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VOINITZKII (riendo). - ¡Bravo, bravo!... ¡Todo eso resulta grato, pero nada conveniente!... Por tanto... (A Astrov.) Permíteme, amigo mío, que continúe encendiendo mis estufas con leña y construyendo mis cobertizos de madera.

ASTROV.- Podrías encender tus estufas con turba y construir los cobertizos de piedra; pero, bueno..., admito que se corten por necesidad, pero destruirlos... ¿por qué? Los bosques rusos crujen bajo el hacha, parecen millones de árboles, se vacían las moradas de los animales y de los pájaros, los ríos pierden profundidad y se secan; desaparecen, para nunca volver, paisajes maravillosos, y todo porque el hombre, perezoso, carece del sentido que le haría agacharse y extraer de la tierra el combustible. (A Elena Andreevna.) ¿No es verdad, señora?... Es preciso ser un bárbaro sin juicio para quemar en la estufa esa belleza... Para destruir lo que nosotros somos incapaces de crear... Si el hombre está dotado de juicio y de fuerza creadora, es para multiplicar lo que le ha sido dado y, sin embargo, hasta ahora, lejos de crear nada, lo que hace es destruir... Cada día es menor y menor el número de bosques... Los ríos se secan, las aves desaparecen, el clima pierde benignidad, y la tierra se empobrece y se afea. (A Voinitzkii.) Me miras con ironía, como si todo cuanto estoy diciendo no te pareciera serio... Y puede que, en efecto, sea una chifladura...; pero cuando paso ante bosques de campesinos, a los que he salvado de la tala, cuando oigo el rumor de un joven bosque plantado por mí, reconozco que el clima está algo en mis manos y que si, dentro de mil años, el hombre es feliz, será un poco por causa mía... Cuando planto un pequeño abedul, al que veo después verdear y mecerse con el viento, se me llena el alma de orgullo y... (Viendo avanzar al mozo con la copa de vodka.) A todo esto... (Bebe) ya es hora de marcharse. Esto, seguramente, es una chifladura. ¡Tengo el honor de saludaros!... (Se encamina hacia la casa.)

SONIA (siguiéndole, le coge del brazo).- ¿Cuándo vendrá a vernos?

ASTROV.- No lo sé.

SONIA.- ¿Va a estar otro mes sin venir? (Salen Astrov y Sonia. María Vasilievna y Teleguin continúan al lado de la mesa y Elena Andreevna y Voinitzkii se dirigen a la terraza.)

ELENA ANDREEVNA.- ¡Iván Petrovich! ¡Ha vuelto usted a comportarse de un modo imposible! ¿Qué necesidad tenía de excitar a María Vasilievna diciéndole eso del perpetuum mobile? ¡Otra vez hoy, durante el almuerzo, empezó usted a discutir con Alexander! ¡Eso no puede ser!

VOINITZKII.- Pero ¡si le aborrezco!

ELENA ANDREEVNA.- ¡No hay motivo ninguno para aborrecer a Alexander! ¡Es un hombre como todo el mundo! ¡No es peor que usted!

VOINITZKII.- ¡Si hubiera usted podido verle el rostro y los movimientos!... ¡Qué pereza tiene de vivir!... ¡Oh, Qué pereza!

ELENA ANDREEVNA.- ¡Pereza, sí, y aburrimiento!... ¡Todos critican a mi marido! ¡Todos me miran con compasión!... ¡Qué desgraciada! ...

¡Tiene un marido viejo! ... ¡y, oh, cómo comprendo ese interés por mí!... ¡Todos ustedes -como acaba de decir Astrov-, insensatamente, dejan perecer los bosques, y pronto en la tierra no habrá nada! ¡Pues bien... del mismo modo insensato, labran la pérdida del hombre, y pronto sobre la tierra -gracias a ustedes- no quedará ni fidelidad, ni pureza, ni capacidad de sacrificio! ¿Por Qué no pueden ver con indiferencia a una mujer que no es suya?... ¡Sencillamente porque -tiene razón el doctor- cada uno de ustedes lleva dentro el demonio de la destrucción! ¡No tienen piedad! ni para los bosques, ni para los pájaros, ni para las mujeres, ni el uno para el otro!

VOINITZKII.- No me gusta esa filosofía. (Pausa.)

ELENA ANDREEVNA.- Ese doctor, por la cara, parece cansado y nervioso. Es una cara interesante la suya. Por lo visto, le gusta a Sonia. Está enamorada de él, y lo comprendo... Durante mi estancia aquí, ya ha venido tres veces; pero, como soy tímida, no he hablado con él una sola, como es debido..., afectuosamente. Me creerá de un carácter avieso... Seguramente usted y yo, Iván Petrovich, somos tan buenos porque los dos somos aburridos y tristes... No me mire de esa manera. No me gusta.

VOINITZKII.- ¿Y cómo voy a mirarla de otra manera, si la quiero?... ¡Es usted mi dicha, mi vida, mi juventud! ¡Sé que mis probabilidades a una reciprocidad por su parte equivalen a cero; pero no necesito nada!... ¡Permítame tan sólo que la mire, que oiga su voz!...

ELENA ANDREEVNA.- ¡Cuidado! ¡Pueden oírle! (Se dirige a /a casa.)

VOINITZKII (siguiéndola).- ¡Permítame que le hable de mi amor! ¡No me rechace! ¡Esa será para mí la mayor felicidad!

ELENA ANDREEVNA.- ¡Es martirizante! (Salen ambos. Teleguin toca a la guitarra una polca. María Vasilievna anota algo en el margen del libro.)

Telón.

ACTO SEGUNDO

Comedor en casa de los SEREBRIAKOV. Es de noche. Se oye el golpeteo del guarda a su paso por el jardín.

ESCENA PRIMERA

Serebriakov, sentado en una butaca ante la ventana abierta, dormita. Elena Andreevna, a su lado, dormita también.

SEREBRIAKOV (espabilándose).- ¿Quién está ahí?... ¿Eres tú, Sonia?

ELENA ANDREEVNA.- Soy yo.

SEREBRIAKOV.- ¿Tú, Leonechka?... ¡Qué dolor más insoportable!

ELENA ANDREEVNA.- Se te ha caído al suelo la manta. (Arropándole la pierna.) Voy a cerrar la ventana, Alexander.

SEREBRIAKOV.- No. Me sofoco. Ahora, al quedarme dormido, soñé que mi pierna izquierda no era mía, y me desperté con un dolor torturante.

No...; esto no es gota. Más bien parece reuma... ¿Qué hora es ya?

ELENA ANDREEVNA.- Las doce y veinte. (Pausa.)

SEREBRIAKOV.- Búscame mañana por la mañana en la biblioteca el libro de Batiuschkov. Me parece que lo tenemos.

ELENA ANDREEVNA.- ¿Qué?...

SEREBRIAKOV.- Que me busques por la mañana a Batiuschkov... Creo que lo tenemos... Pero... ¿por Qué me dará esta fatiga al respirar?