– No soy de la jefatura local, señora, soy de New Scotland Yard.
– ¿Qué sección?
Gemma no esperaba una pregunta tan entendida.
– C1, homicidios.
La señora Leveson-Gower se quedó muy quieta, y Gemma casi pudo oír los engranajes que encajaban en su cerebro.
– No hablará usted con mi hijo sin la presencia de nuestro abogado. -Se levantó y se dirigió hacia la puerta mientras hablaba por encima del hombro-. Puede usted llamar y pedir una cita en su…
– ¿Estás decidiendo algo por mí, mamá? No creo que haga falta.
El hombre entró en la habitación tan oportunamente que Gemma estuvo segura de que había estado escuchando al otro lado de la puerta. Sonrió a Gemma y mostró unos dientes uniformes y blancos; entonces volvió de nuevo la atención hacia su madre. Se miraron en silencio, de un extremo a otro de la extensión de la alfombra blanca, como en un duelo. Luego la señora Leveson-Gower dejó la estancia, sin una palabra ni una mirada hacia Gemma.
Roger, puesto que Gemma no tuvo duda acerca de su identidad, cruzó la habitación y se quedó mirándola con indolencia. A ella se le cerró la boca de golpe. El caradura de Kincaid podía haberla advertido antes de que quedara como una tonta: Roger Leveson-Gower era guapísimo. Se parecía a su madre en el colorido -ella debió de tener el mismo cabello leonado antes de decidirse a teñirse de rubio-, pero en él todas las líneas y los ángulos habían alcanzado la perfección.
– No creo que haga falta preocuparse por un abogado, sea lo que sea, cabo.
Se sentó en un brazo del sofá frente a Gemma, de modo que ella no tuviera que mirar hacia arriba para verlo.
– Sargento -corrigió con dureza mientras bajaba la vista y abría la libreta en un esfuerzo de recuperar el control de la entrevista-. El jueves por la noche, señor Leveson-Gower, ¿me podría decir dónde estuvo?
– ¿A qué viene esto? -preguntó Roger en un tono de leve interés.
– Se trata de la muerte de Jasmine Dent y de la implicación de su amiga Margaret. La señorita Bellamy dice que accedió a ayudar a Jasmine a suicidarse, pero que Jasmine cambió de idea y que no la vio después de la tarde del jueves. ¿Puede usted confirmarlo?
– ¿El jueves pasado? -Roger frunció las cejas mientras se concentraba-. No, tuve un trabajo y luego salí con mis compañeros, pero Meg nunca lo hubiera llevado a término, no tiene el coraje.
– ¿Lo discutió con usted?
Roger sonrió e incluyó a Gemma en la broma.
– ¡Qué noble!, tan preocupada por su deber ético de aliviar el sufrimiento.
– ¿Y a usted no le preocupó? ¿No intentó disuadirla? Asistencia en un suicidio es un delito criminal.
– No eran más que palabras, sargento, ya se lo he dicho. Meg no podría matar ni a un pájaro herido. Hay una profunda distancia entre planificar y ejecutar.
Se levantó y se estiró como un gato, luego se volvió a acomodar en el brazo del sofá.
– ¿A qué se dedica usted por las noches, señor Leveson-Gower?
Roger soltó una risotada.
– ¡Vaya, vaya! Parece que yo sea un chulo. ¿Por qué tanta indignación, sargento?
Gemma notó que se le subían los colores. Le había sonado ridículo también a ella, pero aquel hombre le hacía disparar una batería entera de defensas. Hizo una pausa para concentrarse en su técnica de interrogatorio, le sonrió con dulzura y puso énfasis en la primera palabra.
– ¿Es usted un chulo, señor Leveson-Gower?
– Nada tan atractivo, sargento, por más que me pese. -Seguía divirtiéndose-. Trabajo para clubes y discotecas: luces, equipos de sonido, esa clase de cosas. Esas horas son las mejores.
– ¿Y hacía eso el jueves por la noche?
– Sí, en un antro llamado El Ángel Azul. -Roger levantó una ceja con una facilidad muy practicada-. ¿Quiere usted la dirección? ¿Y el nombre de mis compañeros?
– Si no le importa.
Le dio una dirección de Hammersmith, y añadió:
– A Jimmy Dawson lo puede encontrar en la gasolinera junto a la rotonda de Shepherd's Bush. Nos quedamos por el bar hasta que terminó el espectáculo.
