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– No. Todavía se levanta sola por la mañana y me abre. ¿Y usted?

Kincaid sacudió la cabeza, reflexionando. El cierre era muy sencillo, un botón estándar, barato, pero sabía que Jasmine tenía cadena y cerrojo. ¿Los habría echado?

– ¿Tiene una horquilla? ¿Un clip?

Felicity rebuscó en el bolso y sacó unos papeles sujetos con un clip.

– ¿Esto sirve?

Él le puso el ramo de flores en la mano a cambio del clip, torció las puntas y se volvió hacia la puerta. Al cabo de unos segundos de hurgar, la cerradura hizo un chasquido, el sueño de cualquier ladrón. Kincaid giró el pomo y la puerta se abrió sin problemas.

La luz se filtraba en la estancia a través de los estores de papel de arroz bajados sobre las ventanas. La casa estaba en silencio, a excepción de un zumbido proveniente de algún lugar cerca de la cama de Jasmine. Kincaid y Felicity Howarth avanzaron hasta los pies de la cama en un movimiento casi sincronizado, sin hablar, pues algo del silencio de la estancia les había sellado las lenguas.

El cuerpo que yacía en un remolino de colores estaba inmóvil en la cama, la respiración no hacía subir y bajar rítmicamente su pecho, sobre el que se encontraba el gato, ronroneando.

Las freesias cayeron olvidadas y se esparcieron por la colcha.

2

– ¡Maldita bruja estúpida!

La voz de Roger resonó siniestramente en el pequeño cuarto. Margaret se imaginó la pesada masa de los pies de su casera subiendo las escaleras y alargó el brazo hacia él, como si su gesto pudiera callarlo. La señora Wilson había amenazado más de una vez con poner a Margaret de patitas en la calle si pillaba a Roger pasando allí la noche, y si los oía discutir a las siete y media de la mañana, no le cabrían muchas dudas sobre las circunstancias.

– ¡Roger, cielo santo…! La señora Wilson te va a oír y ya sabes cómo es.

– El cielo tiene poco que ver aquí, cariño, a no ser porque tu amiga Jasmine, gracias a ti, no está más cerca del cielo que ayer.

Cuando se trataba de mostrarse sarcástico hablaba en voz baja, pero a Margaret el café que había tragado le subió a la garganta, amargo.

– Roger, no querrás decir que… ¿es que te has vuelto loco? Ya te dije que ha cambiado de idea. Me alegro de que haya cambiado de idea…

– ¿Y así puedes pasarte todo el tiempo libre mimándola y arrullándola como una rechoncha Florence Nightingale? Me tienes harto. ¿Para qué quieres que me quede? Dime, Meg, cariño…

– Cállate ya, Roger. Te he dicho que no…

– … que no te llame así. Es como te llama ella. ¡Qué cariñosa! -Dio un paso hacia Meg y la agarró por el codo, apretando los dedos. Margaret notó el olor de su jabón en la piel de él, y el champú de hierbas, y vio el brillo rojizo de una mancha de barba sin afeitar en su mandíbula-. Dime, ¿por qué tengo que quedarme, Margaret -ahora hablaba bajito, casi en susurros-, si no tienes ni un momento para mí, y ella puede durar meses todavía?

Margaret se soltó el brazo.

– Pues entonces vete -le musitó, y notó una sorprendente distancia, como si las palabras le vinieran de algún sitio fuera de ella-. Por mí puedes irte al infierno de una vez, ¿de acuerdo?.

Se hicieron frente en silencio durante un buen rato. Sus respiraciones se oían por encima del ruido de fondo de Radio Cuatro. Luego Roger soltó una carcajada. Levantó la mano y cogió la barbilla de Margaret, empujándole la cabeza hacia atrás.

– ¿En serio lo quieres, amor? -Roger se inclinó y puso la boca a pocos centímetros de ella-. Pues no lo obtendrás. Me marcharé cuando me dé la gana a mí, no antes, y que ni se te ocurra pensar que vas a librarte de mí.

***

El autobús número 89 dio una sacudida y traqueteó cuesta arriba por Camden Town. Margaret Bellamy estaba sentada en el asiento de delante del segundo piso, con la pesada bolsa de la compra puesta a su lado como un bastión contra los intrusos.

