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– Sin duda no quería hacerte sufrir -dijo Kincaid con suavidad.

Theo inspiró.

– Tal vez. Pero no habría sido peor que esto… Este modo de dejar las cosas sin acabar.

Kincaid juzgó inoportuno ofrecerle otra copa, así que recogió la copa vacía de Theo y la suya propia y las lavó en la cocina. Sintió inesperadamente que también él sentía la cabeza ligera, y recordó que lo último que había comido fueron unos bocadillos rancios, de madrugada, en su escritorio. La voz de Theo interrumpió sus pensamientos antes de que se centraran obsesivamente en la comida.

– Lo más raro de todo es que me había llamado ayer -raro de por sí, pues casi siempre aguardaba a que fuera yo quien llamara- para decirme que quería verme este fin de semana. Yo pensé que estaba mejorando. Me pareció que estaba bien. Quedamos para el domingo, pues yo no puedo cerrar la tienda el sábado.

Una mala jugada para un hermano, si es que pensaba suicidarse, se dijo Kincaid, pero no la creía capaz de tanta malicia. Con todo, ¿qué sabía él de la relación que tenían, o qué sabía de Theo, en el fondo? Se volvió y se apoyó en el fregadero, cruzó los brazos sobre el pecho.

– ¿Qué es lo que vendes? Jasmine nunca me lo dijo.

Theo sonrió.

– Trastos viejos, en realidad. Cosas no tan viejas como para considerarse antigüedades y no lo bastante caras como para considerarse mucho más. De todo, desde botones hasta mantequilleras. -Se entristeció-. Jasmine me ayudó a empezar. -Se puso en pie y caminó, inquieto, por la habitación, tocándolo todo. Sacudió la cabeza, luego se volvió hacia Kincaid con un elefantito de porcelana del escritorio de Jasmine en la mano-. ¿Qué hay que hacer ahora por Jasmine? Habrá que arreglar cosas… No sé por dónde empezar. ¿Tú sabes lo que quería? -Theo frunció la frente y continuó antes de que Kincaid hablara-. ¿Eras muy amigo de mi hermana? Lo siento, estaba tan encerrado en mí mismo que… No me he dado cuenta. Habrá sido muy difícil para ti.

Kincaid no estaba preparado para la compasión.

– Sí -dijo, respondiendo tanto a la pregunta como a la afirmación, luego tomó aire y se irguió: no podía postergarlo indefinidamente-. Era amigo de Jasmine, pero también soy policía. Cuando la enfermera de Jasmine y yo la hemos encontrado esta mañana, hemos supuesto que había muerto por causas naturales. Luego ha llegado Margaret, la amiga de Jasmine, y nos ha dicho que había accedido a ayudarla a suicidarse.

Los pasos de Theo lo habían llevado de nuevo a la silla. Se dejó caer de repente, como si le hubieran cortado las piernas.

– ¿Suicidarse?

– Margaret dice que Jasmine le aseguró ayer que lo había pensado mejor, pero ahora cree que Jasmine sólo quería librarla a ella del compromiso.

– ¿Pero por qué? ¿Por qué iba a matarse?

– Tal vez no quisiera depender tanto de nadie, o sufrir más de la cuenta.

– Claro. Qué estúpido. -Theo miraba como sin ver y acariciaba ausente el elefante de porcelana que todavía llevaba cogido-. Sería muy propio de ella.

– Le he pedido al juez de instrucción una autopsia. -Al ver la expresión estupefacta de Theo, Kincaid explicó-: En una situación como ésta, es necesario entender exactamente lo ocurrido.

– ¿Ah, sí? -preguntó Theo, todavía perplejo.

– Bueno, es el procedimiento habitual cuando cabe alguna duda sobre la causa de la muerte. -A Kincaid le pareció que la segunda sorpresa había dejado a Theo sin capacidad de reaccionar, y probablemente el whisky no ayudaba-. Me temo que el entierro tendrá que esperar a más tarde. Tal vez tú puedas ponerte en contacto con su abogado. -Theo lo miró sin expresión-. ¿Sabes cómo se llama su abogado?

