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Charlie parece estar más en su medio, intercambiando alegremente saludos farfullados mientras guía a Ahmad hasta un aparcamiento a rebosar, tras un taller de reparaciones de la cadena Pep Boys y la ferretería Al-Aqsa True Value. Se dirige, alzando los diez dedos, al dependiente de la ferretería que acaba de salir, dando a entender que nadie en su sano juicio podría negarle diez minutos de estacionamiento fuera de la vía pública; para rematarlo, un billete de diez dólares cambia de manos. Mientras se alejan, le dice a Ahmad:

– En la calle, este maldito camión canta más que una furgoneta de circo.

– No quieres que te vean -deduce Ahmad-. Pero ¿quién va a fijarse?

– Nunca se sabe -es la insatisfactoria respuesta. Andan, a un paso más rápido que el habitual en Charlie, por un callejón trasero que discurre paralelo a la West Main y está delimitado con desorden por vallas de tela metálica coronadas de alambre de espino, solares de asfalto con señales de prohibición -propiedad privada y reservado a los vecinos-, y los porches y escaleras de viviendas sumisamente encajadas en los patios interiores de este retal de espacio urbano, cuyas paredes de madera originales han sido recubiertas con plafones de aluminio o chapas de metal con dibujos imitando tabiques de ladrillo. Las construcciones que no son viviendas, de ladrillo auténtico y oscurecido por el tiempo, sirven de almacenes y de talleres traseros a las tiendas que dan a Main Street. Algunas tienen ahora caparazones de madera, y las únicas ventanas que no fueron entabladas han sido rotas por delincuentes metódicos; del resto emerge el brillo y el estruendo de pequeñas manufacturas o talleres de reparación que aún siguen en activo. Uno de estos edificios, de obra vista pintada de marrón parduzco, ha cegado por dentro sus ventanas, engastadas en bastidores de metal, con una capa de la misma pintura parduzca. La ancha persiana del garaje está bajada, y el letrero de hojalata que hay sobre el dintel, anunciando con letras toscamente escritas a mano taller mecánico costello. reparaciones de motor Y CARROCERÍA, se ha desvaído y oxidado hasta hacerse prácticamente ilegible. Charlie llama suavemente a la puerta que hay al lado, de metal tachonado y con una cerradura nueva de latón. Después de un rato considerable, una voz pregunta desde dentro:

– ¿Sí? ¿Quién es?

– Chehab -dice Charlie-. Y el conductor.

Habla tan bajo que Ahmad duda que lo hayan oído, pero la puerta se abre y aparece un joven huraño. A Ahmad le parece haber visto antes a este hombre, pero no puede pararse a pensarlo porque Charlie, con la rigidez que surge del miedo, lo toma del brazo bruscamente y lo empuja adentro. El interior huele a hormigón empapado de aceite y a una sustancia inesperada que Ahmad reconoce de cuando trabajó de aprendiz durante dos veranos, de quinceañero, en la brigada de parques y jardines: fertilizante. El olor acre y cáustico le tapona la nariz y los senos; también percibe los efluvios que ha dejado un soplete oxiacetilénico y el hedor a cuerpos de varón encerrados y necesitados de un baño. Ahmad se pregunta si estos hombres -son dos, el más joven y esbelto y uno mayor, más recio, quien resulta ser el técnico- estaban entre los cuatro del bungalow en la costa de Jersey. Sólo los vio unos minutos, en una habitación sin mucha luz y después a través de una ventana sucia, pero exudaban esta misma tensión hosca, la de los corredores de fondo que han entrenado demasiado tiempo. Les molesta que les hagan hablar. Pero han de mostrar la deferencia debida a un proveedor y organizador que está un nivel por encima de ellos. Miran a Ahmad con una especie de terror, como si, al faltarle tan poco para convertirse en mártir, fuera ya un espectro.

«Lā ilāha illā Allāh», los saluda, para tranquilizarlos. Sólo el más joven -y aun siéndolo le saca algunos años a Ahmad- se digna contestarle, «Muhammad rasūlu Allāh», murmurando la fórmula como si le hubieran arrancado esta indiscreción con un engaño. Ahmad ve que tampoco se espera de ellos reacción humana alguna, ningún matiz de afinidad ni de humor; son agentes, soldados, unidades. Se yergue, buscando causarles buena impresión, aceptando el papel que le imponen.

