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– A veces les da así, de repente. -Felicity se volvió y lo observó con preocupación, y entonces Kincaid se maravilló de la rapidez con que había recobrado el equilibrio. Unos instantes de conmoción -ojos cerrados, profunda palidez- y luego había recuperado su eficacia profesional. Un acontecimiento bastante corriente para ella, pensó Kincaid, perder a un paciente.

– Pues no parecía…

– No. Yo le habría dado un mes o dos más, al menos, pero no somos Dios… nuestras predicciones no son infalibles.

El hervidor silbó y Felicity se apartó, cogió unos tazones de un anaquel y vertió el agua hirviendo encima de los sobrecitos del té con movimiento suave. El traje gris, de mujer de negocios, no pegaba con aquella eficiencia casera, y la propia Felicity, tan sobria en medio del baturrillo de pertenencias exóticas de Jasmine, le hizo pensar en un halcón entre pavos reales.

– Nunca hablaba de eso… De su enfermedad, quiero decir -dijo Kincaid-. No sabía que estuviera tan…

La puerta de entrada se abrió y golpeó la pared. Kincaid y Felicity Howarth giraron sobre sus talones, sobresaltados. En el umbral había una mujer con una bolsa de la compra apretada contra el pecho.

– ¿Dónde está? ¿Adónde se la han llevado?

Se fijó en la cama hecha tan cuidadosamente y en sus actitudes, se tambaleó y la bolsa le cayó de lado.

Felicity fue, con mucho, más rápida que Kincaid. Cuando él llegó, tenía ya el bolso seguro en el suelo y la mano bajo el codo de la mujer.

La condujeron hacia una silla y ella se derrumbó sin ofrecer resistencia. No tendría treinta años, estimó Kincaid, un poco entrada en carnes, de caprichoso cabello castaño y una piel dolorosamente clara, rostro redondo, ahora arrugado por el dolor.

– ¿Margaret? Eres Margaret, ¿verdad? -preguntó Felicity con suavidad. Miró de reojo a Kincaid y explicó-: es una amiga de Jasmine.

– Díganme adónde la han llevado. No querrá estar sola. Ay, sabía que no tenía que irme anoche -la frase se desintegró en un lamento y volvió el rostro de un lado a otro, como si buscara a Jasmine por la casa, con las manos retorciendo las solapas. Kincaid y Felicity se miraron por encima de la cabeza de Margaret.

Felicity se arrodilló y tomó las manos de Margaret entre las suyas.

– Margaret, míreme. Jasmine ha muerto. Ha muerto mientras dormía, esta noche. Lo siento.

– No. -Margaret miró a Felicity suplicante-. No puede ser. Me lo prometió.

Las palabras sonaron extrañas; Kincaid sintió un cosquilleo de alarma. Dobló una rodilla al lado de Felicity.

– ¿Te lo prometió? ¿Qué prometió Jasmine, Margaret?

Margaret reparó en Kincaid.

– Había cambiado de opinión. Fue un alivio. Yo no habría podido… -Un sollozo entrecortado la interrumpió, y se estremeció-. Jasmine nunca rompería una promesa. Siempre mantenía su palabra.

Felicity había soltado las manos de Margaret, que se agitaban de nuevo en su regazo. Kincaid atrapó una y la mantuvo con la suya.

– ¿Qué es lo que Jasmine quería que hicieras?

Ella se quedó inmóvil y lo miró perpleja.

– Pues que la ayudara a suicidarse. -Parpadeó y de sus ojos brotaron las lágrimas, y sus palabras salieron tan bajito que a Kincaid le costó oírla-. ¿Qué voy a hacer yo ahora?

Felicity se levantó, cogió un tazón de té tibio de la cocina, removió el azúcar y puso con cuidado las manos de Margaret en torno al tazón.

– Bebe, cariño, y te sentirás mejor.

Margaret bebió ávidamente hasta vaciar la taza, sin preocuparse por las lágrimas que corrían por su rostro.

Kincaid cogió una silla del comedor, se sentó frente a ella y aguardó mientras sacaba un pañuelo arrugado del bolsillo y se secaba los ojos. Las pálidas pestañas le daban un aspecto indefenso, como de conejo sorprendido por la luz de una linterna.

– Margaret, dime qué ocurrió exactamente, por favor, me gustaría saberlo.

