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Cuando se dio la vuelta, llamó su atención algo coloreado en un compartimento del secreter. Se trataba de una agenda semanal de las que venden en las tiendas de los museos, cada página era una semana e iba acompañada por un cuadro de Constable. Hojeó los meses recientes y encontró visitas a la clínica, cumpleaños, y su propio nombre con creciente regularidad. En el mes de marzo empezó a ver anotaciones botánicas: la floración de la japónica y la forsitia, de los narcisos, y cuando pasó a abril la floración de las peras y las ciruelas, y los tulipanes del jardín. Todas eran plantas visibles desde las ventanas del piso, y Kincaid intuyó que aquel no era un ritual anual de Jasmine, sino más bien un catálogo de su última primavera. En el día de ayer, junto a Vista desde Hampstead Heath de Constable, había escrito: «¿Theo domingo?», y luego, con letra muy pulcra: «Cumplo 50 años».

Él no lo sabía.

4

Aquella mañana de sábado, Kincaid se despertó despacio, algo soñoliento pero satisfecho, hasta que recordó de pronto. La sensación de desamparo cayó sobre él pesadamente, oprimiendo su pecho. Intentó darse ánimos, sacudió la cabeza como un nadador que emerge de aguas profundas.

Si había soñado, no tenía conciencia de ello, pero tenía la mente despejada, y sintió que había tomado una decisión durante el sueño. Si el patólogo le informaba de que Jasmine había muerto por causas naturales, sus sospechas quedarían apartadas. Pero si no, sentía que debía estar mejor preparado. El suicidio era la explicación más obvia; no tenía ninguna razón concreta para sentirse incómodo con ella, pero lo estaba. Tal vez estaba sintiéndose culpable de llevarse el trabajo a casa, o de ver violencia en la muerte natural y pacífica de una amiga. O tal vez se resistía a la idea del suicidio porque lo hacía sentirse culpable, como si le hubiera fallado. Pero cualquiera que fuera el origen de su desasosiego, Kincaid había aprendido de la experiencia a confiar en su instinto, y había algo en la muerte de Jasmine que no le cuadraba.

El fin de semana le daría un periodo de gracia. Estaba de permiso, y el piso de Jasmine era el lugar más lógico por donde empezar. Sin embargo, le pareció que la idea de hurgar entre los efectos personales de Jasmine lo deprimiría. Aunque Theo le había dado carta blanca, tenía la desagradable sensación de invadir su intimidad.

En su mente apareció el rostro abierto y pecoso de su sargento. Ella también estaba de permiso ese fin de semana. La llamaría y le pediría ayuda. Sus fisgoneos parecerían menos personales, y el buen juicio y el dinamismo de Gemma le impedirían pensar demasiado. Dio la vuelta en la cama y alcanzó el teléfono.

Gemma parecía extrañamente malhumorada hasta que reconoció su voz. E incluso entonces, vaciló cuando le explicó lo que quería, pero él pensó que dudaba a causa de su hijo pequeño y le aseguró que podría llevarlo consigo.

Satisfecho con la decisión, se levantó y se dirigió hacia la cocina para tomar café. Al ver su salón se paró en seco, al tiempo que lo asaltaba algo parecido al pánico. Aunque Gemma le había acompañado o recogido en alguna ocasión, nunca había estado en su casa. Pensaría de él que era un vago redomado si veía aquel desastre. Se imponía una limpieza a fondo.

***

Gemma James encontró aparcamiento para su Ford Escort delante de la casa de Kincaid hacia media mañana. Apagó el motor y se quedó un momento escuchando. El silencio de Carlingford siempre la sorprendía. En su casa de Leyton, el ruido del tráfico de Lea Bridge Road nunca dejaba de sonar como un rugido de fondo. Debían de ser las sólidas construcciones victorianas, pensó mientras miraba las fachadas todavía en sombra de las casas. Eran de ladrillo rojo, rescatadas de la severidad por los marcos blancos de las ventanas, y de la monotonía por las puertas de colores brillantes.

Toby comenzó a retorcerse en su sillita y ella se volvió un poco molesta, lo desató e hizo una mueca cuando se puso a saltar en su regazo.

