– ¿Quién soy yo? ¿Quién?
Fue recorriendo los rostros. Pasando revista. Algunos lo miraban de refilón, con temor o distancia. Pero nadie dijo nada. Sólo se oía el roer del fuego en las hendiduras, su forcejeo con la resistencia umbilical de hiedras y muros.
Leda salió de la escuela descalza, con los pies, los brazos y el rostro tiznados. A un gesto de Mariscal, Carburo se acercó a ella y recogió la maleta. Alguien, al fin, se aproximó a auxiliar a Malpica, recostado en un muro, taponando la herida con la mano. Leda lo miró al pasar. Sólo un momento. Nueve dedos. Una ausencia.
– ¿Queda alguien ahí dentro? -pregunta Mariscal.
– Nadie.
Mariscal atravesó la barrera de gente. Parecía andar con dificultad, apoyado en el bastón, pero eso sólo al principio. Cuando Leda se le acercó, él le pasó la mano por la mejilla tiznada, con el mimo de un retratista, y luego la abrazó por el hombro.
– ¡Vamos, nena, vamos!
Detrás marchaba Carburo con la maleta. Mariscal miró de reojo a su sombra.
– ¿Qué llevamos ahí?
– Nada -dijo Leda-. Cosas mías. Sólo recuerdos.
Y Mariscal murmuró:
– ¿Recuerdos? Entonces sí que pesa.
Manuel Rivas