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– Hace semanas solicitó un aumento de la dosis. Nosotros no limitamos el consumo de opiáceos a los pacientes terminales, sólo intentamos que estén cómodos. Es posible que me dijera que necesitaba más morfina y luego mantuviera la misma dosis. -Felicity observó a Kincaid-. Me temo que no puedo decirle nada más.

Evidentemente, Felicity se estaba despidiendo, pero Kincaid cruzó el tobillo sobre la rodilla y le sonrió.

– Dijo usted que había visto a Margaret varias veces. ¿Llevaba alguna vez a su novio? Se llama Roger, estoy seguro de que se acordaría de él.

– No, Margaret siempre vino sola las veces que estuve yo, y Jasmine nunca nombró a ningún novio.

– ¿Le dijo Jasmine que iba a ver a su hermano?

Felicity sacudió la cabeza y se puso a recoger las tazas en la bandeja.

– Nunca hablábamos de temas personales. A algunos pacientes les gusta contarte su vida, pero a Jasmine no.

– ¿La visitaba alguien? ¿Ha visto recientemente a algún desconocido por el edificio?

– No, lo siento.

Kincaid cedió con tacto. Se levantó y estrechó la mano de Felicity.

– Gracias, ha sido usted muy útil.

Gemma se apresuró a añadir.

– Gracias por concedernos este tiempo.

– Tal vez necesitemos que comparezca usted -agregó Kincaid, como si se tratase de una idea de último momento, cuando se alejaban hacia la puerta.

– Muy bien. ¿Me avisarán ustedes?

Kincaid asintió y le abrió la puerta a Gemma.

– Adiós.

Gemma se volvió mientras la puerta se cerraba para hacer eco a la despedida y vio una última imagen de Felicity Howarth sola en el salón de su casa.

***

Alcanzaron la A24 hacia Surrey antes de decir nada. Gemma miró de reojo a Kincaid. Conducía con desenvoltura, con la mano apoyada con suavidad sobre el cambio de marchas, y la expresión oculta por las gafas de sol que había sacado del bolsillo de la puerta.

– No te acaba de convencer, ¿verdad? -le preguntó. Él respondió sin apartar los ojos de la carretera:

– No, tal vez soy demasiado obcecado.

– Crees que habría dejado una nota para Margaret o Theo -dijo Gemma, y añadió- o para ti.

Sentía cada vez más curiosidad por aquella mujer que había ocupado buena parte de la vida de Kincaid, y de la que no sabía nada. Había aludido a alguna visita entre vecinos, pero ella siempre había pensado que se trataba de algún hombre, con el cual ir al pub juntos. ¿Cuál habría sido su relación con Jasmine Dent? ¿Serían amantes, con Jasmine tan enferma de cáncer?

Mientras miraba a hurtadillas la cara abstraída de Kincaid, Gemma se sorprendió al pensar en lo poco que sabía de su actividad personal. Le había parecido que se movía por la vida con una soltura que admiraba y, a la vez, la irritaba, pero tal vez no todo le resultara tan fácil como ella creía; evidentemente, él estaba sufriendo tanto por el dolor como por el sentimiento de culpa por la muerte de Jasmine.

Bien pensado, ella nunca le había dado ocasión para hablarle de nada fuera del trabajo. Ella charlaba sobre Toby y Kincaid escuchaba como si las actividades de un niño de dos años fueran lo más maravilloso del mundo. Debería de haberlo atribuido a sus buenos modales; decidió ser menos obtusa en el futuro.

– ¿Gemma?

Se volvió hacia Kincaid y se sonrojó, pues se sintió transparente.

– ¿Qué?

– Parecías un poco preocupada. ¿Te da miedo mi conducción?

– No -respondió Gemma, sonriente-. Es que estaba pensando -buscó lo primero que le vino a la mente- en… Felicity. ¿Crees que si pasaras la vida cuidando a moribundos, tratando de consolar su sufrimiento, necesitarías una fe muy fuerte?

– Es posible. Sigue.

Gemma intuyó el ceño que no podía ver tras las gafas oscuras de Kincaid.

– Las once del domingo y Felicity está trabajando en el jardín. No va a misa.

– Tal vez vaya a primera hora -dijo Kincaid, divertido.