– ¡Uf! -dijo ella, y él rio encantado-. Dentro de poco vas a pesar demasiado para que te coja en brazos. Voy a tener que dejar de darte de comer.

Le hizo cosquillas hasta que chilló, luego enlazó con los brazos su cuerpecito gordezuelo y le dio un beso en el pelo liso y claro. A sus dos años, ya empezaba a parecer un niño más que un bebé, y ella lamentaba cualquier violación del tiempo que tenía para estar juntos.

El disgusto se le había pasado. ¿Es que el comisario detective Duncan Kincaid pensaba que no tenía nada mejor que hacer el sábado que ayudarlo con no sé qué problema personal? Frunció las cejas, reconociendo que su reticencia se debía más a su dificultad de cruzar la línea cuidadosamente trazada entre lo profesional y lo personal que a la petición de él. En realidad, había ido porque la halagaba que hubiera pensado en ella, y porque sentía curiosidad.

Kincaid abrió la puerta y la miró, agradablemente sorprendido.

– Dijiste «personal» -le recordó ella secamente, mirándose la camiseta de color tostado, que tenía la ilusión de que le hacía el cabello más cobrizo que pelirrojo, la falda de algodón estampada y las sandalias.

– Mejor. Gemma al natural. -Sonrió y luego hizo volar a Toby por el aire.

– Tú tampoco eres ningún ejemplo de elegancia indumentaria -dijo ella, mirando con mordacidad sus tejanos gastados y su camiseta Phantom.

– Cierto, es que he estado poniendo orden en tu honor.

Dio un paso atrás e hizo un gesto de invitación al piso con una reverencia burlona.

– Qué bonito -dijo Gemma, y oyó el eco de la sorpresa en su voz. Las paredes pintadas de blanco para aumentar la luminosidad de las ventanas expuestas al sur, muebles daneses de madera clara con cubiertas multicolores de algodón, una estantería con libros y otra con un equipo estéreo y pósteres enmarcados de London Transport: el conjunto resultaba alegre y acogedor, y revelaba a un hombre seguro de su gusto.

– ¿Qué esperabas, un piso de soltero cutre con muebles recogidos de la basura? -Kincaid parecía satisfecho.

– Supongo. La idea de decoración de mi marido era quitar las etiquetas a los cajones de embalar -dijo Gemma un poco ausente, con la atención en el verdadero atractivo de la habitación, la vista de los tejados del norte de Londres a través de las puertas del balcón. Cruzó la estancia como tirada por un hilo invisible y Kincaid se apresuró a abrirle la puerta. Salieron juntos, Gemma asiendo, automáticamente, los tirantes de Toby con la mano.

Su deleite y su envidia debieron aflorarle al rostro, pues Kincaid dijo, contrito:

– Tenía que haberte invitado a subir antes.

Gemma consideró que el balcón era a prueba de Toby y lo soltó, se apoyó en la barandilla con los ojos cerrados y la cara dirigida hacia el sol. Tuvo allí una sensación de paz, de retiro, que nunca había tenido en su casa. No le extrañaba que Kincaid la custodiara celosamente. Suspirando, se volvió hacia él y lo encontró mirándola.

– No me habrás llamado para que venga a ver el paisaje. ¿Qué pasa?

Kincaid le explicó las circunstancias de la muerte de Jasmine, y más vacilante, sus dudas. Mientras hablaba, observaba a Toby, que excavaba alegremente con un palo la tierra de su única maceta de pensamientos.

– Soy un estúpido, pero siento cierta responsabilidad, como si la hubiera defraudado.

A la claridad del día, Gemma se fijó en las ojeras y las arrugas que le marcaban la boca. Volvió a mirar por encima del tejado, pensativa.

– ¿Erais muy amigos?

– Sí, al menos eso creo yo.

– Bueno -Gemma se apartó del panorama de mala gana- vamos a echar un vistazo, ¿no?

– Luego os invito a Toby y a ti a almorzar al pub, y después a dar un paseo por el parque, ¿vale? -propuso con tono ligero, pero Gemma percibió cierta súplica, y se le ocurrió que su superior, normalmente tan controlado, temía pasar solo aquel día.