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– El placer ha sido nuestro -le dice-. Disfrútelos.

Ese día deben entregar catorce pedidos más, y cuando vuelven de Camden las sombras ya se han alargado en Reagan Boulevard, y el resto de tiendas ya han cerrado. Llegan por el oeste. Junto a Excellency Home Furnishings, en la otra acera de la Calle Trece, hay un negocio de neumáticos que había sido una estación de servicio; la isleta de los surtidores de gasolina sigue donde estaba, pero no los surtidores. Al lado, se levanta una funeraria, cuyas dependencias ocupan lo que era una mansión privada antes de que esta parte de la ciudad se volviera un barrio de servicios. Tiene un amplio porche con toldos blancos y un letrero discreto, UNGER amp; SON, clavado en el césped. Aparcan el camión en el solar y suben con cansancio a la sonora plataforma de carga, entran por la puerta trasera y se dirigen al vestíbulo, donde Ahmad ficha.

– No olvides -lo avisa Charlie- que te espera una sorpresa.

El recordatorio pilla a Ahmad desprevenido; en el transcurso de la larga jornada se le había borrado de la cabeza. Ya está algo mayor para juegos.

– Te espera arriba -dice Charlie en voz muy baja, para que no lo oiga su padre, que se queda a trabajar hasta tarde en el despacho-. Cuando termines, sal por atrás. Y pon la alarma.

Habib Chehab, calvo como un topo en su mundo subterráneo de muebles nuevos y usados, aparece por la puerta de su despacho. Está pálido incluso después de un verano al sol de Pompton Lakes, con la cara enfermizamente abotargada, pero saluda a Ahmad con jovialidad.

– ¿Cómo le va a este chico?

– No me puedo quejar, señor Chehab.

El viejo contempla a su joven conductor, siente la necesidad de añadir algo, de coronar un verano de leal servicio.

– Eres el mejor -dice-. Cientos de kilómetros, muchos días haces trescientos o cuatrocientos, y ni un golpe, ni un rasguño. Y ninguna multa. Excelente.

– Gracias, señor. El placer ha sido mío. -Es una frase, se da cuenta, que le ha oído decir a Charlie ese mismo día.

El señor Chehab lo mira con curiosidad.

– ¿Vas a seguir con nosotros, ahora que terminan las vacaciones?

– Claro. ¿Qué voy a hacer, si no? Me encanta conducir.

– Bueno, pensaba que los chicos como tú, listos y obedientes, queríais seguir estudiando.

– Me lo han propuesto, señor, pero de momento no me atrae.

Más formación, teme, podría debilitar su fe. Algunas dudas que le habían surgido en el instituto podrían terminar siendo irreversibles en la universidad. El Recto Camino lo llevaba por otra dirección, más pura. No sabría cómo explicarlo mejor. Ahmad se pregunta hasta qué punto el viejo está al corriente del dinero oculto, de los cuatro hombres en el bungalow de la costa, del antiamericanismo de su propio hijo, de los contactos de su hermano en Florida. Sería raro que no tuviera algún conocimiento de estos movimientos; pero las familias, como Ahmad sabe por la suya, son nidos de secretos, de huevos que se rozan pero que conservan cada uno su vida independiente.

Mientras los dos hombres se dirigen hacia la salida trasera, al aparcamiento y a sus respectivos coches -el padre tiene un Buick, el hijo, un Saab-, Charlie le repite a Ahmad las instrucciones acerca de activar la alarma y cerrar la puerta con el engrasado candado doble. El señor Chehab pregunta:

– ¿El chico se queda?

Charlie apoya una mano en la espalda de su padre instigándolo a salir.

– Papá, le he dejado a Ahmad una tarea pendiente en el piso de arriba. Te fías de él para que cierre, ¿no?

– ¿Por qué lo preguntas? Es un buen chico. Como de la familia.

– De hecho -Ahmad oye las explicaciones que Charlie le da a su padre en la dársena de carga-, el chaval tiene una cita y quiere lavarse y ponerse ropa limpia.

