Vi tomó un sorbo de té.
– ¿No podrías encontrar algo más barato?
Gemma sacudió la cabeza con vehemencia y dijo:
– No. Aun ahora no es ninguna maravilla, a pesar de lo que pago.
– Gemma -le dijo Vi, despacio-, ya sabes que nosotros lo cuidaríamos. Sólo tienes que pedírnoslo.
Miró a su madre a los ojos y apartó la vista.
– No puedo, mamá. Es que… No, no puedo.
– Piénsalo, cariño, aunque sea como medida temporal.
Gemma se sintió tentada. Sería una salida fácil, pero significaría una pérdida de independencia que no quería en absoluto. Respiró y sonrió a su madre.
– Lo tendré en cuenta, mamá. Gracias.
El crepúsculo caía cuando Kincaid llegó a la North Circular Road. El viaje de vuelta de Dorset se le había hecho interminable, y tras kilómetros dando las mismas vueltas a sus pensamientos, circular por el tráfico londinense resultó un buen antídoto.
Se zafó de la arteria principal y cruzó la relativa calma de Golders Green hasta el norte de Hampstead. Cuando llegó al cruce de North End Way con Heath Street, giró a la izquierda impulsivamente. La Spaniard's Road corría como un puente sobre la colina ya en sombras del parque, aislada y despejada de tráfico. Una cara blanca resplandeció a la luz de los faros -una figura solitaria que aguardaba el autobús-, luego pasó la barrera de peaje de Bishop hasta la carretera y se encontró en medio del ajetreo del aparcamiento de Spaniards Inn. Cuando paró el coche, se abrió la puerta del viejo pub, que proyectó una ola de luz, calor y olores sabrosos en la noche.
Al cabo de unos minutos, y mientras mantenía en equilibrio un plato de salchichas, patatas y ensalada, y una cerveza, Kincaid se instaló en una mesita individual. De espalda a la pared, podía observar el local mientras comía. Siempre se sentía más cómodo como observador que siendo observado, y el remolino de actividad le permitía divagar.
¿Lo había acercado aquella jornada a la verdadera Jasmine? Tentadoras imágenes inconexas galopaban por su mente. El rostro de Jasmine enmarcado en la ventana de la casa de Briantspuddle; el cabello oscuro de Jasmine cubriendo su rostro al inclinarse sobre la máquina de escribir en el despacho de Rawlinson; Jasmine apoyada sobre la cama de su piso de Hampstead, riendo cuando él le exageraba alguna anécdota del trabajo. Si él persistía y excavaba hondo, ¿lograría juntar por fin todas aquellas piezas en un todo? ¿Existiría una persona definitiva? ¿Alguna vez podría uno decir que ésta era Jasmine y no la otra?
Se dio cuenta de que parte de la inquietud melancólica que lo dominaba desde que salió de Dorset tenían que ver con su creciente reticencia a seguir leyendo los diarios de Jasmine. Todo lo que había leído hacía crecer su idea de ella como una persona profundamente reservada, incluso misteriosa, y la sensación de que entraba en su vida sin autorización era cada vez mayor.
Se sorprendió mirando fijamente a dos chicas que pedían en la barra. Una tenía el cabello naranja muy corto, casi al rape; la otra, una cabellera clara y lisa que le caía por la espalda. Las minifaldas en tela elástica dejaban al descubierto las piernas desnudas desde las nalgas, a pesar de la noche húmeda y fría. Supuso que la vanidad las proveía de suficiente calor interior. Lo que le molestaba no era la probabilidad de que se resfriasen, sino el no saber desde cuándo llevaban allí. Debía de estar envejeciendo.
La vista de la chica rubia accionó el mecanismo habitual. Un doloroso recuerdo se disparó casi antes de hacerse consciente. Vic. ¡Qué extraño haber profundizado tanto en los pensamientos íntimos de Jasmine y no haber sabido nunca lo que su mujer pensaba! Su relación con Jasmine, en cierto modo perverso, se había vuelto más íntima que su matrimonio.
