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Robert Charles Wilson

Testigos de las estrellas

PRIMERA PARTE

La nueva astronomía

«Los telescopios de poder incomparable le revelaban las ignotas profundidades del cosmos sobre espejos pulidos de mercurio flotante. Los mundos muertos de Sirio, los mundos a medio formar de Arcturus, los ricos pero inanimados mundos girando alrededor de las gigantescas Antares y Betelgeuse. Esos eran los mundos que el a estudiaba sin ninguna utilidad».

—POLTON CROSS,
Alas a través del cosmos, 1938.

1

Podría acabar en cualquier momento.

Chris Carmody se giró hacia la parte más cálida de una cama que no le era familiar. Se trataba de una pequeña depresión en las sábanas de algodón donde alguien había yacido hasta hacía poco. Alguien. Su nombre se le escapaba, todavía perdido entre capas de sueño. Pero él deseaba ardientemente el calor de aquel a reciente presencia, de la responsable de aquel calor que no desaparecía. Dibujó un rostro, benevolente, sonriente y levemente estrábico. Se preguntó a dónde había ido.

Había pasado bastante tiempo desde que había compartido la cama con alguien más. Era curioso cómo lo que más le gustaba, más que cualquier otra cosa, era el calor que la otra persona dejaba entre las sábanas. Aquel espacio en el que él entraba en su ausencia.

Podría acabar en cualquier momento. ¿Había soñado él aquellas palabras? No. Las había escrito en su libro de notas hacía tres semanas, transcribiendo un comentario de un estudiante licenciado con el que se había encontrado en la cafetería de Crossbank, a medio continente de distancia.

—Estamos haciendo un trabajo fascinante, y flota en el ambiente una sensación de apresuramiento, porque sabemos que podría acabar en cualquier momento…

A su pesar, abrió los ojos. Al otro lado del pequeño dormitorio, la mujer con la que había dormido luchaba consigo misma mientras se ponía un par de pantalones ceñidos. Sintió su mirada y le sonrió con cautela.

—Eh, guapo —le dijo el a—, no es por meterte prisa, pero ¿no decías que tenías una cita no sé dónde?

El recuerdo finalmente lo alcanzó. Su nombre era Lacy. Sin información añadida sobre el apellido. Era camarera en el Denny. Su cabello era largo y pelirrojo, peinado a la moda, y era al menos diez años más joven que Chris. Ella había leído su libro. O eso decía. O al menos había oído hablar de él. Tenía un ojo vago, lo que le daba una apariencia de constante abstracción. Mientras él se frotaba los ojos para despertarse, el a se puso un vestido sin mangas sobre sus hombros pecosos.

Lacy no era muy buena como ama de casa. Pudo observar varias manchas de moscas aplastadas contra el alféizar de la ventana. El espejo para el maquil aje reposaba todavía en la mesa de al lado, donde ella había preparado unas finísimas y precisas rayas de cocaína. Un billete de cincuenta dólares descansaba sobre la alfombra al lado de la cama, tan firmemente enrollado que parecía una hoja de palma en ciernes o algún extraño insecto-palo con una mohosa mancha de sangre seca en un extremo.

El otoño estaba recién empezado y todavía hacía calor en Constance, Minnesota. Un aire balsámico agitaba las cortinas diáfanas. Chris saboreó la sensación de encontrarse en un sitio donde no había estado jamás y al cual con toda probabilidad no iba a regresar.

—Te diriges a Blind Lake, ¿no es cierto?

Él recogió su reloj de una pila de revistas People de la mesilla de noche. Disponía de una hora si no quería perder el transporte.

—Me dirijo a Blind Lake. —Se preguntó cuánto le había contado a la mujer la noche anterior.

—¿Te apetece desayunar?

—Creo que no tengo tiempo.

Ella pareció aliviada al oír aquello.

—Eso está bien. Conocerte ha sido fenomenal. Conozco a mucha gente que trabaja en Blind Lake, pero la mayoría es parte del personal de apoyo o proveedores. Nunca me había encontrado con alguien que fuera del núcleo duro.