«¿Una cita?», piensa Ahmad. Ya ha adivinado la sorpresa que le ha preparado Charlie: será un almohadón, como el que transportó, lleno de dinero, una paga extra de final de verano. Pero como queriendo confirmar la mentira de Charlie a su padre, Ahmad se limpia, en el pequeño aseo que hay junto a la fuente de agua fría, la mugre que se le ha acumulado en las manos durante el día, y se echa agua en cuello y cara antes de ir a las escaleras que, en mitad de la tienda, conducen al segundo piso. Sube los peldaños con pasos silenciosos. En la segunda planta se exponen camas y tocadores, mesitas de noche y armarios roperos, espejos y lámparas. Ve estos objetos a la tenue luz de una lámpara de noche lejana, mientras los faros de los coches que vuelven a casa parpadean en los altos ventanales. Las pantallas de las lámparas apagadas hienden las sombras con sus cantos agudos, del techo cuelgan como arañas las instalaciones eléctricas. Hay camas con cabeceras acolchadas y cabeceras de madera con formas floridas, y también de barras de latón paralelas. Los colchones están dispuestos uno al lado de otro por las dos paredes, en sendas perspectivas de planos que se mantienen tirantes por la rigidez de sus muelles y sus estructuras interiores de metal. Mientras avanza entre las dos superficies proyectadas, le late el corazón y llega a su nariz el prohibido humo de un cigarrillo, y a sus oídos una voz familiar.

– ¡Ahmad! No me han dicho que serías tú.

– ¿Joryleen? ¿Eres tú? A mí no me han dicho nada.

La chica negra sale de detrás de la pantalla de la lámpara tenue, al pie de la cual se alza, como una escultura, enroscándose lentamente, el humo de su cigarrillo, apagado con prisas en un cenicero improvisado con el papel de aluminio de una chocolatina. Mientras sus ojos se acostumbran a la oscuridad, ve que la chica lleva una minifalda de vinilo rojo y un top ajustado de color negro con escote de barco. Sus redondeces parecen haber sido vertidas en un nuevo molde, más estrecho en la cintura; las mandíbulas también están más enjutas. Lleva el pelo más corto y con mechones oxigenados, como nunca antes en el Central High. Cuando mira hacia abajo, ve que calza unas botas blancas con las costuras en zigzag y las punteras afiladas, de esas nuevas que tienen un montón de espacio sobrante en la punta.

– Lo único que me dijeron era que esperase a un chico al que había de desvirgar.

– Al que había que echarle un polvo, estoy seguro de que te lo ha dicho así.

– Sí, me parece que sí. No es una expresión que oigas a menudo, hay muchísimas otras maneras de llamarlo. El tipo me dijo que era tu jefe y que trabajabas aquí. Al principio habló con Tylenol, pero luego quiso verme para explicarme lo delicada que tenía que ser con el chico en cuestión. Era un árabe alto, con una boca inquieta y misteriosa. Me dije: «Joryleen, no te fíes de este tipo», pero me dio bastante dinero. Unos cuantos billetitos.

Ahmad está boquiabierto; no habría descrito a Charlie como árabe ni como misterioso.

– Son libaneses. Charlie se ha criado como un estadounidense más. No es exactamente mi jefe, es el hijo del propietario, y transportamos muebles juntos.

– Vaya, Ahmad, y perdona que te lo diga, pero en el instituto imaginaba que harías algo un poco mejor que esto. Algo en lo que pudieras usar más la cabeza.

– Bueno, Joryleen, se podría decir lo mismo de ti. Guardo un buen recuerdo de la última vez, ibas vestida con una túnica del coro. ¿Qué haces con esta ropa de puta, y hablando de desvirgar a la gente?

Ella echa la cabeza atrás con un ademán defensivo, haciendo morritos; se ha pintado los labios con un carmín brillante, color coral.

– No es por mucho tiempo -explica-. Sólo unos cuantos favores que Tylenol me pide que le haga a algunas personas, hasta que nos establezcamos y podamos comprarnos una casa y todo eso. -Joryleen mira alrededor y cambia de tema-: ¿Me estás diciendo que una pandilla de árabes es propietaria de todo esto? ¿De dónde sacan el dinero?