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El comandante asintió y Kincaid no pudo descifrar la expresión que cruzó por su rostro.

– Era una buena chica, a pesar de… -se interrumpió y miró a Kincaid. Su deje escocés se hizo más pronunciado-. En fin, ahora ya es igual. ¿Se encarga usted de todo, pues?

Otra suposición de intimidad con Jasmine que no creía merecer, pensó Kincaid con curiosidad.

– Temporalmente, al menos. Su hermano llega esta tarde.

El comandante se limitó a asentir y se volvió hacia la puerta.

– Le dejo que siga.

– Comandante -Kincaid lo detuvo cuando alcanzaba la puerta-, ¿Jasmine le había mencionado alguna vez a su hermano?

El comandante se volvió mientras se ponía la gorra sobre el ralo cabello que le cruzaba el cráneo. Pensativo, se tocó los pelos grises que tenía sobre, el labio superior, como la paja de un tejado.

– Pues, ahora mismo no sé. No hablaba mucho. En una mujer, eso es de admirar.

Se formaron arrugas en torno a sus ojos azules.

Kincaid miró cómo el comandante bajaba las escaleras; cerró la puerta y se apoyó en ella por dentro. Ni siquiera trabajar toda la noche en un caso justificaba sus piernas pesadas y la cabeza embotada. La conmoción, supuso, el recurso de la mente para mantener a raya el dolor.

Corrió la cadena de la puerta, pasó el cerrojo y levantó el auricular al pasar junto al teléfono. Entró en el dormitorio mientras se desnudaba. Las moscas, pesadas, entraban y salían por la ventana abierta. Una franja de sol cruzaba la cama en diagonal, tan sólida como una piedra. Kincaid cayó en ella y se quedó dormido antes de tocar con la cara las arrugadas sábanas.

***

La temperatura bajó rápidamente en cuanto el sol se puso y Kincaid se despertó al percibir el aire frío en la piel. El pedazo azul que veía por la ventana del sur todavía abierta era ahora carbón apenas teñido de rosa. Rodó panza arriba, miró el reloj, soltó un juramento y saltó de la cama en dirección a la ducha.

Al cabo de quince minutos se ponía unos tejanos y un jersey, y aún se estaba pasando un peine por el cabello húmedo, cuando sonó el timbre. Todas sus expectativas en torno a una versión masculina de Jasmine Dent se deshicieron en cuanto abrió la puerta.

– ¿Señor Kincaid? -La pregunta era vacilante, como si tuviera miedo de un desaire.

Kincaid lo observó, advirtiendo que sólo el rostro ovalado y la menuda estructura ósea representaban todo el parecido con Jasmine. Theo Dent tenía una capa extra de grasa en todo el cuerpo, un halo de rizos castaños, gafitas redondas estilo John Lennon, y unos ojos más azules que castaños.

– Señor Dent -Kincaid tendió la mano y Theo le dio un rápido apretón. Tenía la palma húmeda y a Kincaid le dio la impresión de que temblaba.

– ¿Tiene usted llave de casa de su hermana, señor Dent?

– No, lo siento -dijo Theo sacudiendo la cabeza.

Kincaid reflexionó.

– Pues pase usted mientras busco una cosa.

Dejó a Theo en pie con las manos juntas delante de sí, meciéndose sobre los talones, en tanto que él revolvía los cajones de su escritorio. Cuando trabajaba en Robos uno de sus empleados le dio un juego de ganzúas que nunca había podido usar.

Cogió la anilla de delicados alambres y salió al salón. Theo arqueó las cejas inquisitivo por encima de sus gafas.

– Cuando he cerrado antes no se me ha ocurrido buscar una llave -dijo Kincaid por toda explicación-. Éstas deberían funcionar.

– Pero, ¿cómo…?, o sea, ha sido usted quien ha encontrado…

– Sí. Esta mañana lo he hecho con menos elegancia, todo hay que decirlo. Con un clip.

Si Theo se extrañó de que Kincaid tuviera un juego de ganzúas, no preguntó nada.

Bajaron las escaleras y Kincaid abrió la cerradura en un abrir y cerrar de ojos. Al entrar y apartarse, rozó con el brazo a Theo y notó un temblor que lo recorría. Hizo una pausa y tocó el hombro de Theo.

– Mire, da igual, aquí no hay nada que ver. No tiene por qué entrar si no quiere. Es que pensé que querría ver sus papeles.

Theo lo miró, con un sincero parpadeo de sus ojos azules.

– No, tengo que entrar. Debo hacerlo. Perdone que sea tan tonto.

