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Bajó, retiró la lona del Midget y se fue a Scotland Yard.

***

El pasillo estaba en silencio, a falta del murmullo de los días laborables de voces y teclados. Saludó con la mano a los pocos despachos ocupados y abrió su puerta distraídamente. Una figura familiar estaba sentada junto a su escritorio, con la cabeza cobriza inclinada sobre un archivo.

– ¡Gemma!

– Hola. No esperaba verte hoy.

Le sonrió. Se la veía cansada y un poco pálida.

– ¿Qué haces aquí?

Él se sentó en la mesa y se fijó en sus tejanos y en sus zapatillas de deporte, así como en el jersey azul brillante que hacía relucir su cabello como un penique nuevo.

Ella señaló el archivo.

– Buscando una aguja en un pajar, supongo. -Apartó la silla y apoyó los pies en el tirador del último cajón-. Pasé la mañana de ayer enterándome de cosas sobre Roger Leveson-Gower y sus amigos, y sobre las costumbres que ni yo ni nadie nunca hemos querido saber, pero no me sirvió de nada. Cero a la izquierda. Un par de amigos del trabajo juran que estuvo bebiendo con ellos hasta la madrugada, cuando supuestamente se sumergió en la cama con Meg. Y los testigos lo corroboran. -Suspiró y se frotó la cara con las manos mientras se estiraba la piel de los pómulos-. ¿A ti cómo te fue?

– Dorset fue un fracaso. -Encajó la expresión de: «Ya te lo dije» con una sonrisa-. Y hablé con el comandante -añadió, más serio y con pocas ganas de referir el relato del comandante ni siquiera a Gemma-. No creo que pudiera matar a Jasmine. Desde luego, no tiene coartada, pero no hay pruebas físicas que lo inculpen.

– ¿No se fue pronto del ensayo, un hecho inusual?

Kincaid se encogió de hombros.

– Supongo que realmente no se encontraba bien. Una coincidencia.

Gemma levantó las cejas.

– ¿No se lo preguntaste?

– No me vi con ánimos después de lo que me había contado. Y las coincidencias se dan, por muy inconvenientes que sean -añadió, un poco a la defensiva.

– No estamos llegando a nada, y el jefe no nos va a dejar más tiempo, ya lo sabes. Los casos que tenemos pendientes se han resentido esta semana -enderezó la silla-. Lo extraño es que me doy cuenta de que me importa más de lo normal. Es como si hubiera conocido a Jasmine, a través de ti, de Meg, de los demás, y no soporto que su muerte quede en el archivo de irresolutos.

– ¿Ha aparecido algo útil? -Tocó el archivo abierto con el dedo.

Gemma negó con la cabeza.

– Sólo para hacer alguna eliminación. No hay ninguna prueba de que Theo Dent dejara Abinger Hammer en coche, tren, caballo, autobús o bicicleta la noche que murió Jasmine. Además… -rebuscó entre las hojas sueltas-, ha llegado una respuesta de la escuela de enfermería de Dorchester donde Felicity Howarth hizo el curso de especialidad. Una persona idónea, una «estudiante excepcional», según la nota del decano. Incluyen su expediente. -Gemma frunció el ceño mientras leía-. Debe de haberse casado dos veces. Se matriculó en el curso inicial como Felicity Jane Heggerty, Atkins de soltera, con dirección en Blandford Forum. -Gemma levantó la vista hacia Kincaid, atónita-. ¿No es dónde…?

Kincaid no oyó nada más. Las piezas encajaron en su mente con una claridad cegadora.

– Gemma, llama a Martha Trevellyan y entérate de si trabaja hoy Felicity.

Gemma levantó las cejas, pero buscó el número en el archivo y obedeció sin preguntar. Colgó el teléfono y dijo:

– Felicity ha llamado para decir que está enferma. Martha acaba de encontrar a alguien que la sustituya. Parecía muy alterada. Dice que no es propio de Felicity.

– Creo que voy a hacerle una visita, esté o no enferma.

– ¿Quieres que la llame antes?

Él sacudió la cabeza.

– Mejor que no.

– Voy contigo.

Se levantó y se puso una chaqueta de punto que había colgado del respaldo.

