La inauguración había sido espectacular. Había presencias sorprendentes, incluso gente fina, de esa que Brinco era consciente de que miraba hacia otro lado para no saludarlo por la calle. Y todo fue asombro, pasmo, cuando entraron en la terraza cubierta, con la gran columna cilíndrica y transparente llena de colibríes en vuelo suspenso alrededor de la serpiente de flor de la buganvilla. Y en el reservado, donde había lugar para el juego de naipes, pero sobre todo para una apuesta exótica que al principio causó sensación en hombres y mujeres. Un acuario en el que competían pequeños peces guerreros. Los dragones rojos. Una especie de animador, con chaqueta de raso brillante, iba reponiendo los muertos despedazados y cantando las apuestas. Y en el escenario, con el Chevrolet Eldorado de fondo escenográfico, con la chapa más refulgente que el raso del animador, un show anunciado como el verdadero cabaré Tropicana.
Pero algo estaba fallando, en medio del bullicio. Brinco preguntó por Leda varias veces, hasta que envió a Invernó a buscarla al Ultramar. Ella acudió. Se disculpó por el retraso. Asuntos domésticos. Y su llegada no pasó inadvertida, con ese aire genuino de la elegancia peligrosa, y a Brinco le cambió aquella cara de andar buscando un diente caído. Hubo, sí, una ausencia comentada, en especial en los círculos menos informados. ¿Y Mariscal? Pero ni Víctor Rumbo ni sus allegados se hicieron esa pregunta. El Viejo no gustaba de aglomeraciones. Andaría por ahí, flotante, el ojo panóptico, calculando el momento en que el vacío demandaría su voz.
Leda no volvería nunca al Vaudevil. Brinco se dio cuenta muy pronto de que ella eludía cualquier conversación sobre ese asunto. Había decidido que no existía. Y para él, por el contrario, aquel gran letrero de neón azul, con la mascota de la calandria rosa pestañeando en arco, por encima de las letras, fue alcanzando una fuerza hipnótica. Se veía allí, el letrero, en la ladera, y desde cualquier punto del valle, enfrentándose a la hosca noche del mar.
La marea de señoritos pronto desapareció del Vaudevil. Entre los socios, sólo el abogado Mendoza se dejaba ver de vez en cuando. Por fidelidad. Le gustaban las tías y tenía la oportunidad de follar gratis. Aunque más concurrido, la clientela del Vaudevil acabó siendo la habitual de los locales de alterne de la zona. Jóvenes de juerga. Viejos solitarios con pasta. La gente del contrabando, reconvertidos a la farlopa. Sobre todo los días gloriosos que seguían a una gran descarga.
– ¿Quién es ése? ¿Belvís? No me jodas. Pero ¿a ése no le andaba el viento por las ramas? ¿Cuándo salen las maraqueras?
Sí, es Belvís, el ventrílocuo, el hombre orquesta, con su compañero el Pibe. Los fines de semana» Víctor Rumbo seguía programando actuaciones. Ya nada de aquellas bombas de los primeros tiempos. Ahora lo normal, alguna veterana melódica, seguida de una pareja con número erótico. Un día vio a Belvís. Bajaba del autobús, en el crucero del Chafariz. Iba con una maleta. Él paró el Alfa Romeo y le dijo: «¡Sube, Fenómeno!». Y Belvís contento, porque le llamó Fenómeno y porque siempre le gustaron las máquinas veloces.
– ¿Qué fue de Charles Chaplin? -preguntó Brinco.
Belvís lo miró con sorpresa. La verdad es que ése era el modo natural de mirar de Belvís.
– ¿El Pibe? El Pibe está ahí, en la maleta. Él estar está mejor en Conxo. Tiene más conversación. Pero también hay que salir algo por el mundo.
Y entonces se lo soltó así, de la forma en que hablaba Brinco:
– Pues prepárate. Hoy es sábado. Esta noche actuáis en el Vaudevil.