– No se había maquillado -replicó Gemma-, ni rastro de pintalabios. No me digas que una mujer guapa como Felicity se levanta y va a misa el domingo sin una pizca de maquillaje.

– Muy observadora -Kincaid sonrió con sorna, luego se puso serio-. Tal vez la fe que mantenga a Felicity no es de las que se ven.

Estaban emprendiendo la subida por las faldas de Dorking. Kincaid sacó un mapa del bolsillo de la puerta y se lo tendió a Gemma.

– Comprueba si tenemos que tomar la A25 para Abinger Hammer, por favor. -Mientras Gemma abría el mapa, prosiguió-: Meg es originaria de aquí. Dice que su padre tiene un garaje. No está tan lejos de Londres como para que su familia haya cortado los lazos completamente. ¿Crees que…?

– Pronto hay un desvío -interrumpió Gemma-. A25 oeste hacia Guilford. -Cuando Kincaid se dirigió hacia la rotonda, le preguntó-. Perdona, ¿qué estabas diciendo?

– Es igual, pensemos en la comida.

***

Abinger Hammer era más una aldea que un pueblo, pocas tiendas y un parque atravesado por un riachuelo. La tienda de Theo Dent, Bagatelas, se encontraba en una curva de la carretera, en frente del salón de té y del reloj del pueblo, dotado con su característico carillón de madera.

Gemma y Kincaid se comieron un bocadillo de queso y tomate sentados al sol en el pequeño jardín tapiado del salón de té. Los bocadillos iban acompañados de unos berros, todo servido alegremente por una camarera adolescente con el cabello rosa y muchos pendientes.

– Una punk de pueblo -dijo Kincaid mientras se metía en la boca un berro con los dedos.

– No creo que haya mucha vida nocturna por aquí -dijo Gemma, quien no había superado su desdén londinense por la vida de pueblo.

– La disco del pueblo, supongo, o los videojuegos del pub, para los que tengan la edad adecuada.

– ¡Puaj! -exclamó Gemma con cara de asco.

Kincaid se echó a reír.

– Piénsalo, Gemma, ¿no es lo que te gustaría para Toby, cuando crezca? ¿Sin más problemas?

Ella sacudió la cabeza.

– No quiero pensar en eso todavía. -Gemma se acabó el bocadillo y espantó un abejorro que daba vueltas en torno a su mesa-. ¿Tú creciste en un lugar tan pequeño como éste?

– No tanto, no. Relativamente civilizado, para tus estándares. Teníamos un café, pero entonces no había videojuegos, sólo dardos.

La sorna de su sonrisa le dijo a Gemma que le estaba tomando un poco el pelo. El abejorro insistente cayó en el té de Kincaid, quien lo sacó y se estiró.

– Vamos a ver qué estuvo haciendo Theo Dent el jueves por la noche.

Unas campanillas sonaron en la trastienda cuando Gemma y Kincaid entraron en Bagatelas y cerraron la puerta tras ellos. El letrero de «Cerrado» colgado en el interior de la puerta se balanceó rítmicamente, como contrapunto al sonido de las campanillas que se extinguía.

Les costó un momento que sus ojos se adaptaran después del cegador sol del exterior.

– Parece que tenemos la tienda para nosotros solos -dijo Kincaid bajito, a la vez que miraba a su alrededor-. No vende mucho un domingo por la tarde.

– Hace demasiado buen tiempo -sugirió Gemma. La tienda parecía increíblemente cálida y cargada. Haces de luz entraban de forma sesgada por las ventanas sin cortinas, iluminando objetos polvorientos. Gemma se volvió y revisó estantes y mesas atestadas, entre otras cosas, de cerámica china desaparejada, objetos de bronce, cuadros de caza descoloridos, y una caja de cristal llena de botones antiguos.

– Todo esto necesita un día de lluvia para entrar a verlo -dijo, al tiempo que llevaba hacia el trasluz una mantequillera de porcelana decorada con sauces y entornaba los ojos-. ¡Vaya!, está agrietada, ¡qué pena!

Oyeron unos rápidos pasos por las escaleras y la puerta de la trastienda se abrió de golpe.

– Lo siento, estaba acabando de… -Theo Dent se detuvo en seco mientras se subía las gafas por el puente de la nariz y miraba anonadado a Kincaid-. ¿Señor Kincaid? No le había reconocido… No me esperaba…