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Mary era una tiradora de primer orden. Una de sus tareas consistía en hacer depósitos y retirar fondos del Banco para la «Steel & Mining», y desde la ocasión en que limpiamente había alcanzado al atracador que echaba a correr con la paga de los empleados de la compañía bajo el brazo no había en Sydney un solo criminal con agallas suficientes como para atajar a la señorita Horton cuando venía del Banco. Había entregado el portafolios con un aire tan imperturbable, con tanto comedimiento y sin protesta, que el ladrón se había sentido perfectamente seguro; luego, cuando éste se dio vuelta para echar a correr, abrió su bolso de mano, sacó la pistola, apuntó y le disparó. El sargento Hopkins, de la galería de tiro de la policía, aseguraba que Mary Horton era más rápida para sacar el arma que el mejor de los cowboys.

Abandonada a sus propios recursos a la edad de catorce años, Mary había compartido un cuarto en la Asociación Cristiana de Jóvenes con otras cinco muchachas y había trabajado como vendedora de mostrador en la tienda de David Jones hasta terminar un curso nocturno para secretarias. A los quince años había comenzado a trabajar con el grupo de mecanógrafas de la «Constable Steel & Mining». Era tan pobre que había tenido que usar la misma falda y la misma blusa, escrupulosamente lavadas y planchadas todos los días, y remendaba sus medias de algodón hasta que en éstas había más remiendos que tela original.

Al cabo de cinco años, su eficiencia, su sobria compostura y su extraordinaria inteligencia habían hecho que la trasladaran de la oficina general para darle el puesto de secretaria particular de Archibald Johnson, el director administrativo, pero durante los primeros diez años que trabajó con la compañía había seguido viviendo en la Asociación, remendando sus medias una y otra vez y ahorrando mucho más de lo que gastaba.

Cuando cumplió veinticinco años le pidió a Archie Johnson consejo sobre cómo invertir sus ahorros y a los treinta, éstos se habían multiplicado muchas veces. Consecuentemente, a la edad de cuarenta y tres años era dueña de una casa en Artarmon -un tranquilo suburbio habitado por gente de clase media-, conducía un severo pero bastante costoso «Bentley» inglés con tapizado de cuero y tableros de nogal, poseía una cabaña en la playa, diez hectáreas de terreno, al norte de Sydney y mandaba hacer sus trajes al mismo modisto que confeccionaba los de la esposa del Gobernador General de Australia.

Mary estaba bastante satisfecha consigo misma y con su vida; gozaba de los pequeños lujos que sólo el dinero puede proporcionar, llevaba una vida apartada tanto en el trabajo como en su casa, no tenía más amigos que los cinco mil libros que ocupaban las paredes de su refugio y varios cientos de discos de larga duración, casi todos de música de Bach, Brahms, Beethoven y Händel. Le encantaba la jardinería y arreglar su casa; jamás veía televisión ni iba al cine y nunca había tenido novio ni había deseado tenerlo.

Cuando Mary Horton salió por la puerta del frente se detuvo unos momentos en la escalinata, frotándose los ojos para defenderse del intenso resplandor y revisó el estado del jardín del frente. El césped necesitaba urgentemente que lo recortaran; ¿dónde se habría metido el maldito jardinero a quien pagaba para que se lo cortara los miércoles cada quince días? Ya hacía más de un mes que no aparecía, y aquella alfombra verde y aterciopelada empezaba a llenarse de hierbas. Era algo de lo más exasperante, pensó, de lo más irritante.

En el aire había una curiosa vibración, mitad sonido, mitad sensación; algo así como una especie de ligero bum, bum, bum que llegaba hasta los huesos y le indicaba, como habitante experimentada que era de Sydney, que ese día sería muy caluroso, con la temperatura de casi cuarenta grados. Los gomeros gemelos del oeste de Australia, que florecían a ambos lados de la puerta del frente, agitaban sus lánguidas hojas azules que se ponían lacias en suspirante protesta contra el azote del calor, y los escarabajos crujían y zumbaban agitadamente entre la masa sofocante de flores amarillas de las acacias. Una hilera de adelfas dobles, esa magnífica variedad de laurel, de color rojo, flanqueaba el sendero de losetas que iba de la puerta del frente al garaje. Mary Horton apretó fuertemente los labios y echó a andar por el sendero.