No tenía de qué preocuparse. Aparte de ella, el único ocupante que se había aventurado a subir las escaleras era un anciano desdentado absorto en un periódico deportivo. La tapicería del asiento olía a tabaco y a polución, pero para Margaret aquel olor familiar era reconfortante. Se roía los nudillos, el último de una serie de gestos compensatorios con el propósito de no morderse las uñas. Una costumbre infantil, decía Jasmine. Jasmine…

Margaret se puso a divagar, su pensamiento saltaba de una cosa a otra como la aguja de un viejo tocadiscos. Había tenido que salir de la oficina, aunque la señora Washburn le había dirigido su mirada de pez al preguntar: «¿Otra vez al dentista?».

«Bruja», pronunció Margaret en voz alta, y luego se volvió para ver si el viejo apestoso la había oído. Y aunque la oyera, ¿qué?, se dijo. Se había pasado la vida intentando no ofender a nadie, y eso la había metido en un buen lío.

Debía haberle hablado a Jasmine de Roger, ése había sido su primer error, pero la primera vez que él la invitó a salir, ella no acabó de creérselo, y no quiso correr el riesgo de la humillación si la dejaba tan rápidamente como se la había ligado. Luego nunca parecía el momento, y la culpa que sentía por mantenerlo en secreto complicaba su apuro. Ensayó todo tipo de guiones del tipo: «Hace tiempo que quería decirte…», pero al final guardó silencio.

En realidad, Roger no la había invitado a salir. Bien mirado, se había limitado a aportar su presencia y sus atenciones mientras ella lo pagaba casi todo. Entonces le pareció un precio mínimo a cambio de disfrutar de la resplandeciente presencia de Roger, de sus contactos, de sus aires de conocer a toda la gente bien y todos los lugares adecuados.

Aquel había sido un pequeño error de vanidad, un error perdonable. Sin embargo, los que cometió después no eran tan comprensibles. No debió haberle contado a Roger lo que Jasmine le había pedido. Y menos hablarle del dinero.

El autobús se detuvo con una sacudida en South End Green. Con el bolso golpeándole la cadera, Margaret descendió las escaleras y salió al aire libre, deslumbrada. Emprendió la cuesta, y los enormes y viejos plataneros y los sauces desfilaron a su derecha. El sol brillaba en el agua de los estanques, y la gente fluía a su alrededor con el aire festivo que adoptan los ingleses en los inesperados días cálidos y primaverales.

La sensación de desasosiego que le duraba desde la noche anterior se afianzó todavía más en la boca del estómago.

Desde Willow Road se desvió del Heath y caminó con dificultad por Pilgrim's Lane. Al llegar a Carlingford Road, levantó la mirada y vio la parte trasera de una ambulancia doblar a la izquierda por Rosslyn Hill y desaparecer. Margaret sintió un espasmo en el estómago y las rodillas estuvieron a punto de fallarle.

***

Felicity quitó las sábanas de la cama y extendió la colcha sobre el colchón desnudo, remetiendo las esquinas con cuidado. Kincaid, tras levantar los estores, miraba el trozo de jardín de abajo. Al rato se apartó de allí, se pasó los dedos por el cabello, y se volvió hacia ella.

– ¿Sabe si tiene parientes?

– Un hermano, creo, llamado Theo -respondió Felicity, alisando la colcha por encima de la almohada. Revisó la cama por un instante, hizo un gesto de satisfacción y se volvió hacia la pica-. Aunque no sé si se llevaban muy bien -añadió, por encima del hombro mientras se lavaba las manos antes de llenar el hervidor de cobre bajo grifo-. Lo nombró varias veces. Vive en Surrey, o Sussex, pero no lo he visto nunca. -Felicity indicó el pequeño secreter que Jasmine utilizaba para sus papeles-. Supongo que encontrará su número y su dirección por ahí.

Kincaid se quedó un poco perplejo de que diera por supuesto el hecho de que sería él el responsable de dar la noticia a los parientes de Jasmine, pero no supo quién más podría llevar a cabo esa desagradable tarea. El panorama no le hizo ninguna gracia.