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– Igual que tú -dijo, y se alejó. Sin volver la vista atrás.

***

– Gracias, Charlie -le dijo Meg al conductor cuando el autobús se detuvo con un chirrido debajo del reloj de Abinger Hammer. Era el trayecto de Dorking a Guildford, y el conductor uno de los clientes habituales de su padre. Ella hizo un gesto de despedida y la puerta se cerró suavemente tras ella. Miró el autobús hasta que dobló el recodo y desapareció por la carretera.

La tienda estaba en la acera de enfrente, inconfundible, tal como la recordaba. Se frotó las manos en las solapas del abrigo y descubrió una mancha donde debió haber derramado la bebida que había tomado en el tren desde Londres a Dorking. La parada en casa de sus padres había sido breve: había metido las bolsas en su antiguo cuarto, rechazado el té que le ofrecía su madre y se había negado a contestar preguntas.

– Ahora no, mamá. Tengo que ir a ver a una persona.

El recuerdo de la cara de asombro de su madre le hizo sonreír. Nadie de la familia esperaba que la pequeña Margaret dijera que no o tuviera planes propios.

Cruzó la calle despacio y se detuvo de nuevo frente a la tienda. A través del cristal del escaparate se veía luz, pero no había ningún movimiento en el interior. El corazón le latía con fuerza en el pecho y le temblaban los dedos cuando tocó el picaporte. Al entrar, una campanita tintineó en el fondo de la tienda. Al principio, cuando vio el revoltijo de desechos que estaban allí expuestos, se desanimó: viejas herramientas de granja, porcelana, un caballito mecedor, libros mohosos, todo dispuesto sin orden ni concierto, y sobre todo, con un aspecto de abandono.

Sin embargo, a medida que avanzaba por el corredor abarrotado, mirando y tocando, las posibilidades empezaron a aflorar. Se había agachado para meter las manos en un cesto con viejos botones cuando la puerta se abrió y oyó la voz de Theo.

– ¿Qué dese…? ¡Margaret!

Ella se levantó con un botón plateado entre los dedos.

– Hola, Theo. Llámame Meg, como me llamaba Jasmine.

– ¿Qué haces…? Bueno, me alegro de verte. Es que no te esperaba…

– He venido a hacerte una propuesta. -Aunque la voz le temblaba, sonó bien, así que tomó aliento y prosiguió-. ¿Podemos hablar en algún sitio?

Theo se recompuso.

– Claro. Subamos. Me temo que no es gran cosa -dijo mientras la guiaba-. Supongo que con los años me he acostumbrado a vivir entre cajas. Las necesidades mínimas.

Meg observó el sillón y la cama plegable, las cajas de cartón y la placa de cocina.

– Lo sé -dijo mientras pensaba en su estudio-, pero tú lo has hecho bastante acogedor.

– Aquí hay un sitio -la dirigió hacia el sillón-. Voy a hacer té.

Lo vio llenar una tetera eléctrica en el pequeño hueco que servía de cocina, y, de pronto, se notó la lengua paralizada, incluso para hacer comentarios. Dios mío, ¿qué le había pasado para concebir semejante disparate? En el mejor de los casos se iba a reír de ella; en el peor, la rechazaría con desdén bien merecido, y entonces ¿qué sería de ella? Bueno, no estaría peor de lo que había estado, se dijo con firmeza, y tenía los medios para iniciar una nueva vida.

Theo trajo el té en una bandeja lacada con tazas de porcelana y lechera y azucarero a juego.

– A veces me quedo con cosas bonitas -dijo, al ver su expresión-. Siempre me ha gustado este diseño, y es lo bastante corriente como para no ser carísimo.

La porcelana parecía atraer toda la luz de la desnuda estancia, y su color entre cobalto y teja con el dibujo entrelazado de hojas y dragones hizo que Meg pensara en Jasmine.

– Jasmine tampoco perdió nunca el gusto por lo exótico.

Theo no habló hasta haber servido el té y haberse acercado una silla. Entonces dijo:

– No, y en parte era una afectación, una vanidad. La hacía diferente. -Sonrió-. Yo en cambio nunca he querido ser diferente, pero supongo que algunas cosas de mi infancia me parecen reconfortantes.

