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Se halló frente a su propia casa y se detuvo allí como un juguete de cuerda que hubiera chocado contra una pared, pero persistiera en seguir adelante. Seguía preocupado por la historia de la signora Giusti acerca de las mujeres que entraban y salían del piso, y por el recuerdo del dottor Niccolini de pie junto a la puerta del depósito. Y como si fueran zumbidos en los oídos, sintió el sordo rumor de la necesidad de Patta de evitar en lo posible inquietar al público.

Alguien se le acercó por detrás y le dio las buenas lardes. Brunetti se volvió y saludó al signor Vordoni, que introdujo su llave en la cerradura y abrió la puerta, aguardando a que Brunetti lo precediera. Murmuró las gracias y entró, luego sujetó la puerta para que pasara el anciano, la cerró sin ruido tras él, e hizo como que rebuscaba en el buzón para dejar pasar el tiempo y no subir la escalera con él.

Como suponía, el buzón estaba vacío, pero durante el tiempo que dedicó a cerrarlo y a echar la llave, el signor Vordoni desapareció. Brunetti empezó a subir la escalera, reparando apenas en los olores de comida que lo saludaban en cada rellano.

Abrió la puerta de su casa, y ante un olor en el que se mezclaban notas de calabaza y pollo, redescubrió su interés por la comida y sus aromas.

En la cocina encontró a Paola a la mesa, enfrascada en una revista: uno de los hábitos que había desarrollado a lo largo de los años era leer la prensa en la cocina; los libros, en su estudio y en la cama.

– ¿Hay huelga en la universidad? -preguntó al tiempo que se inclinaba para besarla.

Ella se volvió mientras él hablaba, de modo que Brunetti acabó besándola en la oreja en lugar de hacerlo en lo alto de la cabeza. Ninguno de los dos se preocupó por eso.

– No. Sólo se presentó uno de mis estudiantes, así que suspendí la clase y me vine a casa.

Dejó que la revista se deslizara sobre la mesa, donde quedó abierta por el artículo que estaba leyendo. Brunetti le dirigió una mirada y vio lo que parecía una agitada nube blanca cubriendo la mitad superior de la página de la izquierda.

– ¿Qué es eso? -preguntó, cogiendo la revista y sosteniéndola a la distancia que ahora requería su vista.

Ella le pasó sus propias gafas de lectura.

– ¿Pollos?

Echó un vistazo más de cerca. Pollos.

Dejó caer la revista sobre la mesa y le devolvió las gafas.

– ¿De qué se trata?

– Es uno de esos terroríficos artículos, la clase de cosas que quisieras no haber empezado a leer, pero no puedes parar una vez has empezado. Sobre lo que hacen con ellos.

– ¿Pollos? ¿Pollos terroríficos? -preguntó, al tiempo que oía un chisporroteo en el horno, señal inequívoca de que algo se estaba asando dentro.

– Chiara lo trajo a casa y me dijo que lo leyera. -Paola apoyó la cabeza en la mano y preguntó-: ¿Crees que esto es otra señal de que han crecido más allá de tu control?

– ¿Qué?

– Cuando dejan de pedirte cosas para leer y empiezan a decirte que tú las leas.

– Podría ser -admitió, y se dirigió al frigorífico en busca de algo que le hiciera olvidar los terroríficos pollos. Al fondo vio unas botellas de Moët-. ¿De dónde ha salido este champán?

– De uno de mis alumnos.

– ¿De uno de tus alumnos?

– Sí. Hace pocos días superó su examen final y me mandó unas botellas.

– ¿Por qué?

– Supervisé su tesis. Era brillante, sobre el uso de la imaginería de la luz en las novelas tardías.

Alerta, Brunetti se dio cuenta de que era un momento crucial. Si no actuaba inmediatamente, iba a enfrentarse a un período de tiempo por determinar escuchando lo que había escrito un estudiante, bajo la dirección de su señora esposa, sobre el uso de la imaginería de la luz en las novelas tardías de Henry James. Considerando el hecho de que recientemente había soportado una reunión con el vicequestore Giuseppe Patta, y que el día anterior sólo almorzó tres tramezzini -uno robado-, decidió que no había tiempo que perder.

