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El gato, por supuesto. Lo había olvidado completamente. Cayó sobre las rodillas junto a la cama y se asomó debajo. Unos ojos verdes y brillantes lo miraban.

– Ven, gatito, gatito -lo llamó, lisonjero. El gato parpadeó, y a Kincaid le pareció ver un movimiento que bien pudo ser de la cola-. Ven, gatito, gatito.

Ni caso. Se sintió idiota. Se levantó y se puso a hurgar por la cocina hasta que encontró una lata de comida de gato y un abrelatas. Echó aquella comida asquerosa en un cuenco y lo dejó en el suelo.

– Bueno, gato, ya cambiarás de idea. Yo me voy a casa.

El agotamiento volvía a caer sobre él, pero aún tenía que hacer varias cosas. Miró en la nevera y encontró dos viales de morfina casi llenos. Luego sacó la basura de debajo del fregadero y rebuscó. No había ninguno vacío.

Encontró enseguida la agenda de direcciones de Jasmine, en un compartimento del secreter. Su hermano aparecía con un número de teléfono y una dirección de Surrey. Se metió el libro en el bolsillo y puso una mano en el picaporte de la puerta, pero una idea le hizo parar en seco.

Jasmine era una persona muy metódica. Cuando la visitaba, siempre oía que pasaba el pestillo y la cadena al cerrar. ¿Se habría echado a morir tranquilamente sin asegurar la puerta? ¿En consideración hacia los que llegaran al día siguiente? Sacudió la cabeza: el acceso era fácil por la puerta del jardín y, sin embargo, si hubiera muerto de modo natural mientras dormía, habría cerrado como siempre por la noche.

La duda le irritó, salió al descansillo y cerró la puerta más bruscamente de lo que debía. Entonces fue cuando se dio cuenta de que se había olvidado de buscar una llave.

3

El sol del mediodía entraba por las ventanas sin cortinas de la parte sur del piso de Kincaid, creando un efecto invernadero sofocante. Abrió la ventana y la puerta del balcón, se quitó la chaqueta y la colocó al fondo del armario de la entrada. Empezó a sudar por las axilas y por encima del labio, y el auricular del teléfono le resbalaba entre los dedos mientras marcaba el número del despacho del juez de instrucción.

Kincaid se identificó y explicó la situación. Sí, habían mandado el cuerpo al hospital porque no había médicos de guardia para extender un certificado de defunción. No, entonces no había puesto en cuestión la causa de la muerte, pero luego se había enterado de algo que la hacía sospechosa. ¿Pediría el juez de instrucción una autopsia al histopatólogo? Sí, suponía que era un requisito oficial. ¿Le informarían de los resultados lo antes posible?

Dio las gracias y colgó, satisfecho por, al menos, haber empezado los trámites. El papeleo podía esperar hasta el día siguiente. Se quedó mirando irresoluto a su alrededor, con miedo a llamar al hermano de Jasmine.

Los platos sucios de hacía días se acumulaban en el fregadero, tazas con posos pegajosos cogían polvo en la mesa de la cocina, y libros y ropa atestaban los muebles. Kincaid suspiró y se hundió en la silla, frotándose la cara, como ausente. Notaba incluso la piel pegajosa y floja por el agotamiento. Al reclinarse en el respaldo y cerrar los ojos sintió un bulto duro contra el omoplato: su chaqueta, con la agenda de direcciones de Jasmine en el bolsillo del pecho. Sacó el fino cuaderno y se puso a estudiarlo. Era muy propio de Jasmine, pensó, piel verde esmeralda estampada con dragoncitos dorados, elegante y un poco exótica. Cruzó por su mente que tenía que preguntarle dónde la había encontrado, pero sacudió la cabeza. Sin embargo, debía asumirlo.

Hojeó las páginas de borde dorado, que fluyeron como alas de mariposa, y entrevió la letra minúscula de puño de Jasmine. Los nombres saltaron hacia éclass="underline" Margaret Bellamy, con una dirección en Kilburn; Felicity Howarth, Highgate. A Theo lo encontró en la T, sólo el nombre de pila y la dirección.

Volvió a marcar los números, esta vez más despacio. El teléfono daba una señal distante, y casi había renunciado cuando una voz de hombre contestó:

– Bagatelas.

