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El comandante se puso en pie con un chasquido de rodillas.

– Será mejor que termine. No queda mucha luz.

Se agachó para tirar de Jasmine y ponerla en pie con la facilidad con que levantaría un saco de tierra.

– Y usted entre, no vaya a coger frío.

Jasmine casi se echó a reír ante la absurdidad de coger frío, como si una circunstancia exterior pudiera compararse con los estragos con que se debatía su cuerpo, pero dejó que él la acompañara dentro y enjuagara las tazas.

Cerró la puerta del jardín tras él, así como los postigos, pero vaciló unos minutos antes de correr los estores. La luz desaparecía sobre los tejados, y las hojas del abedul del jardín temblaron en la brisa de la noche. Desde la terraza de Duncan se podría ver la puesta de sol sobre el oeste de Londres. Ese privilegio le costaba caro, pero había sido muy amable de compartirlo con ella varias veces antes de que las escaleras la derrotaran.

Duncan… aquello tampoco lograba explicárselo muy bien a Meg, al menos sin herirla. No había querido que Meg lo conociera, había preferido mantenerlo separado del resto de su existencia, separado de su enfermedad. Meg la cuidaba con tanto celo, observando el progreso de cada síntoma, controlando los cuidados y la medicación como si la enfermedad de Jasmine fuera una responsabilidad personal. Duncan le traía el mundo exterior, rudo y amargo, y si tenía que ver con la muerte, al menos tenía poco que ver con la suya.

Cuando suspiró y bajó los estores, Sidhi se frotó contra sus tobillos. De todas formas, diferenciar entre Duncan y Meg no tenía mucho sentido. Si Meg se había sumergido en su enfermedad, su enfermedad también la convertía en una perspectiva inofensiva en su amistad con Duncan: la historia mujer mayor-hombre joven era imposible; una moribunda no resultaba ninguna amenaza.

Lo encontraba un hombre contradictorio, a la vez reservado y atractivo, y nunca sabía qué se podía esperar de él.

«¿Te apetece un helado esta noche?» podía preguntar con su sorna habitual y un resto de su acento de Cheshire, a pesar de los años en Londres. Entonces subía por Rosslyn Hill hasta Häagen-Dazs y volvía jadeante y alegre como un niño de seis años. Aquellas noches la engatusaba con juegos y charlas, y le infundía una energía que ella pensaba que ya no poseía.

Otras noches parecía encerrarse en sí mismo y se conformaba con sentarse tranquilamente a su lado a la luz parpadeante de la televisión, y ella no se atrevía a romper su reserva. Tampoco se atrevía a depender demasiado de su compañía, o eso se decía continuamente. Le sorprendía que él pasara tanto tiempo con ella, pero antes de que su mente pudiera divagar en busca de una razón, la acallaba, por miedo a que ésta fuera la lástima. Se incorporó lo más rápidamente que pudo y se acercó a la nevera.

La comida que Margaret le había dejado resultó ser un curry vegetal, que Meg tenía por nutritivo. Jasmine logró dar algunos bocados, pero le pareció más fácil olerlo y darle vueltas con la lengua que tragarlo, pues el olor y el sabor le recordaban tan vivamente su infancia como su siesta. Una acumulación de coincidencias, se dijo, raras, pero insignificantes.

Se adormiló frente a la televisión, atenta, en parte, a la llamada de Duncan a la puerta. Sidhi entornó los ojos ante la luz cegadora blanca y azul y se puso a amasarle el muslo con las patas. ¿Qué sería de Sidhi? Ella no había previsto nada, no había sido capaz de disponer de él como de un mueble. Su hermano Theo no soportaba a los animales, el comandante se quejaba cuando Sidhi excavaba en los lechos de flores, Duncan lo trataba con cortés indiferencia, Felicity lo acusaba de antihigiénico y Meg vivía en un cuarto alquilado en Kilburn con una casera a la que pintaba feroz; las perspectivas no eran prometedoras. Tal vez Sidhi sabría buscarse la siguiente vida sin la intervención de ella. Una vez ya había tenido mucha suerte, pues ella lo había salvado de un cubo de basura cuando era un gatito esquelético de seis semanas.

