John Varley
Titán
CAPITULO 1
—Rocky, ¿quieres echar un vistazo a esto?
—Capitana Jones para ti. Muéstramelo por la mañana.
—Puede ser importante.
Cirocco estaba ante su lavabo, el rostro cubierto de jabón. Buscó a tientas una toalla y enjugó la verdusca y pegajosa sustancia. Era el único tipo de jabón que los recicladores se tragarían.
Miró de reojo las dos fotos que Gaby le tenía.
—¿Qué es?
—Sólo el decimosegundo satélite de Saturno —Gaby no consiguió ocultar del todo su excitación.
—¿No bromeas? —Cirocco arrugó la frente mientras sus ojos pasaban de una foto a otra—. Para mí sólo es un montón de puntitos negros.
—Sí, claro. Es imposible ver nada sin el comparómetro. Es esto, ahí mismo —señaló una zona con el dedo meñique.
—Vamos a echar un vistazo.
Cirocco rebuscó en su armario y encontró un mono verde claro que olía tan bien como cualquiera. Muchos de los parches estaban desprendiéndose.
La habitación de Cirocco se hallaba en la parte inferior del carrusel, a medio camino entre las escaleras tres y cuatro. La capitana siguió a Gaby por el curvante suelo y luego arriba.
Cada peldaño fue resultando un poco más fácil que el anterior hasta que, en el eje, ambas mujeres quedaron ingrávidas. Se apartaron del anillo que rotaba lentamente y flotaron a lo largo del corredor central hasta el módulo científico: SCIMOD, en términos de la NASA. El lugar era mantenido a oscuras para facilitar la lectura de los instrumentos y estaba tan lleno de colorido como el interior de un tocadiscos tragaperras. A Cirocco le gustaba. Luces verdes destellaban y bancos de pantallas de televisión producían un siseo, un ruido blanco entre níveas nubes de confeti. Eugene Springfield y las hermanas Polo flotaban en torno al holotanque central. Sus caras estaban bañadas en el resplandor rojizo.
Gaby entregó las placas al ordenador, introdujo un programa de amplificación de imagen e indicó la pantalla que Cirocco debía contemplar. Las fotos aumentaron su definición, fueron combinadas y luego rápidamente alternadas. Dos minúsculos puntos centellearon, no muy lejos uno de otro.
—Ahí está —dijo Gaby, muy orgullosa—. Escaso movimiento propio, pero las placas sólo fueron tomadas con veintitrés horas de diferencia.
Gene llamó a las dos mujeres.
—Elementos orbitales entrando —dijo.
Gaby y Cirocco se acercaron a él. La capitana bajó la mirada y vio que el brazo masculino rodeaba posesivamente el talle de Gaby, pero apartó la vista rápidamente, notando que las hermanas Polo lo habían advertido y mostraban idéntico cuidado en no seguir mirando. Todos habían aprendido a no meterse en los asuntos de los demás.
Saturno estaba en el centro del tanque, grueso y bronceado. Habían trazado ocho círculos azules concéntricos a su alrededor, cada uno en el plano ecuatorial de los anillos. Había una esfera en cada círculo, una perla solitaria en su cuerda, y junto a las perlas aparecían nombres y números: Mnemósine, Jano, Mimas, Encelado, Tetis, Dione, Rea, Titán e Hiperión. Mucho más allá de estas órbitas se hallaba una décima, visiblemente inclinada. Era la de Japeto. Febe, el satélite más distante, no podía ser mostrado a la escala que estaban usando.
Fue trazado otro círculo. Se trataba de una elipse excéntrica, casi tangente a las órbitas de Rea e Hiperión, que cortaba en ángulo recto el círculo representativo de Titán. Cirocco la estudió, después se irguió. Al alzar la mirada vio profundas líneas grabadas en la frente de Gaby mientras los dedos de la mujer volaban sobre el teclado. Los números de la pantalla cambiaron a medida que ella introducía las nuevas órdenes.
—Estuvo a punto de chocar con Rea hace tres millones de años —indicó Gaby—. Se encuentra a salvo sobre la órbita de Titán, aunque las perturbaciones deben ser un factor. Le falta mucho para ser estable.
