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– ¿Dónde se encontraban esos colectivos?

– En todas partes. En la Prolongación del Parque, Cote des Neiges, Saint Henri, Litle Burgundy…

– ¿Cuánto tiempo llevaba trabajando para el MAS?

– Seis, tal vez siete años. Antes había trabajado en Montreal General con un horario mucho mejor.

– ¿Disfrutaba con su trabajo?

– ¡Oh, sí! Le encantaba.

Se le quebró la voz al pronunciar estas palabras.

– ¿Tenía un horario irregular?

– No, era muy regular. Trabajaba constantemente: por las mañanas, por las tardes, los fines de semana… Siempre que surgía un problema, recurrían a Francine para solucionarlo.

Apretaba y aflojaba las mandíbulas.

– ¿Disentían usted y su esposa acerca de su trabajo?

Permaneció en silencio unos momentos.

– Yo quería verla con más frecuencia -dijo a continuación-. Hubiera preferido que siguiera en el hospital.

– ¿A qué se dedica usted, señor Champoux?

– Soy ingeniero: construyo cosas. Pero en estos tiempos nadie está muy deseoso de construir. -Profirió una triste sonrisa y ladeó la cabeza-. Me despidieron.

Se había expresado con el término inglés.

– Lo siento -dije. Luego añadí-: ¿Sabe usted adonde iba su esposa el día en que la asesinaron?

Negó con la cabeza.

– Aquella semana apenas nos habíamos visto. Se provocó un incendio en una de sus cocinas y se pasó allí día y noche. Podría haber estado allí o en cualquier otro sitio. Según tengo entendido no llevaba ninguna clase de diario ni agenda. No la encontraron en su despacho ni yo la vi nunca por aquí. Me había hablado de ir a cortarse el cabello. ¡Diablos, ojalá hubiera ido a la peluquería!

Me miró con expresión torturada.

– ¿Sabe usted lo que se siente? Ni siquiera sé qué se disponía a hacer mi esposa el día en que murió.

Desde el trasfondo se oyó circular suavemente el agua de los depósitos.

– ¿Había mencionado ella algo insólito? ¿Llamadas telefónicas extrañas? ¿La visita de algún desconocido? -Mientras hablaba recordé a Gabby-. ¿Alguien que la siguiera por la calle?

De nuevo un movimiento negativo de cabeza.

– ¿Lo hubiera mencionado?

– Probablemente si hubiésemos hablado. En realidad, aquellos últimos días no habíamos tenido tiempo.

Intenté una nueva táctica.

– Era enero: hacía frío. Las puertas y las ventanas debían de estar cerradas. ¿Tenía su mujer la costumbre de mantener la casa así?

– Sí. Nunca le había gustado vivir aquí ni estar a nivel de la calle. Yo la convencí para comprar esta casa, pero ella prefería los edificios de muchos pisos con sistemas de seguridad o guardianes. Merodean por aquí personajes bastante sórdidos, y ella siempre estaba nerviosa. Por ello pensábamos marcharnos. A ella le gustaba disponer de espacio adicional y del pequeño patio posterior de la casa, pero nunca se acostumbró a esto. Su trabajo le hacía frecuentar algunas zonas peligrosas y, al llegar a casa, deseaba sentirse a salvo. Intocable. Así lo decía: intocable, ¿sabe?

Sí, ¡oh, sí!

– ¿Cuándo vio a su mujer por última vez, señor Champoux?

Aspiró y respiró profundamente.

– La mataron un miércoles. La noche anterior había trabajado hasta altas horas a causa del incendio, por lo que yo ya estaba acostado cuando ella vino.

Había agachado la cabeza y hablaba hacia el parqué. Sus mejillas se colorearon con unas manchas de venitas rojizas.

– Ella se acostaba con las impresiones de toda su jornada y trataba de contarme dónde había estado y qué había hecho, pero yo no deseaba escucharla.

Observé que jadeaba bajo la sudadera.

– Al día siguiente me levanté temprano y me marché. Ni siquiera me despedí de ella.

Guardamos silencio unos momentos.

– Eso hice, y ya no hay marcha atrás. Ya no tengo ninguna oportunidad.

Levantó la mirada y la fijó en las peceras de color turquesa.

– Me dolía que ella tuviera trabajo y yo no. Por eso me mostraba indiferente. Ahora el remordimiento no me deja vivir.