Kincaid pinchó el último trozo de patata y de salchicha con el tenedor. De buena o de mala gana, volvería a casa y reanudaría la lectura donde la había interrumpido. No podía dejar el trabajo a medias, no seguir aquella vida hasta su término. Lo empujaba una sensación de urgencia, casi una necesidad.
Durante los meses que siguieron a su llegada a Londres, el diario de Jasmine recordaba a Kincaid los libros de cuentas que llevaban las esposas victorianas. «He comprado las cortinas para el piso. He gastado diez libras en cacharros de cocina. ¿Quedará para pagar las tasas?» Aparecían lagunas, luego las entradas volvían a aparecer, sin fechar, esporádicas e inconexas. Kincaid pasó las hojas y se detuvo ocasionalmente para leer una entrada con más atención.
May está muerta, como papá. Supongo que yo debería sentir algo, pero no lo siento. Nada. ¿Sabía que iba a morir? ¿Estaría asustada o se mantuvo almidonada como la vestimenta de un predicador hasta el final? ¿Pensó en mí? ¿Se arrepintió? ¿Yo podría haberla querido, si me hubiera esforzado más? No pienso regresar, ni siquiera por Theo.
Esta ciudad parece engendrar soledad en sus calles lúgubres y mojadas, en el frío que encierran sus piedras. Podría vivir toda la vida aquí en el anonimato, sin ser conocida, sin ser reconocida. Hago el mismo camino al trabajo todos los días, me detengo en las mismas tiendas, pero sigo siendo una extraña, «Señorita» a secas.
El piso me recibe con su olor a grasa rancia y meto en la calefacción eléctrica las monedas suficientes para no helarme. A veces, cuando me duermo, sueño con la India, que estoy en la cama de Mohur Street, y oigo a los madrugadores vendedores ambulantes que cantan bajo mi ventana.
Nunca imaginé que May tuviera tanto dinero. O que lo dividiría en partes iguales entre nosotros. Ha intentado ser justa, aunque no lo sintiera. Eso hay que reconocérselo.
¿Para qué lo habrá ahorrado todos estos años? Vivía como si no pudiera comprar la leche del día siguiente, rabiosa porque no podía mantenerme, aunque yo pagara mi parte de los gastos, y todo ese tiempo tenía miles de libras en el banco. ¡Maldita bruja!
Un piso nuevo, una planta baja en Bayswater. Pequeño, pero limpio, con la luz del sol que pasa a través de las ventanas, y el minúsculo jardín trasero tiene un ciruelo que empieza a florecer. ¡Qué bien volver a casa para comer cualquier cosa, tomar una copa de vino, todo tal como me gusta! Segura. Por primera vez siento una lucecita de esperanza de que la vida aquí no sea siempre tan triste, y me recuerdo constantemente que ha sido posible gracias al dinero de May. Lo he usado en el pago a cuenta, pero no gastaré más. Quiero vivir de mi salario, no del capital. Theo ya me está pidiendo préstamos para equilibrar sus finanzas, no puedo decirle que no. Parece completamente perdido.
Los sueños han vuelto a empezar. Me he despertado sudando y mareada, luego no he pegado ojo. He vuelto a escribir a su madre. Sin respuesta. No puedo preguntar a nadie más. No debería, sé que no debería. No debería pensar, no debería recordar, no debería escribir.
A veces me parece que le ha ocurrido a otra persona, lo veo todo tan lejos y tan diluido y entonces vuelven los sueños.
Hoy es un día señalado. Mi primer día como ayudante en la oficina de Planificación del distrito. El sueldo no es alto, pero es un primer paso con posibilidades de ascenso.
Esta mañana he bajado del autobús una parada antes y he ido paseando por Holland Park. Las ráfagas de viento hacían volar las hojas por los senderos, la gente se ceñía bien los abrigos y corría con la cabeza gacha, pero yo era tan feliz como si el parque fuera mío, la ciudad, el tiempo incluso fuera mío y pudiera alargarlo todo lo que quisiera.