– Lleva desde ayer sin comer nada. He pensado que podría prepararle usted unos bocadillos… -Kincaid acompañó la última frase con un arqueamiento de las cejas, máximo intento de persuasión del que fue capaz.
La señora Wilson abrió la boca para negarse, pero se detuvo y miró a Kincaid, reflexionando. Las ganas de cotillear se debatían con su natural inclinación por hacer el mínimo esfuerzo por los demás, y la malicia triunfó sobre la pereza.
– Bueno, a lo mejor algo tengo, pero no quiero que coja confianzas, sabe usted. -Se levantó de su asiento e indicó con la cabeza la silla vacía-. Siéntese. -Prosiguió por encima del hombro mientras abría la nevera-. ¿El fallecido era hermano de su madre o de su padre?
– El hermano más joven de su madre, en realidad no mucho mayor que Margaret -inventó Kincaid-. Se querían mucho.
La señora Wilson hablaba dando la espalda a Kincaid mientras cortaba algo que él no podía ver.
– Ningún pariente ha venido a verla desde que está aquí. Parece huérfana.
– Bueno, al menos tiene a su novio que la cuida -soltó Kincaid.
– ¡Ése! -La señora Wilson se volvió y miró fijamente a Kincaid con malicia-. Ése no ha cuidado a nadie más que a sí mismo en su vida, que se lo digo yo. Más bien es un gorrón. -Volvió a rebanar-. Todo en beneficio propio, de eso no hay duda. Y lo que no sé es lo que ve en ella -levantó los ojos hacia el techo. Se secó las manos en el delantal y le presentó a Kincaid un plato de bocadillos aplastados, pero de aspecto comestible, de jamón y tomate.
– ¿Va bien así?
– Ya lo creo, gracias.
Al acabar la tarea, la señora Wilson no parecía querer dejarle ir así como así. Encendió otro cigarrillo y apoyó la cadera en el borde de la mesa. Kincaid apartó la vista de sus muslos y volvió a acomodarse en la silla.
La señora Wilson siguió el hilo de sus pensamientos:
– Yo ya le he dicho a ella que no lo quiero por aquí, que no duerma. Me da mala fama a la casa, ¿no le parece?
Kincaid supuso que era una pregunta retórica, pero respondió, reconciliador:
– No creo que nadie piense mal, señora Wilson.
La señora Wilson cambió un poco entonces, y se inclinó hacia él, con complicidad.
– Ella se cree que no sé lo que pasa, pero yo lo sé. Le oigo bajar las escaleras a cualquier hora de la noche, como un ladrón. Y también oigo las peleas -una pausa mientras inhalaba y mandaba una nube de humo en dirección a la cara de Kincaid-, bueno, sobre todo los gritos de él y los lloriqueos de ella de cordero degollado. ¡Maldita tonta! -La señora Wilson lanzó una risa desdeñosa-. Supongo que lo aguanta porque no cree poder encontrar nada mejor.
Qué bruja tan caritativa, pensó Kincaid, y le sonrió.
– Entonces no creo que le sea de mucho consuelo en un momento como éste.
– Desde luego, no ha venido a consolarla. Desde… -La señora Wilson entornó los ojos, apuró el cigarrillo y lo tiró en el cenicero de lata-… desde el jueves, creo, por la tarde. Salió de un humor de perros. Casi tira la puerta abajo. Pero luego -se asentó con todo su peso mientras pensaba y la mesa crujió en protesta-, el jueves por la noche es la Noche de las Mujeres en el pub y salí cuando cerraron. Si volvió más tarde, estuvieron muy calladitos.
Kincaid decidió que, de momento, había agotado la información de la señora Wilson y su propia paciencia. Se levantó y recogió los bocadillos.
– No quiero que se estropeen, mejor que vaya a ver cómo está Margaret. Apreciará mucho su ayuda, señora Wilson. Ha sido muy amable.
– Ya ve -dijo ella, y agitó los dedos, coqueta, en señal de despedida.
– Ha habido éxito -dijo Kincaid cuando Margaret lo dejó pasar de nuevo. En su ausencia, había hecho la cama y ordenado la ropa, se había peinado y se había puesto un poco de pintalabios rosa. Su sonrisa era menos desconfiada, y él pensó que aquel rato a solas le había devuelto cierta compostura.
