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Ahmad se levanta del basto escalón de madera y se sitúa ante el insecto con porte altivo, sintiéndose enorme. Pero aun así lo asusta tocar este pedazo de vida misteriosamente caído. Quizá su picadura sea venenosa o se trate de algún diminuto emisario del Infierno que se aferrará a su dedo y no lo soltará. Más de un muchacho -Tylenol, por ejemplo- simplemente aplastaría con el pie esta presencia irritante, pero Ahmad no contempla esa opción: propiciaría un cadáver ensanchado, un amasijo reventado de partículas y fluido vital derramado, y no desea contemplar semejante espanto orgánico. Mira rápidamente alrededor en busca de un instrumento, de algo rígido con lo que darle la vuelta al insecto -quizás el cartoncillo negro que se usa para unir las dos partes de las barras de chocolate Mounds o para dar firmeza a los envases de la mantequilla de cacahuete Reese's-, pero no encuentra nada apropiado. Excellency Home Furnishings procura mantener limpio su aparcamiento privado. A los «músculos» afroamericanos y al propio Ahmad les suelen asignar la tarea de salir a limpiar con una bolsa de basura verde. No divisa ninguna espátula tirada casualmente pero, la idea le sobreviene, se acuerda del permiso de conducir que lleva en la billetera, un rectángulo de plástico en el que una instantánea ceñuda y poco favorecida de él mismo comparte espacio con algunos datos numéricos relevantes para el estado de New Jersey y una reproducción holográfica y a prueba de falsificaciones del Gran Sello nacional. Con él consigue, tras varios intentos vacilantes y aprensivos, dar la vuelta a la diminuta criatura y dejarla sobre de sus patas. La luz del sol arranca chispas iridiscentes, púrpuras y verdes, del caparazón hendido que forman las alas plegadas. Ahmad vuelve a su asiento en la plataforma para disfrutar del resultado de su rescate, su clemente intervención en el orden natural. Vuela, vuela.

Pero el bicho, en la posición que le corresponde, un brillante cuerpo minuciosamente sustentado por sus seis patas sobre el áspero hormigón, apenas puede arrastrarse un trecho equivalente a su tamaño, y luego permanece quieto. Sus antenas se mueven inquisitivamente, después también paran. Durante cinco minutos que parecen una eternidad, Ahmad lo contempla. Devuelve su permiso de conducir, con toda su carga de información codificada, a la cartera. Algunos coches en los que suena a todo volumen música rap circulan veloces, sin que los vea, por Reagan Boulevard; el ruido crece y decrece. En el cielo, que va fraguando, un avión salido de Newark gana altura y retumba. El escarabajo, emparejado con su sombra microscópicamente menguante, sigue inmóvil.

Había agonizado mientras estaba boca arriba, y ahora está muerto, deja atrás una extensión que no pertenece a este mundo. La experiencia, tan extrañamente magnificada, ha sido, Ahmad está seguro, sobrenatural.

5

El secretario está de un mal genio que asusta a su fiel subsecretaria. Sus cambios de humor afectan a Hermione como el oleaje de proa de una lancha motora a una medusa atrapada en su estela. Si hay algo que él odie con todas sus fuerzas, y ella lo sabe, es tener que ir al despacho en domingo; trastoca sus estimadas tardes de ocio con su mujer y la familia Haffenreffer al completo, ya sea en Baltimore viendo un partido de final de temporada de los Orioles o paseando por Rock Creek Park en compañía de sus hijos, todos con la vestimenta adecuada para echar una carrera excepto el quinto, el benjamín, que a los tres años aún va en el cochecito para hacer jogging. La señorita Fogel no puede tener celos de su esposa y de sus niños; casi nunca los ve y son una parte invisible de él, como las partes que le quedan decorosamente ocultas bajo el traje azul y los calzoncillos bóxer. Pero a veces imagina que lo acompaña, y se figura a una presencia más relajada y conyugal que la del estresado combatiente de las sombras confinado a un despacho incómodo. Hermione intuye que lo que más desea el secretario, ahora que el bochorno del verano ha desaparecido al fin y los sicómoros y los plátanos del National Mall tienen en sus grandes hojas el tinte solemne de la monotonía, es estar al aire libre. Lo deduce de la tensa protuberancia en la espalda de su oscurísima americana. Los hombres solían ir a trabajar con trajes azules o marrones -durante semanas enteras, papá salía de la casa de Pleasant Street para tomar el tranvía con el mismo traje marrón de raya diplomática y chaleco-, pero ahora el único color serio es el negro, o el azul marino muy oscuro, en señal de luto por los tiempos pasados de libertad asequible.

Últimamente lo han desazonado los triviales y aun así bien aireados lapsos en la seguridad de los aeropuertos. Parece que, para ello, cualquier reportero indecente o cualquier demócrata de la Cámara de Representantes que quiera acaparar titulares sólo tiene que esgrimir triunfalmente la larga lista de cuchillos, porras y revólveres cargados que han burlado los escáneres de rayos X que controlan los equipajes de mano. Ambos, secretario y subsecretaria, han supervisado codo con codo los dispositivos de seguridad, hipnotizándose lentamente con la interminable procesión de fantasmales interiores de maleta reflejados en colores irreales: verdes cian, carnosos tonos melocotón, magentas puesta de sol, y el azul de Prusia que delata el metal. Llaves de coche y de casa dispuestas en abanico como una mano de cartas, con sus llaveros y cadenitas y artilugios de recuerdo; la mirada vacía y sin parpadeos de las gafas de vista cansada con montura metálica metidas en estuches de paño; cremalleras como esqueletos de serpientes en miniatura; los racimos de burbujas correspondientes a las monedas olvidadas en los bolsillos de pantalones; constelaciones de alhajas de oro y plata; las etéreas cadenas de ojetes en zapatos y deportivas; los botones y ruedas dentadas de los despertadores de viaje; secadores de pelo, maquinillas de afeitar eléctricas, walkmans, cámaras diminutas: todo ello aporta su particular diatomea de color azul intenso al pálido baño retocado de rayos catódicos. No es de extrañar que una y otra vez las armas peligrosas se deslicen como un soplo ante los ojos vidriosos de quien se pasa ocho horas descifrando imágenes bidimensionales de neceseres, buscando el tumor de la malicia, la silueta repentina del propósito mortal, en mitad del flujo oceánico y anodinamente cotidiano de las vidas estadounidenses, reducidas a sus más básicas pepitas: los enseres necesarios para una estancia de pocos días en otra ciudad o estado, disfrutando de la comodidad materialista a que corresponde nuestra norma, mundialmente anormal. Tijeras para las uñas o alfileres de costura: mientras éstos son detectados y confiscados, cuchillos de diez centímetros pasan por cañas de bota vistas de perfil, o una diminuta pistola fabricada, en su mayor parte, de plástico, se cuela fijada con cinta adhesiva al fondo de una escudilla de peltre para la que, en caso de pregunta, se esgrime la excusa de que se trata de un regalo para un bautizo que se celebra al día siguiente en Des Moines. Las inspecciones siempre terminan, o deberían terminar, con el secretario dando unas palmaditas en el hombro uniformado a los mal pagados guardianes y diciéndoles que sigan así; que están defendiendo la democracia.