– ¿Cómo dice? -dijo Kincaid, sobresaltado.

– Bagatelas, ¿dígame? -Esta vez la voz sonó un poco molesta.

– ¿Señor Dent? -preguntó Kincaid, tomando coraje.

– Sí, ¿qué desea? -La molestia se convirtió en claro fastidio.

– Señor Dent, me llamo Duncan Kincaid. Vivo en el edificio de su hermana, Jasmine. Siento mucho tener que comunicarle que murió anoche. -El silencio sepulcral al otro lado de la línea duró tanto que Kincaid dudó que el hombre siguiera allí-. ¿Señor Dent?

– ¿Jasmine? ¿Está seguro? -Theo Dent parecía perplejo-, claro que está seguro -prosiguió con algo más de fuerza-. Qué pregunta tan idiota. Es que… No me esperaba…

– Ya, nadie…

– Lo ha pasado… es decir, ha tenido…

Kincaid respondió con suavidad.

– Parecía muy serena. Señor Dent, debería usted venir para arreglar las cosas.

– Ah, por supuesto. -Un plan de acción pareció impulsarlo a una eficiencia inconexa-. ¿Adónde la han…? ¿Dónde está? No puedo salir antes esta tarde. Tengo que cerrar la tienda, y no conduzco. Tengo que coger el tren en…

Kincaid lo interrumpió.

– Si quiere nos podemos ver aquí, en el piso, y entonces le daré los detalles.

No quería explicarle por teléfono que tal vez retrasaran el funeral.

Theo soltó un audible suspiro de alivio.

– ¿En serio? Se lo agradezco mucho. Cogeré el tren de las cinco. ¿Vive usted encima o debajo? Jasmine nunca me…

– Arriba.

La ignorancia de Theo no le sorprendió, al fin y al cabo él tampoco sabía que Jasmine tuviera un hermano.

Colgaron y Kincaid cerró los ojos por un momento: la peor de sus responsabilidades había terminado. No había sido tan terrible como creyera. El hermano de Jasmine pareció más sorprendido que dolido. Tal vez no se llevaran bien, aunque se daba cuenta de que el silencio de Jasmine sobre un tema no era necesariamente indicativo. Se sentía demasiado confuso para pensar claramente en ello y se dirigió a la cocina. Miró en la nevera: huevos, un tomate arrugado, un trozo de queso sospechoso y varias latas de cerveza. Abrió una cerveza y tomó un sorbo; después, hizo una mueca y volvió a dejarla.

Llevaba ya la camisa medio desabrochada, de camino al dormitorio, cuando llamaron a la puerta con los nudillos -dos golpecitos secos, perentorios-. Kincaid abrió la puerta y parpadeó. No estaba acostumbrado a ver al comandante Keith si no era con su mono de jardinero, pero ahora estaba muy elegante: traje de tweed con corbata de rigor, zapatos lustrados brillantes como patenas, gorra cuidadosamente doblada en la mano, y la preocupación que asomaba a su redondo rostro.

– ¿Comandante?

– Acabo de hablar con el cartero. Dice que ha visto una ambulancia salir del edificio cuando ha pasado antes y me he preguntado… Nadie ha contestado en el piso de abajo, ahora mismo. ¿Está bien?

¡Dios! Kincaid se dejó caer contra el quicio de la puerta. ¿Cómo había olvidado que el comandante no se había enterado? Y eran amigos, no sólo meros conocidos; sus reconfortantes visitas de tarde, al menos, eran algo que Jasmine sí le había contado. «No estoy muy segura de que se puedan llamar "charlas"», decía riendo. «Nos quedamos ahí sentados, como dos perros viejos al sol.»

Kincaid se recompuso, consciente de que en su cara tenía impresa la consternación.

– Pase, comandante, por favor.

Dejó entrar al comandante y le indicó una silla con un gesto vago, pero el comandante se volvió y se quedó en pie, frente a él, aguardando. Tenía unos ojos intensos, azul pálido, sorprendentes.

– Debió usted decírmelo -dijo, por fin. Kincaid suspiró.

– Esta mañana no ha abierto la puerta a su enfermera. He llegado en aquel momento y he forzado la cerradura. La hemos encontrado en la cama, parecía haber muerto en paz mientras dormía.