Adelantó a Kincaid y se adentró en el piso de Jasmine. Su impulso lo llevó al centro del salón, donde se detuvo, con los brazos colgando a los lados. Miró los objetos de su hermana, de jade y de cobre, las telas de colores brillantes y la impecable cama de hospital que ocupaba demasiado espacio.

Para consternación de Kincaid, las lágrimas comenzaron a deslizarse por debajo de las gafas y a correr irrefrenables por el rostro de Theo. En medio de las pertenencias de su hermana, parecía a la vez patético e incongruente; la chaqueta de tweed sobre la camisa de raya diplomática y los tirantes rojos era casi como una parodia del modo de vestir inglés. A Kincaid le recordó un osito vestido en un escaparate.

– Por aquí. -Cogió a Theo del brazo, quien se dejó guiar por el salón hasta una silla-. Siéntese.

Buscó pañuelos de papel en la mesilla de noche, y al ver el libro y las gafas de leer de Jasmine tan bien puestos junto a la caja, tuvo una sensación de vacío él también.

– Jasmine tenía whisky en el aparador -dijo, tendiéndole los pañuelos a Theo-. Le irá a usted bien. Nos iría bien a los dos.

Theo sacudió la cabeza.

– No suelo beber. -Hizo una inspiración, se quitó las gafas y se secó la cara, luego se sonó la nariz-. Pero supongo que una copita no me hará daño.

Kincaid sirvió un dedo de whisky en dos copitas y le pasó una a Theo.

– Salud.

– Gracias. Trátame de tú, por favor. En estas circunstancias, cualquier otra cosa suena absurda. -Bebieron en silencio durante un rato y Theo recuperó un poco el color. Hundió la cara en el pañuelo de papel y se sonó, luego se sacó del bolsillo un pañuelo arrugado y se dio unos toquecitos en la punta de la nariz.

– Es que no me lo creía -dijo Theo de pronto, como si continuara una conversación que Kincaid no había empezado- hasta que he llegado y he visto el piso vacío y la cama aquí, en el salón. No sabía nada de la cama.

Kincaid frunció el ceño. Jasmine había encargado la cama de hospital hacía varios meses.

– ¿Cuánto hace que no veías a tu hermana?

Theo tomó otro sorbo de whisky y pensó la respuesta.

– Creo que seis meses. Más o menos. -Observó la mirada de sorpresa de Kincaid-. Pero no te lleves una mala impresión… ¿cómo has dicho que te llamas? No he asimilado nada cuando me has llamado.

– Duncan.

Theo hizo una inclinación de búho con la cabeza y Kincaid pensó que no había exagerado en su poca tolerancia al alcohol.

– Duncan, no es que no quisiera ver a mi hermana, sino que ella no me quería ver a mí. O mejor dicho -se inclinó hacia delante y agitó su copa ante Kincaid con énfasis-, no quería que la viera a ella. Cuando supo que estaba enferma no me animó a visitarla. -Theo se apoyó en el respaldo y suspiró-. ¡Dios mío! ¡Qué cabezota era! Yo la he llamado todas las semanas. Una vez, cuando llamé y le supliqué que me dejara venir a verla, me dijo: «Theo, estoy perdiendo el cabello, no quiero que me veas así.» No me la imagino sin. ¿Estaba…?

– Lo perdió, pero le volvió a crecer cuando interrumpieron el tratamiento. Espeso y oscuro, como el de un chico.

Theo se quedó pensativo, mientras asentía.

– Siempre lo había llevado largo, desde que era niña. La enorgullecía mucho.

Guardó silencio y cerró los ojos tanto rato que Kincaid empezó a pensar que se había quedado traspuesto. Ya había alargado la mano para quitarle la copa que oscilaba en la de Theo, cuando éste abrió los ojos y prosiguió, como si no hubiera hecho ninguna pausa.

– Jasmine siempre ha cuidado de mí. Nuestra madre murió cuando nací, nuestro padre cuando yo tenía diez años y Jasmine quince. Pero papá servía de poco. En realidad siempre estuvimos los dos solos. -Theo dio otro sorbo a su bebida y se volvió a secar la punta de la nariz con el pañuelo-. Me dijo que el tratamiento la había ayudado, que estaba mejor. Debí haberlo comprendido. -Se apoyó en el respaldo y cerró los ojos por un momento. Cuando los abrió y habló, sus palabras sonaron amargas de pronto-. Creo que no soportaba no estar por encima, no ser ella quien llevara las riendas. Me ha arrebatado mi única ocasión de devolverle el favor, de cuidarla como ella había hecho conmigo.