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Prosiguieron en silencio, hasta que Kincaid levantó la vista y frunció el ceño.

– Lo último parece de hace una semana.

– ¿Has encontrado algo en el salón?

Él sacudió la cabeza.

– No.

– ¿Crees que ha dejado de escribir porque sabía que iba a morir? -aventuró Gemma.

– ¿Alguien que ha tenido toda su vida la costumbre de escribir sus pensamientos? Me parece improbable.

– ¿O acaso -prosiguió Gemma, despacio- han desaparecido?

***

Se sentaron en el jardín de Freemason's Arms, a comer pan moreno con queso y encurtidos y beber cerveza. Tuvieron que esperar para sentarse en una de las mesitas de plástico blanco, pero creyeron que valdría la pena, tanto por el sol como por la vista, a través de Willow Road, del parque.

Toby había destrozado un panecillo de queso blando y casi todas las patatas chips de su ración, y se había sentado en la hierba, a sus pies. Sacaba cosas del bolso de Gemma, murmurando para sí el inventario: «llaves, palo, caballo de Toby», y sacó un maltratado caballo de peluche para inspeccionarlo. Kincaid pensó tristemente en la lista de los efectos de un muerto, luego apartó la idea de su mente. Cogió una patata del cestito de Toby y se la tendió.

– Toma, Toby, para los pájaros.

Toby miró a Kincaid y a los gorriones que picoteaban en la hierba.

– ¿Pajaritos? -dijo, interesado, y se lanzó hacia los gorriones, con la patata extendida delante de él como un estoque. Los pájaros levantaron el vuelo.

– Mira lo que has conseguido -dijo Gemma, riendo-. Se va a frustrar.

– Es bueno para su desarrollo emocional -replicó Kincaid con sorna, luego le sonrió-. Lo siento.

Le gustaba ver a Gemma de esa forma, relajada y desenfadada. En el trabajo estaba a la defensiva, y más de una vez la había acusado de hablar antes de pensar las cosas.

También sabe llevar bien a Toby, pensó, está atenta pero no lo mima. Observó cómo devolvía al niño al redil y lo sentaba en la hierba a sus pies. Puso un trozo de pan en la hierba a unos pasos de Toby.

– Toma, mi vida. Si no te mueves, a lo mejor vienen.

El sol le había enrojecido el puente de la nariz y oscurecido las pecas sobre la piel clara. Ella se dio cuenta de la mirada escrutadora de Kincaid, levantó la vista y se sonrojó.

– Deberías llevar una pamela, como las muchachas victorianas.

– Vaya, hablas como mi madre: «Te van a salir ampollas, Gem. Hazme caso o cuando tengas treinta años parecerás un obrero» -la imitó y levantó la cara al cielo azul-. De todas formas, no durará este tiempo.

– No.

No, pero él podría quedarse allí mientras durase, sin pensar, escuchando a los gorriones y el rumor del tráfico de East Heath Road, observando cómo el sol arrancaba destellos dorados del cabello de Gemma.

– Duncan -el tono de Gemma era más cauto de lo normal y Kincaid se incorporó y la miró de reojo mientras daba un sorbo a su cerveza-. Duncan, dime por qué no crees que Jasmine se suicidara.

Él apartó la vista, cogió un pedazo de pan del plato y se puso a desmigarlo.

– Crees que me lo estoy inventando todo para salvar mi vanidad herida. Tal vez sea así. -Se inclinó hacia delante y volvió a buscar sus ojos-. Pero es que no puedo creer que no haya dejado nada, ni un mensaje, ni un indicio.

– ¿Para ti?

– Para mí. O para su amiga Margaret. O para su hermano. -La duda que percibió en los ojos de Gemma lo pusieron a la defensiva-. La conocía, ¡maldita sea!

– Estaba enferma, se moría. La gente a veces no es racional. Quizás quería que pensarais que había sido natural.

Kincaid se irguió, vehemente.

– Sabía que Margaret no podía creerlo. Al menos después de lo ocurrido entre ellas.

– Según Margaret.

– Punto a tu favor. -Se pasó la mano por el revoltoso cabello-. Pero aun así…

– A ver -atajó Gemma, sonrojándose entusiasmada ante la idea de hacer de abogado del diablo-, dices que no crees que muriera mientras dormía porque habría pasado el cerrojo, pero ¿y si se sintió mal y se echó pensando que descansaría un momento…?