– ¿Cuántas botellas te ha enviado? -preguntó, en una maniobra dilatoria.

– Unas cajas.

– ¿Qué?

– Unas cajas. Tres o cuatro, no me acuerdo.

Eso, Brunetti lo sabía, era consecuencia de haber nacido en una familia noble que no solamente poseía alcurnia sino una gran fortuna: uno pierde la cuenta de las cajas de Moët que un estudiante le manda.

– Un soborno -declaró con su poco lograda voz de polizonte.

– ¿Qué?

– Un soborno. Me extraña que lo hayas aceptado. Espero que no le des una calificación alta a esa tesis.

– Todo lo alta que pueda. Era brillante.

Brunetti sepultó el rostro entre sus manos y gimió. Luego sacó una de las botellas y tomó dos copas del armario. Las puso en la mesa, haciendo mucho ruido al colocarlas, y luego dirigió su atención a la botella, cuyo papel dorado rasgó. Apuntó con el corcho al rincón más lejano y lo disparó. El estampido resonó en toda la casa y le reconfortó el corazón.

Había movido demasiado la botella, y el champán produjo una espuma que se derramó sobre su mano. Se apresuró a llenar la primera copa, que se desbordó, y luego la segunda, con la que ocurrió lo mismo. Dos charquitos se extendieron en torno a las copas.

– Rápido, rápido -dijo, tendiéndole a ella una copa.

No dijo nada más, hizo chocar su copa contra la de ella, pronunció el «cin, cin» y bebió un buen trago. «Ah», exclamó, en paz con el mundo una vez más. Con otro trago, vació la copa.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Paola, y luego tomó su copa y bebió un sorbo-. ¿Qué estás haciendo?

– Destruir pruebas.

– Oh, eres bobo, Guido -dijo, pero se rió y las burbujas se le subieron a la nariz y la hicieron toser.

El almuerzo, quizá por las burbujas, por la risa o por alguna combinación de ambas, fue agradable y placentero. Chiara pareció satisfecha cuando su madre le aseguró que el pollo era de granja, un pollo biológico que había llevado una vida sana y feliz. Brunetti, un hombre dedicado a mantener la paz, fue consecuente y no preguntó cómo podía uno afirmar que un pollo había sido feliz.

Chiara, por supuesto, no comió pollo, pero sus principios vegetarianos se vieron suficientemente satisfechos por las seguridades que le dio su madre de que el estilo de vida de los pollos no justificaba que ella provocara a los demás miembros de la familia con sus comentarios sobre el acto absolutamente repulsivo en que estaban incurriendo al comer el pollo en cuestión. Su hermano Raffi, indiferente a la felicidad del pollo, sólo se preocupaba por su sabor.

Más tarde, cuando pasaron a la sala de estar a tomar café, Brunetti, profundamente aliviado porque nadie le había preguntado por la signora Altavilla, preguntó:

– ¿Qué hacen con esos pollos?

– No con el que hemos comido. Espero que lo entiendas -advirtió Paola.

– Entonces, ¿no era mentira?

– ¿El qué?

– ¿Que era un pollo biológico?

– No, claro que no -negó Paola, no indignada pero quizá a punto de estarlo si la provocaban.

– ¿Por qué?

– Porque a los otros los llenan de hormonas, productos químicos y antibióticos, y sabe Dios qué, y si contraigo un cáncer quiero que sea porque bebo demasiado vino tinto o como demasiada mantequilla, no porque como demasiada carne industrial.

– ¿De veras crees eso? -preguntó él, curioso, no escéptico.

– Cuanto más leo -empezó a decir, volviéndose en el sofá para ponerse de cara a Brunetti-, más creo que gran parte de lo que comemos está contaminado en alguna medida. -Antes de que él pudiera hacer un comentario, Paola lo hizo por él-: Sí, Chiara se pasa un poco en este asunto, pero en el fondo tiene razón.