Theo hizo un esfuerzo por rehacerse.

– Thomas… Thompson… Pero no estoy seguro. -Se levantó, todavía con el elefante en la mano-. Oye, has sido muy amable. ¿Te importaría encargarte de todo un poco más de tiempo? Creo que quiero irme a casa.

Kincaid se preguntó si lo lograría.

– ¿Te acompaño a la parada de metro?

Theo sacudió la cabeza.

– No, estoy bien, de verdad. -Se levantó, y al tender la mano a Kincaid reparó en el elefantito-. Era mío de pequeño -dijo, como respuesta a la mirada inquisitiva de Kincaid-. Se lo regalé a Jasmine cuando me mudé por primera vez. Supongo que no me parecía moderno, o que no era de adultos. -Dio un bufido como de autocrítica y devolvió el elefante con mucho cuidado a su sitio en el escritorio de Jasmine-. ¿Me llamarás? -preguntó, volviéndose a Kincaid y dándole un apretón de manos.

– Sí, en cuanto sepa algo.

Theo se dio la vuelta y salió, dejando a Kincaid en una dudosa posesión del piso de Jasmine.

***

Kincaid se quedó allí plantado un momento, poniendo en orden sus ideas, determinado a hacer caso omiso de los rugidos de su estómago durante un rato más. La revelación de Theo Dent según la cual Jasmine pensaba verlo ese fin de semana, tras un lapso de seis meses, le preocupaba todavía más. ¿Habría mentido Jasmine tanto a Margaret como a Theo? En el caso de Margaret, el motivo podía ser la delicadeza, pero desde luego no en el caso de Theo.

Kincaid se metió las manos en los bolsillos y suspiró, paseando la vista por aquella estancia familiar. Le parecía que la callada presencia de Jasmine había proporcionado un ancla a más de una vida. Margaret y Theo se habían lamentado: «¿Qué voy a hacer ahora?», como niños indefensos y abandonados, pero no tenía idea de lo que Jasmine había sentido por ellos; ni por nadie, en realidad. Su presencia era ya tan evasiva como el humo, y eso que creía haberla conocido bastante bien.

Fue a la pila de la cocina, con el propósito de secar y guardar las copas de whisky. Tocó algo con el pie y bajó la vista, curioso. Era el cuenco de comida que había puesto aquella mañana al gato, intacta, seca y con una costra.

– ¡Maldita sea! -masculló. Se le había olvidado el gato. Quería hablarle de él a Theo, esperando que se lo llevara a casa o que se hiciera cargo de él.

Se arrodilló y se asomó debajo de la cama de Jasmine. La sombra oscura y abultada del gato le recordó exactamente dónde lo había visto la última vez, y se preguntó si se habría movido.

– Minino, minino, minino -lo llamó, causando tan poca respuesta como antes. Kincaid volvió a la cocina, tiró la comida seca a la basura y llenó de nuevo el cuenco. Empujó su ofrenda lo más dentro que pudo y se quedó apoyado sobre codos y rodillas, contemplando al gato. Se sentía culpable e impotente ante el duelo que vivía aquel animal, pero no tenía experiencia con gatos.

– Mira -le dijo al gato-, por ahora, no puedo hacer más. Si comes o no, es cosa tuya. No voy a seguir llamándote minino ni voy a llamarte Sidhi ni nada por el estilo. -El gato cerró los ojos, Kincaid no supo si de relajación o de aburrimiento-. Sid, a partir de ahora serás Sid a secas, ¿vale?

Quien calla otorga, así que se levantó, sacudiéndose las rodillas.

Debía encontrar una llave. Si tenía que seguir cuidando del gato no podía seguir jugando a ladronzuelo aficionado. ¿Dónde habría metido las llaves Jasmine? Pensó que no las habría usado mucho desde que enfermó, pero tenían que estar en algún lugar accesible. El pequeño secreter parecía lo más adecuado, y no tardó más que unos minutos en dar con ellas. La llave, sola, pendía de un llavero de cobre con un monograma y estaba metida en una caja de madera llena de cosas que había sobre la mesa.