– Sé quién es -dijo, mientras lo observaba-. Duncan. Es usted mejor de lo que… -Unas manchas rojas tiñeron su piel clara y se miró las manos-. Quiero decir…

– ¿Jasmine te había hablado de mí?

Jasmine había mantenido su vida compartimentada a la perfección, pensó Kincaid. A él nunca le había mencionado a Margaret.

– Sólo me dijo que vivía arriba y que a veces venía a verla. Yo le decía que se lo inventaba, como el amigo imaginario de un niño, porque nunca… -las palabras se fundieron en un sollozo y volvió a sacar el pañuelo-… lo había visto.

– Margaret -Kincaid se inclinó hacia delante y le tocó el brazo, llamando su atención para que lo mirara-, ¿estás segura de que Jasmine quería suicidarse? Tal vez lo dijo por decir, como para creer que tenía alguna elección.

– Oh, no -Margaret sacudió la cabeza y le entró hipo-. Cuando llegaron los informes de que la terapia no había salido bien, escribió a Exit. Dijo que no aguantaría las sondas -tubos y enchufes, decía-, que no se sentiría humana…

Margaret se presionó los dedos contra los labios en un esfuerzo por aguantar las lágrimas.

Kincaid se inclinó hacia delante, animándola.

– Bien, sigue.

– Le mandaron toda la información y lo planeamos todo: cuánto tenía que tomar, qué debería hacer exactamente. Anoche, tenía que ser anoche.

– ¿Pero cambió de opinión? -la apremió Kincaid, pues no proseguía.

– Vine en cuanto pude salir del trabajo. Me había armado de valor para decirle que no podría hacerlo, pero no me dejó ni acabar: «Es igual, Meg», me dijo, «no te preocupes. Yo también he cambiado de idea». Estaba… diferente… como contenta. -Margaret lo miró suplicante-. Yo la creí; si no, no la habría dejado sola.

Kincaid se volvió hacia Felicity.

– ¿Es posible? ¿Se las puede haber apañado sola?

– Desde luego, con los pacientes que se automedican siempre cabe esa posibilidad -respondió, como si tal cosa-. Es uno de los riesgos de la atención a domicilio.

Estuvieron callados un rato. Margaret estaba sentada con los hombros hundidos, los ojos enrojecidos, apagada: Kincaid suspiró y se frotó la cara, reflexionando. Si hubiera sido el único en oír la confesión de Margaret podía haberla pasado por alto, dejar a Jasmine marcharse sin problemas, en paz. Pero la presencia de Felicity Howarth complicaba las cosas. Ella debía de estar tan al tanto de seguir el procedimiento correcto como él, y no hacer caso de indicios de una muerte sospechosa no era recomendable. Y a pesar de que su propio dolor y su agotamiento le impedían definirlo, en el filo de su conciencia flotaba una sensación de recelo.

Levantó la vista. Felicity lo estaba mirando.

– Supongo -dijo, de mala gana- que tendré que pedir una autopsia.

– ¿Usted? -preguntó Felicity, juntando las cejas, y Kincaid se dio cuenta de que no se había presentado.

– Perdone, es que soy policía. Comisario detective de Scotland Yard.

Kincaid tuvo la misma impresión fugaz mientras miraba a Felicity que había tenido cuando encontraron el cuerpo de Jasmine: cara inexpresiva, neutra, como si la hubiera limpiado de todas las emociones.

– A no ser que quiera hacerlo usted -sugirió él, pensando que tal vez la había ofendido arrebatándole su autoridad.

Felicity volvió a prestarle atención y sacudió la cabeza.

– No, creo que es mejor que se encargue usted. -Hizo un gesto indicando a Margaret, que seguía sin reaccionar-. Yo tengo que ocuparme de otras cosas. -Se acercó a ella y le tocó el hombro-. Te acompaño a casa, cariño. Tengo el coche aquí fuera.

Margaret la siguió sin protestar, recogiendo la bolsa de la compra que Felicity le pasaba y estrechándola contra el pecho. En la puerta, se volvió a Kincaid.

– No tenía que estar sola -susurró, y sus palabras casi parecieron una acusación, como si él también fuera en parte responsable.

La puerta se cerró tras ellas. Kincaid se quedó quieto, en el piso en silencio, recordando de pronto que casi llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir. Un lamento agudo rompió el silencio y giró sobre sus talones, con un vuelco en el corazón.