Volvió a divagar hasta que se despertó sobresaltada y se dio cuenta de que el programa que estaba viendo había acabado. Se preguntó si, a medida que aumentara la dosis de morfina, pasaría más ratos sin conocimiento, como la recepción de una tele defectuosa. No sabía si le importaría.

Caía la noche, y Jasmine se preguntó si, al fin y al cabo, su decisión sería la mejor, pero sabía que una vez cruzada la línea invisible no habría camino de retorno.

***

Duncan Kincaid surgió de las entrañas de la estación de metro de Hampstead y la claridad lo hizo parpadear. Dobló la esquina de High Street y los colores se desplegaron ante él con una fuerza casi física. Todo Hampstead parecía haber salido en mangas de camisa para dar la bienvenida a aquella mañana de primavera. Los compradores, si tropezaban, sonreían en lugar de gruñir, los restaurantes habían improvisado la instalación de mesas en las aceras, y el olor del café recién hecho se mezclaba con los humos de los tubos de escape.

Kincaid bajó la cuesta, indiferente al ambiente efervescente. El café no le atraía, sentía el sabor del agua sucia en la boca de tanto beber en tazas de aguachirle, le picaban los ojos por culpa del humo de los cigarrillos ajenos, y la resolución del caso le consolaba poco tras una noche de trabajo tan larga y tan triste. El cadáver de una niña hallado en un campo cercano, el crimen que acusaba a un vecino, quien, cuando fue interrogado, había confesado entre sollozos que no pudo evitarlo, que no había querido hacerle daño.

Kincaid sólo tenía ganas de lavarse la cara y de echarse de cabeza a la cama.

Cuando llegó a Rosslyn Hill, una pizca del humor primaveral se le había contagiado, y al ver al florista de la esquina de Pilgrim Lane, se detuvo en seco sobresaltado. Jasmine. Quería pasar a verla anoche -lo hacía siempre que podía-, pero no tenía suficiente confianza para llamarla y excusarse, y ella nunca le echaría en cara que no hubiera ido a verla.

Compró freesias, pues recordó que a Jasmine le encantaba su fragancia embriagadora.

El silencio de Carlingford Road parecía intenso viniendo de las calles principales, y a la sombra de su edificio el aire todavía era frío como de noche. Kincaid pasó por delante del comandante, que subía los peldaños de entrada a su planta baja, y recibió el esperado «¡Mummm, osdías!» y un brusco gesto con la cabeza en respuesta a su saludo. Sólo después de varios meses de reconocerse con un gesto, Kincaid, intrigado por la placa de bronce en la puerta del comandante, aventuró una pregunta respecto a la H delante de Keith. El comandante había desviado la mirada por encima de la cabeza de Kincaid, alisándose el bigote, y por fin, murmuró: «Harley». No volvieron a mencionar el tema.

Oyó los golpes en cuanto estuvo en el hueco de la escalera: primero fueron unos golpecitos suaves, luego un repiqueteo más apremiante. Una mujer alta, con una sofisticada media melena de color caoba con canas en las sienes y traje de chaqueta oscuro de buen corte, se volvió hacia él en cuanto apareció en el descansillo de la puerta de Jasmine. La habría tomado por una abogada de no ser por la bolsa que llevaba.

– ¿No está? -preguntó Kincaid mientras se acercaba.

– Tiene que estar. Está demasiado débil para salir sola. -La mujer observó a Kincaid y por lo visto decidió que le sería útil. Tendió la mano y se la estrechó con vigor-. Soy Felicity Howarth, la enfermera. Vengo cada día a esta hora. ¿Es usted vecino?

Kincaid asintió.

– Vivo arriba. ¿Estará bañándose?

– No, la ayudo yo.

Se miraron por un momento y un chispazo de miedo se encendió entre ellos. Kincaid se volvió y aporreó la puerta.

– Jasmine! ¡Abra! -Escuchó, con la oreja contra la puerta, y se volvió hacia Felicity-. ¿Tiene llave?