– ¿Qué hora sería? -preguntó Gemma, con el bolígrafo listo.
Roger se encogió de hombros:
– Ni idea; había tomado varias cervezas, y no llevo reloj. -Tenía las mangas de la camisa remangadas casi hasta el codo, y tendió una muñeca bronceada para que Gemma la examinara.
– ¿Y luego?
– Vine a casa y me acosté, como un niño bueno.
Gemma no disimuló su escepticismo.
– ¿Y ya está? ¿Puede su madre corroborarlo?
– No tengo la costumbre de anunciar a mi madre mis idas y venidas; además, si recuerdo bien, esa noche ella había salido.
Bajo la respuesta suave y ligeramente condescendiente, Gemma percibió irritación; así pues, su punto débil era vivir en casa de su madre. Sacaría partido de ello.
– ¿Tampoco se lo anunció a Margaret? ¿Ni siquiera por teléfono?
– No, no tenemos ese tipo de relación, sargento. -La condescendencia triunfó sobre su irritación. El tono implicaba que Gemma era tonta si esperaba que él diera cuentas a nadie. Se levantó con la misma soltura que antes-. ¿Esto es todo, sargento?
Gemma permaneció plantada en el sofá, con la libreta en la mano, determinada a no dejarle zanjar la entrevista.
– Señor Leveson-Gower, ¿está seguro de que no fue a Carlingford Road cuando salió del club esa noche? ¿Que no fue a ver a Jasmine?
Roger sonrió y Gemma tuvo la desagradable sensación de que se burlaba de ella.
– No, no he ido nunca a la casa de Carlingford Road. Nunca llegué a conocer a Jasmine Dent.
Jimmy Dawson llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y aparentaba menos de treinta años, pero ése era todo el parecido entre Dawson y su amigo Roger Leveson-Gower. El acento de Dawson hacía evidente que no habían ido a la misma escuela.
– ¿Pero a quién se refiere? -preguntó con recelo cuando Gemma lo pescó de debajo de un coche en un área de reparaciones y se identificó.
– Roger Leveson-Gower.
– ¡Ah!, a ése -dijo Dawson con desdén, y Gemma notó que la tensión desaparecía. Él hizo un gesto hacia el despacho rodeado de cristal y ella lo siguió, agradecida cuando la puerta enmudeció el rugido de la rotonda de Shepherd's Bush. Dawson le señaló un sillón de cuero agrietado, se secó las manos en un trapo grasiento y encendió un Marlboro de un paquete que llevaba en el bolsillo de la camisa-. ¿Y qué ha hecho?
Gemma hizo caso omiso a la pregunta.
– ¿Estuvo con usted el jueves por la noche, señor Dawson?
Dawson se apoyó en la mesa y exhaló humo por la nariz mientras lo pensaba.
– Sí, y puedo decirle cuándo se fue porque se las piró cuando le tocaba pagar una ronda.
– ¿Qué hora era?
– La banda hizo una pausa hacia las nueve… En fin, no mucho después.
– ¿Y le dijo adónde iba? -preguntó Gemma, sin muchas esperanzas. Aunque lo conocía muy poco, suponía que Roger no metería la pata tan fácilmente.
– No, le estábamos tomando el pelo acerca de su novia, pero no le estaba haciendo ninguna gracia.
– ¿Conoce a Margaret? -preguntó Gemma, sorprendida.
Dawson se encogió de hombros.
– Es buena chica; a veces, la trae.
– ¿Cómo lo conoció a él, Jimmy?… Si puedo llamarle Jimmy… -preguntó Gemma encontrando esta amistad cada vez menos probable.
– Yo toco en un grupo -sonrió Dawson al tiempo que enseñaba unos dientes que empezaban a amarillear por la nicotina, y a canturrear una melodía para guitarra de riff-. Y él trabaja para nosotros en algunos clubes.
– Entonces, no es que os conozcáis muy bien…
– No, lo veo por ahí… Es un embaucador, nuestro Roger; siempre habla de lo que hará cuando tenga el dinero.
– ¿El dinero?
– Sí. -Jimmy Dawson tiró la colilla en el cenicero de metal que había encima de la mesa, y el olor metálico penetró en la nariz de Gemma-. Cuando le llegue su dinero o algo así.