a Charlie una propina de diez dólares, pero él la rechaza, con lo que le enseña una lección de igualdad estadounidense.