—No soy del núcleo duro. Solo soy un periodista.

—No te infravalores.

—Yo también me lo he pasado muy bien.

—Eres muy dulce —dijo el a—. ¿Quieres ducharte? Yo ya he acabado en el baño.

La presión del agua era demasiado débil y se encontró con una cucaracha muerta en la bandeja del jabón, pero la ducha le dio tiempo para ajustar sus expectativas. Para poner en pie lo que quedara de su orgullo profesional. Tomó prestada una cuchilla rosa para depilarse las piernas y se afeitó la imagen fantasmal que veía reflejada en el espejo. Ya estaba vestido y en la puerta cuando el a empezaba con el desayuno: huevos y zumo, en la diminuta cocina del apartamento. Trabajaba de noche; las mañanas y las tardes eran su tiempo de ocio. Un pequeño panel de televisión en la mesa de la cocina proyectaba un culebrón a medio volumen. Lacy se levantó y lo abrazó. Su cabeza le l egaba a la altura del pecho. En aquel suave abrazo descansaba el reconocimiento de que ninguno de los dos significaba esencialmente nada para el otro, nada más que el capricho de una noche irreflexivamente consentido.

—Cuéntame qué tal te va si vuelves por aquí —dijo el a.

Él se lo prometió cortésmente. Pero no iba a volver por allí.

Fue a recoger su equipaje al Marriot, donde el Visions East le había reservado una habitación con buen criterio (pero innecesariamente) y se encontró con Elaine Coster y Sebastian Vogel en el vestíbulo.

—Llegas tarde —le dijo Elaine.

Echó un vistazo al reloj.

—No por mucho.

—¿Crees que se te caerían los anillo si fueras puntual al menos por una vez?

—La puntualidad es el ladrón del tiempo, Elaine.

—¿Quién dice eso?

—Oscar Wilde.

—Oh, ese sí que es un buen modelo para ti.

Elaine tenía cuarenta y nueve años y una ropa safari inmaculada, una cámara digital atada al bolsillo de su pecho izquierdo y un auricular colgando del brazo izquierdo de sus gafas de sol con incrustaciones de circonio, como si fuera un pelo rebelde. La expresión de su rostro era severa. Elaine era una periodista científica casi veinte años mayor que Chris, muy respetada en su campo, donde él mismo era últimamente considerado con cierto desdén. A él le gustaba Elaine y su trabajo era sobresaliente, y por eso le perdonaba su tendencia a comportarse con él como se comporta una maestra en la escuela con el niño alborotador.

Sebastian Vogel, el tercer miembro de la fuerza expedicionaria del Visions East, permanecía en silencio unos pocos pasos atrás. Sebastian no era verdaderamente un periodista; era un profesor jubilado de Teología de la Universidad de Wesleyan que había escrito uno de esos libros que se convierten inexplicablemente en un best seller. El libro se titulaba Dios & el vacío cuántico. Chris sospechaba que era aquel «&» en lugar del convencional «y», el que lo había puesto aceptablemente a la última, elípticamente a la moda. La revista había querido el toque espiritual de la Nueva Astronomía para complementar el tono científico riguroso de Elaine y el de Chris, también conocido como «lado humano». Pero Sebastian, que quizás fuera brillante, era también extraordinariamente parco en palabras. Tenía una barba que oscurecía su boca y que Chris consideraba emblemática: las palabras que encontraban la forma de salir eran escasas y por lo general difíciles de interpretar.

—La camioneta —señaló Elaine— l eva esperando diez minutos.

La camioneta de Blind Lake, quería decir, con un joven funcionario chico-de-los- recados al volante, con un codo apoyado en la ventanilla abierta y expresión de no descansar lo suficiente. Chris asintió en silencio, echó su equipaje en la parte trasera de la camioneta y se sentó detrás de Elaine y Sebastian.