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Gente de oficio, bien adiestrada. El trabajo de una Oficina.

Brinco había calculado mal los tiempos. Pensaba que tenía margen para los dos tercios. Pero mientras enviaba mensajes tranquilizadores, ya la Oficina se había puesto en marcha.

Lo empujaron hacia dentro. El tipo de la escopeta se quedó abajo, en la nave, custodiando a Invernó después de amarrarlo. Los dos perros, el pastor alemán y el dóberman, yacían muertos. Parecía poca sangre para tanto silencio.

Los otros dos fueron con él, con Brinco, uno delante y otro detrás, escaleras arriba hasta el despacho. Miraron los relojes. Tal como le ordenaron, marcó un número de teléfono.

– ¿Diga? Aquí Milton.

Quien hablaba subrayó el nombre a propósito. No fuera a ser que a su interlocutor se le escapase otro. El mismo que repicaba en la cabeza de Víctor Rumbo.

– Milton, éstas no son maneras.

Uno de los asaltantes, situado a sus espaldas, lo apresó de repente por el cuello con una especie de alambre. Sintió que penetraba en la piel. Que hacía surco. Víctor, dolorido, hizo un movimiento instintivo de resistencia.

Balbuciente, golpeó con los codos, pero el asaltante que tenía enfrente le puso el cañón del arma entre las cejas. El otro aflojó. Y el que apuntaba le ordenó de nuevo atender el teléfono.

– Ah, material musical. Una cuerda de piano. Regalo de la casa. De lo mejor para afinar. Son profesionales. Tú también eres un profesional. Ya está.

Brinco pasó la mano libre por el cuello. La sensación de que un filamento invisible seguía ceñido. La huella digital de la sangre.

– Escucha, Milton. Tuvimos problemas con el socio. El hombre que iba a hacer el pago era de confianza. Nunca había pasado esto. Perdió la cabeza.

– Claro, claro. De eso se quejan allá. No quieren que se repita. Nosotros tratamos con gente seria, no con chichipatos de las esquinas.

– Estaba averiado de los cascos. Ayer se ahorcó. Puedes comprobarlo.

– No nos montes vídeos. Es una historia muy triste. Mejor no la airees más. Tapa el agujero y en paz. Tienes con qué.

– De acuerdo, de acuerdo… Se mató, ya lo sabes. Creo que fue mía la culpa. Le apreté las tuercas y…

– El mundo es un valle de lágrimas. ¿Para qué andar con una lápida al cuello? Voy a despedirme. Este es un teléfono público. Y viene gente. Pórtate como un man, ¿vale?

Brinco miró de refilón el reloj del despacho.

– Tienes razón, Milton. No hay que ahogarse en un vaso de agua. Voy a atender a estos caballeros como se merecen.

Colgó. Se llevó otra vez la mano al cuello. Respiró hondo.

– Bien, vamos a arreglar esta deuda, afinador. ¿Habéis matado a los perros, verdad? Pues justo debajo de la caseta de los perros hay un zulo con pasta.

Salieron del despacho. La nave estaba desierta. Comenzó a elevarse el portalón metálico. Los dos sicarios no tuvieron tiempo de preguntarse qué estaba pasando. Chumbo, Inverno y media docena de tipos armados con automáticas los rodearon, desarmaron y derribaron para atarlos.

– ¿Dónde está el de la escopeta?

– Está ahí dentro, tomando el fresco -dijo Invernó señalando una de las cámaras frigoríficas.

Brinco rebuscó en el bolsillo del que lo había agredido. Encontró lo que buscaba.

Tensó con las manos la cuerda del piano.

– ¿Sabes? Antes sentí un placer especial. Algo que nunca había sentido.

Milton decidió hacer esa llamada reservada para una situación límite.

