Выбрать главу

– Lo siento -dijo Kincaid, en pie mientras le tendía la mano a Theo-, es que me gusta ir al grano. Supongo que tendrás que declarar para la investigación. Te informaré de los detalles.

– Encantada de conocerle, Theo. Siento mucho lo de su hermana. -Gemma tomó la mano de Theo, sorprendida de encontrarla helada en aquel ambiente caluroso.

Theo los siguió por las empinadas escaleras y Gemma echó un último vistazo al agrietado tarro de miel antes de que cerrara la puerta tras ellos.

Salieron de la tienda sin hablar y emprendieron el camino junto al río. Kincaid caminaba con los hombros hundidos y las manos en los bolsillos, sin mirar a Gemma.

– Me has obligado a hacer el papel de policía buena con ese pobre hombre. Y después te estaba muy agradecido. ¿Era eso lo que esperabas, cuando me has pedido que viniera? -Gemma se detuvo y lo obligó a volverse para mirarla.

– No, supongo que es por costumbre. Me siento como si hubiera pegado a un niño, pero Gemma, por Dios, ¿cómo se puede ser tan bobalicón? No puedo creer que nunca llegara a pensar lo que ocurriría con el dinero de Jasmine.

– Vamos, yo no creo que sea estúpido, Duncan. -Gemma volvió a caminar y Kincaid la siguió-. Quizás inocente, y un poco frágil. No creo que pienses que Theo tiene algo que ver con la muerte de Jasmine…

– Es por lo desamparado que parece -dijo Kincaid con sorna-. Ha despertado tus instintos protectores. Seguro que alguien debió sentir lo mismo por un asesino como el doctor Crippen.

– No tienes motivos para no creerle -replicó Gemma, tocada-. ¿Tú has pensado en lo que pasaría con el dinero de tus padres, o el de tu hermano, si murieran de repente?

– No, pero no están enfermos, ni me mantienen. Parece que Theo sigue necesitando toda la ayuda posible. El negocio no parece muy próspero.

Doblaron un recodo y siguieron el curso del río hacia el puente, al final del pueblo. Los berros, que brillaban formando motas verdes bajo la luz del sol, crecían abundantemente al borde del agua. Los columpios estaban vacíos en el prado, un balancín se mecía suavemente con la brisa, y Gemma se encontró a sí misma deseando, de manera intensa, que la escapada de la tarde no tuviera ningún otro motivo más siniestro que ese paseo por la orilla.

– Son casi las tres, y apuesto a que es el único pub del pueblo. -Kincaid señaló un edificio bajo, blanco, en el cruce, al otro lado del puente-. Supongo que eso es «enfrente». Si queremos charlar amablemente con el propietario del Bull and Whistle antes de que cierre, vamos ya. -La sorna volvió a aflorar-: Te invito a una sidra dulce.

***

El afable propietario del Bull and Whistle confirmó que, efectivamente, Theo había cenado allí el jueves por la noche.

– Viene todas las noches a la misma hora. Notaría más su ausencia que su presencia. El jueves hay lasaña vegetal; recuerdo lo contento que se puso cuando lo leyó en la pizarra. El hombre retiró el posavasos de Gemma y la miró con aprobación.

– ¿Algo más, señorita?

– Ya está, gracias.

Gemma había pedido una sidra seca fulminando a Kincaid con la mirada, por lo que él dedujo que estaba harta de que se metiera con ella por su preferencia por las bebidas dulces. Se sentó en la barra, a su lado, inescrutable, tajante, tan fría como se lo permitían los colores de los pantalones claros y la camisa canela de algodón. Al mirarla, Kincaid se sintió desaliñado.

La pizarra sobre la barra no lucía más que unas rayas de tiza.

– ¿Hoy no hay nada? -preguntó Kincaid.

– Mi mujer se toma el domingo libre. Tortas saladas y rollos de salchicha, o huevos, si quieren.

Kincaid sacudió la cabeza.

– ¿Recuerda a qué hora se marchó Theo Dent el jueves?

El propietario se rascó la cabeza.

