Выбрать главу

Los observamos durante un rato. Rachel encendió la radio y escuchamos una emisora del grupo AOR: Rush, Styx, Richard Marx. De pronto, el estrépito de la música era tal que parecía que el tráfico de la carretera estuviera dentro del coche.

– ¿Vas a entrar? -preguntó Rachel.

– Quizá no sea necesario -contesté, y señalé con la cabeza hacia la casa.

Stacey Byron, con el cabello rubio recogido en una cola y el cuerpo enfundado en un corto vestido blanco de algodón, salió de la casa y empezó a caminar hacia nosotros; llevaba una cesta de mimbre colgada del brazo izquierdo. Saludó con un gesto a los dos hombres del coche. Éstos lanzaron una mano al aire, y el que ocupaba el asiento del acompañante, un hombre de estatura mediana y barriga un tanto prominente, bajó del coche, estiró las piernas y la siguió en dirección a las galerías.

Era una mujer de buen ver, aunque el vestido le quedaba demasiado ajustado en los muslos y se le pegaba ligeramente en la grasa de debajo de las nalgas. Tenía los brazos fuertes y esbeltos, y la piel bronceada. Andaba con garbo, y cuando una anciana estuvo a punto de tropezar con ella al entrar en el supermercado, giró un poco sobre el pie derecho para esquivarla.

Noté un contacto suave en la mejilla y, al volverme, descubrí que Rachel estaba soplándome.

– Eh -dijo, y por primera vez desde que salimos de Nueva Orleans se dibujaba una leve sonrisa en sus labios-. Es una descortesía comerse con los ojos a una mujer cuando estás con otra.

– No me la como con los ojos -contesté mientras nos apeábamos del coche-, cumplo con mi labor de vigilancia.

No estaba muy seguro de por qué había ido allí, pero los comentarios de Woolrich sobre Stacey Byron y el interés de ésta por el arte despertaron en mí deseos de verla personalmente, y quería que Rachel la viera también. No sabía cómo podíamos iniciar una conversación con ella, pero supuse que esas cosas tendían a darse por sí solas.

Stacey recorría los pasillos sin prisa. Se advertía cierta falta de rumbo en su manera de comprar por cómo alcanzaba los artículos, miraba las etiquetas y los desechaba. El policía la seguía a unos tres metros, luego a cinco y, finalmente, unas revistas desviaron su atención. Se acercó a la caja y se apostó en un sitio desde donde veía dos pasillos al mismo tiempo, su interés en Stacey Byron se limitó a partir de entonces a alguna que otra mirada.

Observé a un joven negro con bata y gorro blancos provisto de una cinta verde que amontonaba carne empaquetada. Cuando vació la bandeja y tachó el contenido en un portapapeles, salió de la tienda por una puerta donde se leía sólo empleados. Me separé de Rachel para vigilar a Byron y seguir al joven negro. Casi lo golpeé con la puerta al entrar, porque estaba agachado recogiendo otra bandeja de carne. Me miró con curiosidad.

– Oiga -dijo-, no puede entrar aquí.

– ¿Cuánto ganas en una hora? -pregunté.

– Cinco cincuenta y cinco. ¿Quién es usted?

– Te daré cincuenta dólares si me dejas tu bata y ese portapapeles durante diez minutos.

Se lo pensó durante unos segundos y respondió:

– Sesenta, y si alguien me pregunta, le diré que me los ha robado.

– Hecho -dije, y conté los tres billetes de veinte mientras él se quitaba la bata.

Me venía un poco justa en los hombros, pero nadie se fijaría en eso si no me la abrochaba. Cuando entraba de nuevo en la tienda, el joven me dijo:

– Oiga, por otros veinte le dejo el gorro.

– Por veinte pavos podría meterme yo mismo en el negocio de los gorros -contesté-. Ve a esconderte en el servicio de caballeros.

Encontré a Stacey Byron en la sección de artículos de baño, y a Rachel cerca de ella.

– Discúlpeme, señora -dije mientras me aproximaba-, ¿puedo hacerle unas preguntas?

De cerca, aparentaba más edad. Una red de capilares rotos se extendía bajo sus pómulos y en las comisuras de los ojos las arrugas formaban una fina tracería. De su boca irradiaban también arrugas de tensión, y tenía las mejillas hundidas y estiradas. Parecía cansada y algo más: parecía amenazada, puede que incluso asustada.