Si la felicidad es ir del frío al calor, él había viajado en sentido contrario. De un sudor caliente, el de la atmósfera de la cocina del restaurante de un gran hotel, y también el de la euforia de quien tiene poder de intimidación y lo ejerce, al sudor frío de quien presiente un grave desarreglo en el orden en que vive. De chaval, él había vivido en Moravia, en un poblado levantado sobre una montaña de basura. Creció encima de los restos y desechos de los barrios ricos de Medellín. Allí el suelo del hogar desprendía por las grietas un olor pegajoso, el metano que emana de la descomposición. Los sentidos aprenden. Descartan el olor dominante para percibir el resto. Pero llega un día en que el metano arrasa con todos los olores laboriosamente construidos. Y arde el poblado. Arde Moravia.

Por eso él tomaba decisiones rápidas, un «¡Hágale!», cuando le llegaba un olor a metano. Como ahora. Tenía un teléfono en la cocina, ese al que estuvo atento en las últimas horas. Decidió seguir todas las cautelas. Se quitó la vestimenta de jefe de cocina, se puso una funda y una chaqueta. Metió el cargador en la automática.

– Vuelvo ahora. Presten atención al teléfono. No se me duerman.

Hizo la llamada desde una cabina pública, en una plazuela contigua al Corunna Road Rest VI. No sabía quién era Capicúa, pero sí sabía que funcionaba. Respondió. Sí, señor. Aquí Milton. Desde Madrid, sí. Era un caso de emergencia. Había perdido la pista de unos hombres que envió a Galicia. Eran sus mejores arcángeles, eso no lo dijo. Iban a cobrar una deuda. Un trabajo de Oficina. Habían quedado en llamar. Un plazo límite de doce horas. Pero ya llevaba día y medio sin noticias de ellos. ¿El deudor? Grupo Brinco. En Brétema.

Ahí notó un silencio. No sabía muy bien a qué olía aquel silencio, porque en su cabeza dominaba ahora el metano.

Recibido. Gracias por la información. Ante todo, mucha calma. Ningún ruido.

En el hall del hotel, un recepcionista lo alertó con un ademán, salió del mostrador y fue hacia él apresurado.

– ¡Jefe! Llamaron aquí, a recepción. Una llamada extraña. Dicen que dejaron el piano en la puerta del almacén.

– ¿El piano?

– Eso dijo. Nada más. Un piano para Milton.

Sí. Todo aquello tan limpio. El olor era a metano.

– ¡Llama a cocina! Que vengan todos los hombres a la entrada del almacén. ¡Con las herramientas!

El acceso al almacén era por un callejón que se abría en patio al llegar a la parte trasera del hotel. El grupo de hombres de Milton tomó posiciones en ese espacio, también a la entrada de la calleja. Lo único que había en el medio, depositada en el suelo, era una caja de embalaje. El agua escurría por las juntas de las tablas. Dos metros de largo y medio de ancho, más o menos. Todo lo que necesita un hombre que viene en hielo para devolver una cuerda de piano.

Invernó se comunicaba con Chumbo por medio de un walkie-talkie. Ocupaba una posición de sombra en la puerta al mar del pazo de Romance. Centinela protector de Leda y Santiago. El niño nadaba, o jugaba a nadar, con unas gafas de bucear. El agua, por la cintura. Cada inmersión iba seguida de una fiesta de gritos y gestos para llamar la atención de la madre.

Leda lo observaba. Correspondía. Estaba allí sola, sentada en una toalla sobre la arena, vestida con una camiseta estampada que parecía convocar toda la brisa de la playa.

En una barca amarrada al antiguo embarcadero, vestido con ropas de mar, simulando ser un pescador que preparaba las nasas, tenía su puesto Chumbo. Con un Winchester a mano, disimulado en la cubierta.

Había otras dos personas ocultas, pero que figuraban en aquella obra en marcha. Malpica y Mará, en una duna, tras la pantalla de herbal del barrón. Las noticias, todavía imprecisas, de ajuste de cuentas en el círculo de Brinco los habían llevado allí, a aquella posición oblicua, con la esperanza de que el lugar idílico del pazo de Romance fuese un imán para la trama. Pero el capo no estaba a la vista.

Mará murmuró con ironía a Fins: «Todo el mundo pendiente de la dama de los naufragios».