Así que ahí entra en el escenario Belvís con su maleta. Saluda con una reverencia al Chevrolet Eldorado. No porque esté actuando, sino porque le parece una nave maravillosa con una calandria en el morro. Abre la maleta. Saca al Pibe. Y se sienta en el taburete. Por vez primera mira a la gente. Se da cuenta del bullicio. Porque la mayoría de la gente no le presta atención. Espera que aparezcan las maraqueras. Al fondo hay una gran barra. La mayoría son clientes solitarios de pie, calentando el hielo. Con ojos de cetreros. Estudiando el terreno. Pero también hay una pandilla que ríe y habla en voz alta, por completo desentendida de la presencia de Belvís y el Pibe. Sólo presta atención alguna de las parejas en el segundo círculo de mesas, el más próximo al escenario. Belvís busca a Brinco. Estaba allí, en la esquina, cuando lo empujó al escenario. Antes le había presentado a una joven de ojos muy grandes, que se llamaba Cora. Y él le presentó el Pibe a Cora. En realidad, eran unos ojos grandes para comenzar la panorámica. Pero ahora no hay nadie. Ni Brinco ni Ojos Grandes. Quien está en la esquina es Invernó. El eterno vigía.
– Gracias por su brillante indiferencia -dijo al fin Belvís al público-. Les presento a Carlitos el Pibe. Un intelectual.
– ¿Puedo contar una historia, che?
– Claro, Pibe. Es lo que espera todo el mundo… y que acabes cuanto antes. Es gente muy importante. No puede perder el tiempo con tu inteligencia.
– Pues mira. El otro día escuché una conversación. Sin querer, ya sabes vos que yo escucho sin querer. Esto fue aquí, en Brétema, bueno, tal vez no. El caso es que un tipo le dice a otro: Mira, jefe, no sé qué hacer. El juez me dio a elegir entre un millón de pesetas o un año de prisión. Y entonces el otro le dijo: Hombre, no sé por qué lo dudas. ¡Quédate con la pasta!
– La gente es maravillosa, Pibe. Recuerdo siempre un local como éste, lleno de malavos y pindongas…
– Pero ¿sabes lo que acabas de decir, che?
– ¿Ofendí a alguien?
– ¡Claro! Discúlpate con el dueño. Éste no es un local. ¡Es un club!
– Fíjate en mí también, Pibe.
– No, mejor que en vos no me fije -dijo el muñeco, mirando de lado al ventrílocuo y pegando un pequeño salto-. Me llega con la mano. ¡Ya me coges por ahí, cabrón!
Y fue entonces cuando el Pibe pasó a observar en panorámica, con parsimonia, a aquel público que al fin había reído algo.
– Pero ellos… ¡Viste, viste, che! Ellos están hechos a imagen y semejanza de Dios. ¡Fíjate, fíjate! ¡Qué bromista, el Ser Supremo! ¡Debió quedar recontento!
– Así es. Todos a su imagen y semejanza, Pibe. Eso dice la Biblia.
Y el Pibe buscó y encontró a alguien especial para quien mirar. Un tipo que parecía una caricatura del malhumorado. Le salía una mata de pelos en cada ventana de la nariz que le hacían las veces de bigotito. Muy pobladas, de cornisa, las cejas, tapando unos ojos de ratón. Cada una de las arrugas lucía como cicatriz. Apretaba los dientes, a punto de gruñir. Sentada a su lado, muy seria, una chica. Es a ella a quien se dirige el Pibe.
– Decime, querida, ¿cómo te sentís cuando tomas asiento al lado de Dios? ¿Qué experimentas vos?
La pareja se ríe, sobre todo el hombre. Pero en el grupo del fondo, ajeno hasta entonces al espectáculo, hay un malestar ebrio. Invernó los conoce. Uno de ellos es Lele Toen, uno de los machotes de Carburo, el hombre de confianza de Mariscal. El otro es Flores, a quien llaman el Licenciado. Anda estos días por aquí. Un huésped mexicano de Macro Gamboa. Sabe que es mejor dejarlos. Ya se cansarán. Ya se irán a otro gallinero.