Margaret abrió mucho los ojos al ver el plato de bocadillos.
– ¡No puede ser! Lo máximo que hace es prestarme una bolsita de té.
– He apelado a sus mejores instintos.
– No sabía que tuviera -rio Margaret mientras le cogía la bandeja a Kincaid. Luego se quedó helada, con la cara trastornada por la angustia-. ¿No le habrá dicho que…?
– No. -Kincaid rescató el plato vacilante y lo dejó en la mesa-. He dicho un montón de mentiras. Has perdido a tu tío favorito, el hermano más joven de tu madre, por si te pregunta.
– Pero si no tengo… -Su cara se iluminó-. Ah, claro. -Le sonrió-. Creo que hoy estoy un poco espesa. Gracias.
– En parte será el hambre, supongo. Come algo. -La tetera eléctrica silbó. Dos tazones con sus bolsitas de té aguardaban al lado. Kincaid sirvió el té e instaló a Margaret en el sillón, levantó la ventana de guillotina y se apoyó en el alféizar. Margaret empezó un bocadillo y él dijo:
– Sería mejor que me hablases de tu familia, después de todas las horribles cosas que me he inventado.
– Woking -dijo Margaret con la boca llena de jamón y tomate. Tragó y volvió a intentarlo-: Dorking, perdón, no me había dado cuenta de que estaba tan hambrienta. -Mordió un trozo más pequeño y masticó-. Soy de Dorking. Mi padre tiene un garaje. Yo le llevaba las cuentas, me ocupaba de muchas cosas.
A Kincaid no le costó imaginarla dirigiendo un mundo familiar, más pequeño, aunque en Londres parecía muy vulnerable.
– ¿Qué pasó?
Margaret se encogió de hombros y se secó las comisuras de los labios con un dedo.
– Que nada cambiaba. Me veía veinte años viviendo parte de la vida de los demás. El trabajo de mi padre, los hijos de mi hermana…
– ¿Cómo se lo tomaron?
Margaret sonrió, burlándose de sí misma.
– Yo soy la fea, nunca pensaron que yo quisiera nada diferente. Me tenía que conformar con los estúpidos cumplidos de los clientes de mi padre, con ser la tía Meg y cuidar a los niños de Kath cuando ella tuviera otra cosa mejor que hacer.
– Se pusieron furiosos -aventuró Kincaid, con una mueca, y Margaret le devolvió la sonrisa, un poco a su pesar.
– Sí.
– ¿Cuánto hace?
Margaret acabó el último bocadillo y se chupó los dedos, luego se los secó en los pantalones del chándal.
– Hace ya dieciocho meses.
– ¿Y no ha venido nadie a verte en todo este tiempo?
Ella se sonrojó y dijo con ardor:
– Esa lengua viperina. Seguro que tiene una lista con todo el mundo que… -Margaret se cogió la cabeza entre las manos y se inclinó hacia delante-. ¿Qué más le dará a ella? Me estoy mareando.
Demasiada comida, pensó Kincaid, ha comido con demasiada rapidez sobre el estómago vacío.
– Baja la cabeza, se te pasará. -Vislumbró un trapo usado y una toalla dobladas en un estante encima de la cama.
– ¿Dónde está el baño? -preguntó a Margaret.
– En el descansillo de abajo -contestó ella, con la cara presionada contra las rodillas.
Kincaid llevó la toalla al piso de abajo y la mojó con agua fría. Cuando volvió Margaret levantó la cabeza sólo lo suficiente para presionarse la toalla contra la cara. Él se acercó incómodo a la ventana, envidiando la habilidad de Gemma para atender necesidades prácticas.
La vista -un pequeño jardín lleno de malas hierbas con un par de monos de trabajo enormes colgados de una cuerda- no mantuvo su atención mucho rato. Al volverse hacia la habitación, Kincaid se fijó en las pocas pertenencias de Margaret. En la mesa había un plato con un puñado de bisutería y unos cuantos botes de cosméticos y lociones. Junto a la placa del gas, un plato y un tazón desconchados, una sartén y algunos cubiertos. Todos los utensilios eran como de segunda mano, los más baratos que se compran la primera vez que uno se va de casa. En el estante de encima de la cama había una radio, unos libros muy manoseados y una fotografía enmarcada.