—Lo que significa… —intervino Cirocco.
—¿Un asteroide capturado? —sugirió Gaby, una ceja levantada en señal de duda.
—La proximidad al plano ecuatorial lo impediría —dijo una de las hermanas Polo; ¿April o August?, se preguntó Cirocco. Después de dieciocho meses juntas, seguía sin poder distinguirlas.
—Temía que te dieras cuenta de eso —Gaby se mordió un nudillo—. Pero si se formó con los otros, debería ser menos excéntrico.
—Hay formas de explicarlo —Polo se contrajo de hombros—. Una catástrofe en el pasado reciente. Sería muy fácil moverlo.
—Entonces, ¿qué tamaño tiene? —preguntó Cirocco, la frente arrugada.
Polo (August, Cirocco estuvo casi segura de que era August) la miró con aquel rostro sereno, extrañamente perturbador.
—Yo diría que dos o tres kilómetros. Quizá menos.
—¿Eso es todo?
—Dame los datos, yo aterrizaré ahí —Gene sonrió.
—¿Por qué dices “eso es todo”? —se extrañó Gaby—. Para no haber sido avistado por los telescopios lunares no podía ser mucho más grande. Lo habríamos descubierto hace treinta años.
—Muy bien. Pero has interrumpido mi baño por un maldito pedrusco. Eso apenas lo justifica.
Gaby adoptó un aire presuntuoso.
—Tal vez no para ti, pero aunque fuera diez veces menor yo insistiría en ponerle un nombre. Descubrir un cometa o un asteroide es una cosa, pero sólo un par de personas por siglo logran poner nombre a una luna.
Cirocco sacó los pies del asimiento del holotanque y se dirigió hacia la entrada del corredor. Justo antes de marcharse se volvió para mirar los diminutos puntos que seguían fulgurando en la pantalla superior.
La lengua de Bill había empezado en las puntas de los pies de Cirocco y ahora estaba explorando su oreja izquierda. A ella le gustaba eso. Había sido un recorrido memorable. Cirocco había disfrutado centímetro a centímetro y algunas de las paradas a lo largo del camino habían resultado atroces. En aquel instante Bill atormentaba su lóbulo con labios y dientes, tirando suavemente para dar vuelta a la mujer. Cirocco no se opuso.
Bill la empujó por el hombro con el mentón y nariz para que ella se volviera más deprisa. Cirocco empezó a rotar. Se sintió como un enorme y blando asteroide. La analogía le resultó placentera y quiso ampliarla, deleitarse en contemplar cómo la línea del terminador se arrastraba a su alrededor para exponer a la luz del sol las montañas y valles de la parte delantera de su cuerpo.
A Cirocco le gustaba el espacio, la lectura y el sexo, no necesariamente en este orden. Nunca había conseguido combinar satisfactoriamente las tres cosas, pero dos, como ahora, ya era un acierto.
En caída libre eran posibles nuevos juegos, tal como el que habían estado haciendo ‘sin manos’. Quedaban los pies, la boca, las rodillas o los hombros para situar al otro, y había que ser gentil y delicado; con pequeños mordiscos se podía conseguir todo, y de una manera muy interesante.
Todos acudían de vez en cuando a la sala de hidroponía. La Ringmaster disponía de siete habitaciones privadas y eran tan necesarias como el oxígeno. Pero hasta el camarote de Cirocco estaba atestado cuando había dos personas dentro y, además, se hallaba en la parte inferior del carrusel. Un acto amoroso en caída libre, y uno se da cuenta de que una cama puede ser tan restrictiva como el asiento trasero de un chevrolet.
— ¿Por qué no te vuelves un poco hacia aquí? —preguntó Bill.
—¿Puedes darme un buen motivo?
El indicó uno y ella le ofreció un poco más de lo que había pedido. Luego Cirocco se encontró con un poco más de lo que ella había requerido, pero, como siempre, Bill sabía lo que hacía. Cirocco cerró las piernas en torno a las caderas del hombre y le dejó hacer el movimiento.