– Tú no conociste a tu madre, ¿verdad?

– No. Sólo a Jasmine. -Con la taza en el aire, se quedó mirando fijamente algún punto detrás de la espalda de Meg-. Es raro mirar hacia atrás, a nuestra infancia desde una perspectiva adulta. Jasmine sólo tenía cinco años cuando mamá murió al tenerme. Ahora veo en ese modo de responsabilizarse completamente de mí su manera infantil de superar su propio dolor y desorientación, pero para mí era lo más natural del mundo. Yo creía que todas las familias eran como la nuestra.

Dio un sorbo al té y volvió a dejar la taza en el platito.

Meg reunió el valor necesario.

– Theo, he venido por Jasmine. -Al ver que sus labios se torcían para formular una pregunta, se apresuró-. O mejor, por el dinero de Jasmine. Me gustaría ayudarte en el negocio.

Él empezó a negar con la cabeza antes de que acabara.

– No te lo permitiré. No estaría bien. Jasmine hizo lo que creyó mejor para los dos…

– Theo, no hablo de un préstamo. Quiero participar como socia. Tendré capital por invertir de la venta del piso, y soy buena con la contabilidad. Creo que podríamos… -Se interrumpió cuando se sintió una idiota. La boca de Theo formaba ahora una perfecta «o» de asombro, y se parecía más que nunca a un osito-. Perdona, ¡qué estúpida soy!

Terminó el té y se puso en pie, contenta de no haberse quitado el abrigo. El apuro de tener que volver a ponérselo habría retrasado su salida.

– Gracias por el…

– Espera, Meg -dijo Theo y se levantó tan rápidamente que derramó el té en el platito cuando quiso poner la taza. Le tocó el brazo-. Lo dices en serio, ¿verdad?

Ella asintió, sin atreverse a hablar.

– Al principio he creído que me tomabas el pelo. ¿De verdad estarías interesada en este lugar? -Su tono expresaba incredulidad, y cuando ella volvió a asentir, dijo-. ¿Por qué? ¿Qué hay de tu trabajo? ¿Y de tu vida en Londres?

Se refería a Roger, pensó ella, pero tenía tanto tacto que no lo nombraba.

– He dejado el trabajo. Y Jasmine era lo único en mi vida que me importaba de verdad. -Se esforzó por buscar las palabras que le hicieran entender lo que ni siquiera estaba segura de entender ella misma. Se volvieron a sentar sin casi darse cuenta, Meg en el borde de la silla, Theo inclinado hacia delante en su asiento.

– Yo nunca he contado para nada, Theo. Cualquiera podía hacer mi trabajo, alquilar mi habitación… Y Roger no tardará en encontrar unas perspectivas mejores. Mi familia se quejó cuando me marché porque les dejé más trabajo a ellos, pero no me han echado de menos.

– Quiero… -Bajó la vista a sus manos, tendidas hacia él, luego cerró los puños y volvió a llevárselas al regazo-. No puedo…

– No tienes que explicar nada. -Theo sonrió y ella percibió su comprensión, pero no piedad-. Voy a preparar más té. Antes se me han olvidado las pastas.

Recogió la bandeja y mientras caminaba hacia el rincón de la cocina se detuvo como asaltado por un pensamiento. Se detuvo y se volvió hacia ella.

– Meg, ¿te gustan las películas antiguas?

***

Había hecho todas las tareas del sábado: limpiar el piso, bajar la ropa a la lavandería de East Heath Road, hacer algunas compras, incluso bajar un cubo y esponjas para lavar el Midget aparcado en la acera. No podía imaginarse un día más bonito de primavera; un día para paseos en coche por el campo, para tomar una bebida ante una partida de criquet, para hacer un picnic junto al Serpentine. Y, sin embargo, Kincaid permanecía en su limpio salón, mirando la caja de zapatos que seguía acusándolo desde la mesa baja. Detrás del dolor que lo había aturdido toda la mañana como una resaca, era consciente de que el día anterior se le había pasado algo por alto. Existía una relación, una palabra, un recuerdo enterrado en su cerebro, que aguardaba el momento justo que le permitiera dar el salto a la conciencia. Sabía que no podía forzarlo, pero no podía descansar.