El comandante lo miró fijamente a un paso de un violento silencio, luego dejó la jarra de cerveza con tanta fuerza que se desbordó.
– ¿Y no podía dejarla tranquila? ¿Qué le importa a nadie si una pobre alma se pone las cosas un poco más fáciles?
Kincaid se encogió de hombros.
– Nada, comandante, y yo lo habría pasado por alto, si no hubiera nada más, pero algunas cosas no eran coherentes con el suicidio, y ahora estoy seguro de que su muerte no ha sido natural. Tengo el informe de la autopsia.
– ¿Qué cosas? -preguntó el comandante, al tiempo que retenía la afirmación fundamental.
– Jasmine tenía intención de suicidarse, eso lo sabemos. Pidió a su amiga Margaret que la ayudara, pero luego le dijo que se sentía diferente y que lo había pensado mejor. No dejó notas ni explicaciones. Sin duda, lo hubiera hecho por Margaret. Además -Kincaid hizo una pausa lo bastante larga para dar un sorbo a su cerveza-, había quedado con su hermano, a quien no veía desde hacía seis meses, justo mañana.
El comandante asentía a cada punto, pero cuando Kincaid terminó, dijo:
– No puedo entender que nadie le haya hecho daño a la pobrecilla. No iba a durar mucho.
Sus ojos azules eran sorprendentemente penetrantes en la cara redonda.
La camarera llegó con sus platos, con lo que le dio así a Kincaid una prórroga. El comandante roció sus patatas con vinagre, luego echó salsa HP en la tortilla. Kincaid arrugó la nariz cuando le llegó el aroma del vinagre. Costumbres de solterón, pensó. Dentro de unos años él haría lo mismo.
– ¿Qué le parece, comandante? Usted la conocía, tal vez mejor que yo.
El comandante cortó un poco de huevo con el tenedor y la pasó por el baño de salsa marrón de su plato.
– No puedo decir que la conociera bien, en realidad. Sólo hablábamos de -se metió el tenedor con el trozo de tortilla y patatas en la boca y prosiguió- cosas cotidianas. El jardín, la televisión. A Margaret no la conozco, pero la veía entrar y salir, y a veces salía a las escaleras a saludarme cuando yo estaba en el jardín. Una chica simpática, no era como Jasmine. No quiero decir -se corrigió- que Jasmine no fuera simpática, pero era más suya, ya me entiende.
Como sorprendido por su propia falta de tacto, apartó la vista de Kincaid y se concentró en su cena.
La máquina exprés silbó y borbotó como un monstruo subterráneo mientras Kincaid daba un mordisco a su tortilla.
– ¿Alguna vez ha visto a Margaret venir con alguien? ¿Un novio?
El comandante frunció las cejas y sacudió la cabeza.
– No creo.
Kincaid pensó que de Roger se acordaría.
– ¿Ha visto alguna vez a Theo, su hermano?
– No que yo recuerde. No recibía muchas visitas, a no ser la enfermera en los últimos meses. Que por cierto -se inclinó para confiarle algo mientras recogía el último trozo de tortilla con patatas-, está de muy buen ver.
Kincaid advirtió divertido que la pasión del comandante por las plantas no se extendía a la comida; la mayor parte del acompañamiento de berros y pepino habían quedado abandonados en el plato.
– ¿Qué me dice del jueves por la noche? ¿Alguien fue a visitarla, que usted sepa?
– No estaba. Los jueves no estoy, tengo el coro.
– ¿Canta usted? -preguntó Kincaid. Apartó el plato vacío y se inclinó hacia delante, con los codos sobre la mesa.
– Desde que era pequeño. Gané premios como tenor, antes de que me cambiara la voz.
Kincaid pensó que la tez del comandante parecía incluso más rojiza de lo acostumbrado. Así que era ésa su otra gran pasión.
– No me lo habría imaginado. ¿Y dónde canta?
El comandante apuró su cerveza y se limpió el bigote con la servilleta.
– En St. John's, en los servicios del domingo; los miércoles, vísperas; los jueves, ensayo.
– ¿Volvió tarde el jueves?
– No, hacia las diez, me parece.
– ¿Y no oyó ni vio nada extraño?