Kincaid la detuvo con una mano en el brazo mientras daba la vuelta al escritorio.

– Vete a casa, Gemma. Ya has hecho más de la cuenta. Ve a pasar el sábado con Toby. -Sonrió-. Y sería prudente por tu parte que no te asocien con esto, porque es muy probable que yo haya perdido todo el juicio que me queda.

20

El sol de abril daba un aire de hacendosa festividad al día, incluso a la calle de Felicity Howarth. La basura por recoger había desaparecido, y algunos residentes lavaban el coche o trabajaban en sus minúsculos jardines.

Kincaid llamó al timbre de Felicity y aguardó, con las manos en los bolsillos hasta que el eco se extinguió, y volvió a llamar. Iba a llamar por tercera vez cuando la puerta se abrió.

– Señor Kincaid.

– Hola, Felicity. ¿Puede dedicarme unos minutos?

Efectivamente no tenía muy buen aspecto, envuelta en una vieja bata rosa que desentonaba con el pálido cobrizo de su cabello. La cara sin maquillar aparecía arrugada a causa del agotamiento.

Dio un paso hacia un lado sin decir nada y él la siguió hasta el salón. Mientras se ceñía la bata en torno al cuerpo, se hundió en una silla, sin una pizca de la tajante autoridad que se asociaba con ella.

– He llamado a su oficina. Martha me ha dicho que no se encontraba bien.

Al cabo de un momento, en el que pensó que la mujer no reaccionaría, ella dijo:

– No, ¡pobre Martha! No se espera que la defraude.

Kincaid miró el pulcro salón en busca de los detalles que no recordaba. No había fotografías entre los adornos y chucherías.

– Felicity, ¿cuántos años tiene su hijo?

– ¿Mi hijo? -preguntó, inexpresiva.

– Sé por Martha Trevellyan que tiene un hijo en una clínica.

– Barry, Se llama Barry. -Una ráfaga de rabia sacudió su letargo-. Tiene veintinueve años.

– ¿Por qué no nos dijo que era de Dorset? Jasmine y usted tenían eso en común.

– No se me ocurrió. Llevo años en Londres, y Jasmine y yo nunca habíamos hablado de eso.

– Pero sabía que Jasmine había vivido en Dorset, aunque nunca lo hablaran.

Felicity jugueteó con un pliegue de la bata entre los dedos.

– Puede que ella lo mencionara, pero no recuerdo que habláramos expresamente de ello. Tengo muchos pacientes, señor Kincaid. No se me puede pedir que retenga los detalles de sus vidas.

Un pequeño progreso, se dijo él, satisfecho por haberla llevado de la apatía a una postura más a la defensiva.

– Pero sin duda el paralelismo era bastante extraordinario para advertirlo. Al fin y al cabo, durante el tiempo que vivieron en Blandford Forum, Jasmine trabajó en el despacho de abogados de la plaza del mercado. ¿Lo conoce? Al lado del banco. Sigue allí.

Dejó el sofá y arrastró la silla del escritorio de Felicity para sentarse delante de ella, con las rodillas casi tocándola.

– Dígame exactamente qué le ocurre a su hijo, Felicity. ¿Por qué está en una clínica?

Kincaid contuvo el aliento. Sabía que no tenía ni una prueba, sólo una loca conjetura que había nacido repentinamente en su cerebro.

Felicity estudió el pliegue de la bata, ahora aferrado con las dos manos. Al cabo de un momento, levantó la vista y miró a Kincaid a los ojos.

– Es casi completamente ciego y sordo. Responde a muy pocos estímulos, pero a mí me reconoce.

– Martha Trevellyan habló de una lesión infantil. ¿Qué le pasó a Barry, Felicity?

Dejó las manos quietas en el regazo.

– Ahora lo llaman daño axonal difuso (DAD), pero cuando Barry era pequeño se sabía tan poco de las lesiones cerebrales profundas que a menudo hacían diagnósticos equivocados.

Kincaid suspiró y se apoyó en el respaldo.

– Creo -dijo despacio- que no necesitaba que le dijeran que Jasmine era de Dorset porque la recordaba muy bien. Lo que no entiendo es por qué no menciona Jasmine en sus diarios que la conocía a usted.