Entonces se inició el duelo, la lucha que se repetía todas las mañanas y atardeceres de verano. Al llegar junto al primero de los arbustos, bellamente florecido, de éste surgió una especie de aullido tan increíblemente agudo que le golpeaba los oídos hasta aturdiría.

Abajo el bolso de mano y fuera los guantes; Mary Horton se dirigió con pasos rápidos a la manguera verde cuidadosamente enrollada, abrió la llave del agua y empezó a regar las adelfas. Poco a poco el sonido se fue apagando a medida que se empapaban los arbustos, hasta que sólo quedó un «¡briiik!», en bajo profundo, que partía del arbusto más cercano a la casa. Mary agitó un puño en esa dirección con un gesto de amenaza.

– ¡Ya te arreglaré, vieja escandalosa! -murmuró apretando los dientes.

– ¡Briiik! -contestó burlonamente el maestro de coro de las cigarras.

Poniéndose los guantes y levantando el bolso, Mary se dirigió al garaje, tranquila y en paz.

Desde allí podía verse el desorden de lo que había sido el hermoso bungalow de ladrillo rojo de su vecina la señora Parker. Mary contempló la devastación con aire de reproche mientras levantaba la puerta del garaje y echaba una mirada indolente en dirección de la acera.

Las veredas de la calle Walton eran muy agradables; consistían de un estrecho sendero de concreto y de un ancho tramo de césped, cuidadosamente recortado, entre el sendero y el borde de la vereda. A cada diez metros, en ambos lados de la calle, crecía una frondosa adelfa, una blanca y una rosada, una roja y otra rosada, y así sucesivamente en grupos de cuatro, que eran el orgullo de los residentes de la calle Walton y una de las razones principales por las que dicha calle generalmente ganaba el premio en el concurso anual que organizaba el diario Herald.

Un enorme camión cargado de cemento estaba estacionado con su hormigonera que al girar perezosamente, pegaba contra una de las adelfas de la vereda de Emily Parker, mientras por un canal caía sobre el césped el cemento gris y pegajoso. La mezcla goteaba de las pobres ramas petrificadas del arbusto, corriendo y formando charcos en las depresiones del césped hasta derramarse en el sendero pavimentado.

Los labios de Mary se apretaron en un gesto de disgusto. ¿Qué diantres se le había metido a Emily Parker en la cabeza para embadurnar los costados de ladrillo rojo de su casa con esa horrible substancia? Allí, reflexionó, no había buen gusto o, mejor dicho, no había gusto del todo.

Un joven, con la cabeza descubierta, estaba de pie, a pleno sol, mirando con indiferencia la profanación de la calle Walton; desde donde se encontraba, a unos seis metros de distancia, Mary Horton lo contemplaba atónita.

De haber vivido dos mil quinientos años antes, Fidias o Praxíteles lo hubieran empleado como modelo para los Apolos más hermosos de todos los tiempos; en lugar de estar ahí, con tan soberana falta de conciencia de sí mismo, en el remanso de una calle de Sydney, para después caer en el olvido de una mortalidad inevitable, habría vivido por siempre en las frías curvas satinadas de mármol pálido, y sus ojos de piedra hubieran mirado con indiferencia por sobre las cabezas asombradas de generaciones y generaciones.

Pero ahí estaba, en medio de un montón de cemento lodoso en la calle Walton. Obviamente, pertenecía a la cuadrilla de constructores de Harry Markham, pues llevaba el uniforme del contratista, consistente en unos pantalones cortos de color caqui, cuyas piernas estaban enrolladas de tal modo que la curva inferior de las nalgas quedaba al descubierto y la pretina de la cintura se detenía en las caderas. Aparte de los pantaloncitos y de un par de calcetines gruesos de lana doblados sobre unas burdas botas de obrero, el muchacho no llevaba encima ninguna prenda; ni camisa ni chaqueta ni sombrero.