– A eso de las siete, creo. No pasó nada especial. A veces se toma otra media de sidra, si hay partida de dardos o gente.

– ¿Se lleva bien con la gente de aquí? -preguntó Kincaid con cierta sorpresa.

– Bueno, no diría eso exactamente, pero es simpático. Un poco tímido, prefiere mirar que jugar, ya me entiende.

– ¿Tiene idea de adónde fue al salir de aquí?

El propietario se echó a reír.

– ¿En Abinger Hammer? No hay mucha elección. Y no tiene coche. Se iría a casa, que yo sepa.

– Gracias.

Kincaid apuró la cerveza y miró a Gemma.

– ¿Satisfecho? -preguntó ella, ácida.

– Todavía no -sonrió él-. Falta una misión de reconocimiento en el videoclub.

Videoclub resultó ser una descripción exagerada: quiosco, oficina de correos y alquiler de vídeos, todo en un espacio del tamaño del cuarto de baño de Kincaid. La joven que estaba detrás del mostrador mascaba chicle despacio mientras pensaba en la pregunta de Kincaid y contribuía así a un desafortunado parecido bovino.

Poco a poco, contó los días con los dedos.

– Sí, llegó Niebla en el pasado. La había pedido él personalmente. -Jugueteaba con el índice detrás de la oreja-. Es muy raro, le encantan las películas antiguas. Intenté convencerle de que cogiera algo bueno, como Terminator, Arma letal o algo así, pero nada, sólo mira cosas antiguas. La semana antes quiso… ¿cómo se llama ésa con Cary Grant? ¿Arsénico por afición?

– Arsénico por compasión -corrigió Kincaid mientras reprimía la sonrisa-. ¿Y devolvió Niebla en el pasado al día siguiente?

– A primera hora -dijo la chica, asombrada.

– Gracias.

– Espero que no te atrevas a darle importancia -le dijo Gemma con una mirada asesina mientras subían al coche-. A mucha gente le encanta esa película y no va por ahí envenenando a sus parientes.

Kincaid reconoció que le parecía difícil que Theo hubiera ido a Londres a escondidas, asesinado a su hermana, y vuelto a casa a tiempo para ver un vídeo tan esperado. Lo meditaba mientras conducía e imaginaba varios guiones improbables.

Para cuando llegaron a Hampstead no había dado con nada mucho más definitivo que la determinación de descubrir si Theo estaba tan poco al tanto de los asuntos de Jasmine como decía. Iría a ver al abogado de Jasmine enseguida.

Kincaid no pudo convencer a Gemma de que se quedara cuando llegaron a su piso en Hampstead, no la tentó ni siquiera una invitación a tomar una copa en el balcón. En el camino de vuelta de Surrey había estado impaciente, pendiente del reloj. Lo que había empezado como un día agradable se había ido deteriorando, y Kincaid tuvo la sensación de que le había fallado en alguna expectativa desconocida.

Tal vez ella siguiera enfadada con él por haber intimidado a Theo, y la verdad es que algo de razón tenía. Sólo había querido sacarle información, pero el desamparo del hombre le hizo sentir torpe e inadecuado, y eso a su vez lo irritó.

Kincaid abrió la puerta del coche de Gemma y la cerró una vez ella hubo entrado. Se quedó en pie, con las manos descansando en el borde del cristal bajado, y ella tuvo que torcer la cabeza para mirarlo.

– Gracias por venir, Gemma.

– Pues no te he ayudado mucho. -Ella le devolvió la sonrisa y puso el motor en marcha-. Por cierto, no te olvides de cuidar el gato -le dijo mientras se alejaba, pero Kincaid pensó que tanto la sonrisa como la advertencia las hacía por pura forma.

Se tomó el recordatorio a pecho. Después de sacar una cerveza y un montón de diarios íntimos azules de su casa, fue sigiloso hasta la puerta de Jasmine. Sid, arrellanado en medio de la cama de hospital, se puso a ronronear cuando Kincaid entró en la estancia.

– Qué contento de verme estás esta vez, ¿no? -le dijo Kincaid-. O más bien tienes hambre.