– No, era demasiado… compuesta. Todo era demasiado perfecto.

– ¿Y no pudo apagarse durante la tarde, perder la conciencia antes de darse cuenta de lo que ocurría?

Kincaid sacudió la cabeza.

– Ni la luz, ni la tele, ni un libro abierto sobre el pecho, ni las gafas de leer. Gemma -se encogió de hombros con brusquedad, incómodo-, creo que ha sido eso lo que me ha preocupado desde el principio, incluso antes de que llegara Margaret y me echara el jarro de agua fría con el pacto del suicidio. Era casi como si la hubieran preparado. -Hizo esta última observación con cierta timidez, mirándola de reojo para sopesar su reacción. Al ver que ella no tenía intención de ridiculizarlo, añadió-: la ropa de cama no estaba arrugada en absoluto.

– Todo eso concuerda con el suicidio -dijo Gemma, y su tono suave hizo sospechar a Kincaid que le tomaba el pelo.

– Supongo. -Estiró las piernas por debajo de la mesa y la miró por encima de su cerveza casi vacía-. Ya sé que piensas que estoy loco.

Gemma se limitó a arquear las cejas. Recogió a Toby, que se empezaba a agitar, y lo hizo saltar sobre sus rodillas hasta que se echó a reír.

– ¿Y si los resultados de la autopsia son positivos? -dijo entre botes-. El juez de instrucción estará seguro de habérselas con un suicidio. No hay pruebas para abrir una investigación.

– ¿Ausencia de notificación de intencionalidad escrita o verbal?

Gemma se encogió de hombros.

– Muy cogido por los pelos. Y la historia de Margaret se usará para avalar el suicidio, no viceversa.

Kincaid observó una cometa que volaba sobre el parque y no respondió. Margaret. Una cosa sí había. ¿Por qué debería tomarse la versión de Margaret tan al pie de la letra? El día antes estaba demasiado conmocionado y exhausto para cuestionar nada, pero se le ocurrió que Margaret no podía haber inventado una historia mejor para que se pensara que Jasmine se había suicidado, y que además la absolvía de toda culpa por no haber intervenido.

– Ya estás poniendo esa cara -lo acusó Gemma-. ¿Qué estás tramando?

– Bueno. -Kincaid apuró su cerveza y se irguió-. Me gustaría charlar un poco con el abogado de Jasmine, pero no tengo esperanzas de verle antes del lunes.

– ¿Qué más? -dijo Gemma, y Kincaid pensó que estaba, inexplicablemente, muy satisfecha de sí misma.

– Hablar con Margaret. Tal vez volver a hablar con Theo.

– ¿Y los cuadernos?

Por un momento, a Kincaid le pasó por la cabeza pedir ayuda a Gemma, pero la rechazó al instante. Era una tarea que no podía compartir.

– Les echaré un vistazo.

Pasearon de vuelta a Carlingford Road, con Toby de la mano mientras le hacían volar por la acera.

– ¿No damos un paseo por el parque, entonces? -preguntó Kincaid, pues había visto que Gemma echaba un vistazo a su reloj más de una vez.

Gemma sacudió la cabeza.

– Mejor que no. Le he prometido a mi madre que iríamos a verla, dice que no vamos nunca.

Kincaid percibió una pizca de preocupación o de gravedad, y recordó su voz aquella mañana al teléfono. Probablemente algún hombre, pensó, y se dio cuenta de lo poco que sabía de la vida de Gemma. Sólo que se había divorciado al poco de nacer Toby, que vivía en una casita adosada en Leyton, que había crecido e ido a la escuela en North London, nada más. Él ni siquiera había estado en Leyton, siempre pasaba ella a recogerlo o se veían en el trabajo.

De repente, le asombró el alcance de su propia miopía. Pensó en ella como una mujer de confianza, atractiva, inteligente, a menudo obstinada, con un don especial para hacer que la gente se sintiera a sus anchas en una entrevista. Nunca había mirado más allá de las cualidades que la hacían valiosa como ayudante. ¿Se vería con alguien?, lo pensó con una punta de irritación no identificada. ¿Se llevaría bien con sus padres? ¿Cómo serían sus amigos?