Kincaid aguantaba la respiración por las expectativas. Era una pregunta que tenía que hacer, pero el destino no solía ser generoso con las respuestas. Si la gente veía algo realmente extraño, lo decía enseguida, pero los detalles menores les volvían a la memoria sólo cuando algo les refrescaba las ideas.
El comandante sacudió la cabeza:
– Pues no.
La camarera se llevó el plato vacío de Kincaid y volvió al cabo de un momento con la cuenta. El ruido del café había aumentado progresivamente. Kincaid miró a su alrededor y vio todas las mesas llenas y clientes en potencia esperando en la puerta; el buen tiempo, combinado con el sábado, sacaban a la gente de casa. Se acabó la cerveza de mala gana.
– Mejor que dejemos sitio para las masas.
Al llegar a la intersección con Pilgrim’s Lane, la sombra de la jefatura de policía de Hampstead se levantaba ante ellos. A Kincaid le pareció bastante irónico que hubiera optado por vivir a pocas manzanas de aquel edificio tan evocativo, diseñado por J. Dixon Butler, el arquitecto que colaboró con Norman Shaw en el New Scotland Yard. En la imaginación de Kincaid la niebla se arremolinaba en torno a los gabletes de la época de la reina Ana, y los bobbies victorianos corrían presurosos a algún rescate.
Cuando llegaron a Carlingford Road el comandante habló y rompió el silencio que se había creado entre ellos.
– ¿Y qué hay del minino? ¿Ha hecho planes para él?
– ¿El minino? -repitió Kincaid con cara inexpresiva-. ¡Ah!, el gato. No, no he pensado nada. No querrá usted…
El comandante ya negaba con la cabeza.
– Yo no puedo tener bichos en casa, me hacen estornudar. Y haría agujeros en la tierra de mis flores. -El bigote se le erizó de asco-. Pero habría que hacer algo.
Kincaid suspiró.
– Ya lo sé, veré qué se puede hacer. Buenas noches, comandante.
– Señor Kincaid. -Se detuvo al subir las escaleras de la puerta principal-. Creo que hará más daño que otra cosa excavando en este asunto. Hay cosas que más vale no remover.
Kincaid medía el salón de su casa con pasos inquietos. Era todavía temprano, no eran ni las nueve, y estaba cansado pero nervioso, incapaz de centrarse en nada. Hizo un poco de zapeo y apagó la tele fastidiado. Ninguna de sus cintas o de sus cedés lo atraían, ni tampoco los libros que no había podido leer todavía.
Cuando se encontró examinando las fotografías de las paredes, se volvió a mirar la caja de cartón marrón que estaba en la mesita baja. Una elusión clásica, el rechazo a enfrentarse con una tarea desagradable, o, para ser más sincero, pensó, temía que Jasmine pudiera resurgir de las páginas de su diario, fresca y dolorosamente real.
Kincaid se permitió retrasarlo un poco más, el tiempo de preparar un café. Llevó la taza al salón y se instaló en el sofá dentro del círculo de luz proyectado por la lámpara de pie. Tiró de la caja de cartón para acercarla un poco y pasó los dedos por los bonitos lomos azules de los diarios. Estaban agrietados y tenían incrustado un polvo seco y fino.
Si tenía que hacerlo, entonces empezaría por orden cronológico; en los libros más antiguos, la Jasmine que había conocido él sería menos inmediata, y ya había mirado brevemente el último diario sin encontrar nada útil. Sacó el más gastado del fondo de la caja y lo abrió. Las páginas estaban amarillas y se cuarteaban y olían un poco a moho. Kincaid contuvo un estornudo.
Las entradas empezaban en 1951. La letra de la Jasmine de diez años era pequeña y cuidada, las anotaciones triviales y muy concienzudas: los logros de Theo -en los que se intuía ya su actitud posesiva-, los premios ganados en la escuela, una clase de tenis, un paseo con el caballo del vecino.
Kincaid leyó por encima las páginas de un primer cuaderno, de un segundo, de un tercero. Con el pasar de los años, la escritura cambió, y evolucionó en la típica y tan reconocible escritura de Jasmine. Algunas veces las entradas saltaban semanas; a veces, meses, y aunque se volvía más natural, seguía siendo emocionalmente irrelevante. Había empezado el cuarto libro, cuando una entrada fechada en marzo de 1956 lo hizo parar en seco. Retrocedió hasta el principio y se puso a leer con mayor atención.