Antes de que se me ocurriera una respuesta se volvió hacia mí con el rostro tenso y se expresó con gran dureza.

– Yo había ido a ver a mi cuñado que sabía de algunos posibles trabajos para mí. Estuve con él toda la mañana. Luego… regresé aquí sobre el mediodía y ya estaba muerta. Todo eso ya lo comprobaron en su momento.

– Monsieur Champoux, yo no sugería…

– No creo que lleguemos a ninguna parte. Estamos repitiendo las mismas palabras.

Se levantó y comprendí que daba por concluida la entrevista.

– Lamento haber despertado recuerdos dolorosos en usted.

Me miró sin pronunciar palabra y se dirigió hacia el recibidor. Lo seguí.

– Gracias por el tiempo que me ha dedicado, monsieur Champoux. -Me despedí y le tendí mi tarjeta-. Si se le ocurre algo en algún momento, llámeme, por favor.

El hombre asintió. Tenía el aspecto ausente de aquel que se halla sumido en una gran desdicha, sin poder olvidar que sus últimas palabras y actos hacia la esposa que había amado habían sido mezquinas y muy poco apropiadas para una última despedida. ¿O acaso existe una despedida adecuada?

Al marcharme sentí su mirada fija en mí. Pese al calor reinante me invadía un frío interior. Me apresuré a subir en mi coche.

La entrevista con Champoux me había trastornado. Mientras me dirigía a mi casa me formulé mil preguntas.

¿Qué derecho tenía yo de reavivar el dolor de aquel hombre?

Recordé la mirada de Champoux.

¿Tanto dolor le habían despertado los recuerdos que yo le había suscitado?

No, yo no había sido la causante de aquel enorme dolor: Champoux vivía inmerso en sus propios remordimientos.

¿Remordimientos por qué? ¿Por causar daño a su mujer?

No, no era propio de él.

Remordimientos por no prestarle atención, por hacerle creer que no era importante: así de sencillo. En la víspera de su muerte se había negado a hablar con ella, le había dado la espalda y se había dormido. No se había despedido de ella por la mañana y ya nunca podría hacerlo.

Giré en dirección norte por St. Marc y me interné en las sombras del paso superior. ¿Acaso mis preguntas habían conseguido algo más que extraer recuerdos dolorosos a la superficie que reportarían nuevos dolores?

¿Podía ser yo realmente útil cuando había fracasado un ejército de profesionales, o simplemente me había propuesto aquella entrevista personal para alardear ante Claudel?

¡No!

Golpeé el volante con el dorso de la mano.

¡Maldita sea, no!, me repetí. No era aquél mi objetivo. Sólo yo estaba convencida de que únicamente existía un asesino y de que volvería a matar. Para evitar nuevas víctimas debía descubrir más hechos.

Salí de las sombras a la luz del sol. En lugar de girar hacia el este, hacia mi casa, crucé Ste. Catherine, volví por la rue du Fort y salí a la 20 Oeste. Los ciudadanos las denominaban la dos y veinte, pero yo aún no había encontrado quien me explicara o situara la dos.

Me alejé de la ciudad descargando mi impaciencia en el volante. Eran las tres y media y el tráfico ya retornaba por el paso elevado de Turcot. Una hora muy intempestiva.

Tres cuartos de hora después encontraba a Genevieve Trottier, que escarbaba las tomateras tras la casa de un verde descolorido que había compartido con su hija. Al verme aparcar ante su sendero se interrumpió y me observó mientras cruzaba por el césped.

– Oui?

Se había apoyado en sus talones y me interrogaba con aire amistoso y los ojos entornados.

Llevaba unos pantalones cortos de intenso amarillo y una blusa sin espalda demasiado grande para sus senos. Su cuerpo brillaba sudoroso y sus cabellos se aplastaban en torno a su rostro. Era más joven de lo que yo había imaginado.

A medida que le explicaba quién era y las razones que me llevaban allí se ensombrecía su expresión. Con cierta vacilación dejó su azada en el suelo, se levantó y se limpió las manos de tierra. El olor a tomates impregnaba el ambiente.

– Será mejor que entremos -dijo fijando la mirada en el suelo.

Al igual que Champoux tampoco cuestionó mi derecho a interrogarla.