– Me parece que no -contestó con una falsa sonrisa, e hizo ademán de esquivarme.

– Es sobre su ex marido.

Entonces se detuvo y se volvió de espaldas buscando al policía con la mirada.

– ¿Quién es usted?

– Un detective. ¿Qué sabe del arte del Renacimiento, señora Byron?

– ¿Cómo? ¿A qué se refiere?

– Lo estudió en la universidad, ¿no? ¿Le dice algo el nombre de Valverde? ¿Se lo ha oído pronunciar alguna vez a su marido? Dígame.

– No sé de qué me habla. Haga el favor de dejarme en paz.

Retrocedió y, sin querer, tiró al suelo unos botes de desodorante.

– Señora Byron, ¿ha oído hablar alguna vez del Viajante?

Advertí un destello en sus ojos y, a mis espaldas, oí un silbido. Al volverme, vi al grueso policía avanzar hacia nosotros por el pasillo. Pasó junto a Rachel sin fijarse en ella, y ésta se encaminó hacia la puerta y la seguridad del coche, pero para entonces yo me dirigía hacia la zona reservada a los empleados. Tiré la bata y, sin detenerme, atravesé el almacén para salir al aparcamiento trasero, que estaba lleno de camiones de reparto. Luego doblé la esquina para llegar al lado de las galerías, donde Rachel tenía ya el motor en marcha. Me agaché en el asiento mientras ella, al volante, giraba a la derecha para no volver a pasar frente a la casa de Stacey Byron. Por el retrovisor vi al grueso policía mirar alrededor y hablar por su radio, y a Byron a su lado.

– ¿Y qué hemos conseguido?

– ¿Has visto su mirada cuando he mencionado al Viajante? Conocía el nombre.

– Sabe algo -coincidió Rachel-. Pero podría habérselo oído decir a los policías. Parecía asustada, Bird.

– Puede ser -dije-. Pero ¿asustada de qué?

Aquella noche, Ángel desmontó los paneles de las puertas del Taurus y fijamos las dos Calicos y los cargadores con cinta adhesiva en los huecos interiores; luego volvimos a colocar los paneles. Limpié y cargué la Smith & Wesson en la habitación del hotel bajo la atenta mirada de Rachel.

Metí la pistola en la funda del hombro y me puse una cazadora negra de Alpha Industries sobre la camiseta negra y los vaqueros negros. Sumando a eso las Timberland negras, parecía el portero de un local nocturno.

– Joe Bones tiene los días contados. No podría salvarlo aunque quisiera -dije a Rachel-. Es hombre muerto desde el momento en que fracasó el atentado de Metairie.

– Ya he tomado una decisión -respondió ella-. Me marcho dentro de un par de días. No puedo seguir formando parte de esto, con las cosas que haces, con las cosas que yo he hecho.

Se resistía a mirarme, y yo no pude decir nada. Tenía razón, pero aquello no era un simple sermoneo. Veía el dolor en sus ojos. Lo sentía cada vez que hacíamos el amor.

Louis esperaba junto al coche, vestido con un jersey negro, vaqueros oscuros, cazadora tejana negra y unas botas Ecco. Ángel comprobó los paneles de las puertas una vez más para cerciorarse de que se desprendían sin dificultad y se acercó a Louis.

– Si no has tenido noticias nuestras a las tres de la madrugada, llévate a Rachel del hotel. Tomad una habitación en el Pontchartrain y salid en el primer vuelo de mañana -dije-. Si esto sale mal, Joe Bones podría intentar desquitarse. Arréglatelas como puedas con la policía.

Ángel asintió, cruzó una mirada con Louis y regresó al Flaisance. Louis puso una cinta de Isaac Hayes en el casete y salimos de Nueva Orleans al son de Walk On By.

– Fantástico -comenté.

Louis asintió.

– Así somos los hombres.

Leon esperaba tranquilamente junto a un roble retorcido, de tronco nudoso y caduco, cuando llegamos al desvío de Starhill. Louis mantenía la mano izquierda a un lado, en actitud relajada, y la culata de la SIG asomaba por debajo de su asiento. Yo había dejado la Smith & Wesson en el compartimento de los mapas que había en mi puerta. Cuando nos aproximábamos al lugar de encuentro, ver a Leon solo contra el árbol no me tranquilizó.