En el aire, enclaustrado y espeso, flotan los rastros de la vida previa del edificio como taller mecánico: las vigas del techo, con sus cadenas y poleas para levantar motores y ejes; los bancos de trabajo e hileras de cajones cuyos tiradores han ennegrecido dedos embadurnados de grasa; tableros de clavijas en los que están pintadas las siluetas de herramientas ausentes; fragmentos de alambre, chapa metálica y tubos de caucho tirados donde los dejó la última mano al final de la última reparación; montones de latas de aceite desechadas, junturas, correas de transmisión y envoltorios vacíos en los rincones, detrás de bidones de aceite usados como cubos de basura. En el centro del suelo de hormigón, bajo las pocas luces que están encendidas, hay un camión parecido al Excellency en tamaño y forma, en cuya cabina se apelotonan, como los tubos que mantienen con vida a un paciente, alargadores eléctricos. En vez de un Ford Tritón E-350, es un GMC 3500, no de color naranja sino blanco crudo, tal y como salió de fábrica. En un lateral están escritas, en mayúsculas negras pintadas con esmero pero no muy profesionalmente, las palabras PERSIANAS AUTOMÁTICAS.

A primera vista, el camión no le gusta mucho a Ahmad, el vehículo transmite cierto anonimato furtivo, una impersonalidad genérica. Tiene un aspecto destartalado, paupérrimo. En el arcén de la autopista de New Jersey a menudo ha visto viejos sedanes de los años sesenta y setenta, enormes, de dos colores, cubiertos de acabados en cromo, y averiados, junto a los cuales se apiñaba alguna desventurada familia de negros a la espera de que la policía estatal acudiera al rescate y la grúa se llevara su desvencijada ganga. Este camión de color blanco hueso rezuma esa misma pobreza, esos mismos intentos patéticos por estar a la altura de América, por sumarse a la lenta corriente mayoritaria de los cien kilómetros por hora. El Subaru marrón de su madre, el guardabarros recompuesto con masilla y el esmalte rojo raído durante años por el aire ácido de New Jersey, era otro intento patético. Por el contrario, el Excellency, con su naranja brillante y sus letras con bordes doradas, tiene una jovialidad límpida; cierto aire circense, como ha dicho Charlie.

El mayor y más bajo de los dos expertos, que resulta imperceptiblemente más amable, le hace una seña a Ahmad para que se asome con él al interior de la cabina. Sus manos, con las puntas de los dedos manchadas de aceite, se desplazan hasta un elemento anómalo entre los asientos: una caja metálica del tamaño de un estuche de puros, pintada de gris militar, con dos salientes en la parte superior a los que están conectados unos cables aislados que se pierden en la parte del remolque. Como el fondo del espacio que queda entre el asiento del conductor y el del copiloto es profundo y de difícil acceso, el aparato no se apoya en el suelo sino en una caja de plástico, de las que se usan para las botellas de leche, puesta boca abajo, y está asegurado a ella con cinta aislante. En un lado del detonador -pues es lo que debe de ser- hay un interruptor amarillo, y en el centro, hundido un centímetro en un hueco donde cabría un pulgar, un botón rojo y brillante. El código de color delata la simplicidad militar, de los procedimientos lo más simples posibles con que se instruye a jóvenes ignorantes, a los que se les pone un botón hundido para evitar detonaciones fortuitas. El hombre le explica a Ahmad:

– Este interruptor, interruptor de seguridad. Mueves a la derecha, zas, así, cargas dispositivo. Luego, aprietas botón y mantienes: ¡bum! Cuatro mil kilos de nitrato amónico atrás. El doble que McVeigh. Necesarios para romper el revestimiento de metal del túnel. -Con las manos engrasadas dibuja un círculo como demostración.

– Túnel -repite Ahmad bobamente, nadie le había hablado de ningún túnel-, ¿qué túnel?

– Lincoln -contesta el hombre, ligeramente sorprendido pero sin más emoción que la de un interruptor encendido-. En el Holland, camiones están prohibidos.

Ahmad lo digiere en silencio. El hombre se vuelve hacia Charlie.