– ¿Y si no está?
Dejé la pregunta en el aire. No había respuesta, ya que si Catherine Demeter no estaba en Haven, sería como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra hasta que hiciera algo que permitiera seguirle la pista, como utilizar una tarjeta de crédito o telefonear a su preocupada amiga.
Me invadió una sensación de cansancio y crispación. Parecía que el caso se fragmentaba, y los trozos se apartaban de mí vertiginosamente y brillaban a lo lejos. Había en juego demasiados elementos para ser mera coincidencia, y sin embargo la experiencia me disuadía de intentar unirlos por la fuerza para formar una imagen con sentido pero falsa, un orden impuesto sobre el caos de la muerte y el asesinato. Aun así, tenía la impresión de que Catherine Demeter era una de las piezas, y de que debía encontrarla para establecer qué papel desempeñaba en todo aquello.
– Me voy a última hora de la mañana. Telefonearé si averiguo algo.
El brillo había desaparecido de los ojos de la señorita Christie y la virulenta criatura que habitaba dentro de ella había vuelto a enroscarse para dormir un rato. Ni siquiera estaba seguro de si me había oído. La dejé así, con los nudillos todavía sobre el escritorio, la mirada ausente, perdida en su interior, el rostro terso y pálido como si la inquietase lo que veía.
Finalmente me retrasé a causa de nuevos problemas con el coche, y eran ya las cuatro de la tarde cuando regresé en el Mustang a mi apartamento para hacer la maleta.
Soplaba una agradable brisa cuando subí por la escalinata buscando a tientas las llaves. Envoltorios de caramelos rodaban por la calle y las latas de refrescos vacías tintineaban como campanillas al desplazarse. Un periódico abandonado se deslizó por la acera, y el roce sonó como los susurros de una amante muerta.
Subí los cuatro tramos de escalera hasta mi puerta, entré en el apartamento y encendí una lámpara. Media hora después estaba terminándome el café, con la bolsa ya preparada a mis pies, cuando sonó el móvil.
– Hola, señor Parker -dijo una voz masculina. Era una voz neutra, casi artificial, y oía chasquidos entre las palabras como si éstas fueran fragmentos de otra conversación recompuesta.
– ¿Quién es?
– Ah, no nos han presentado, pero tenemos conocidos comunes. Su esposa y su hija. Podría decirse que estuve con ellas en sus últimos momentos.
La voz cambiaba cada pocas palabras: de pronto era aguda, de pronto grave, primero masculina, luego femenina. En cierto punto me dio la impresión de que hablaban tres voces simultáneamente y después pasó a ser de nuevo una única voz masculina.
Noté como si la temperatura del apartamento bajara y éste se alejara de mí. Sólo quedaban el teléfono, los diminutos orificios del micrófono y el silencio al otro lado de la línea.
– No es la primera vez que me llama un bicho raro -repliqué con más aplomo del que sentía-. Usted no es más que otro tipo solitario en busca de una casa que rondar.
– Les despellejé la cara. Le rompí la nariz a su mujer estampándola contra la pared junto a la puerta de la cocina. No dude de mí. Soy el hombre que ha estado buscando. -Pronunció las últimas palabras con voz de niño, alegre y penetrante.
Sentí una punzada de dolor tras los ojos y el rumor de la sangre en mis oídos sonaba tan intenso como el embate de las olas contra un promontorio inhóspito y gris. No me quedaba saliva en la boca, sólo una sensación de sequedad y polvo. Cuando tragué, fue como si me bajara tierra por la garganta. Me dolió y me costó recobrar la voz.
– Señor Parker, ¿se encuentra bien? -Aunque serenas, solícitas y casi tiernas, aquellas palabras parecían proceder de cuatro voces distintas.
– Le encontraré.
Se echó a reír. La distorsión del sintetizador se hizo más evidente. Parecía dividirse en pequeñas unidades, del mismo modo que la pantalla de un televisor cuando uno se acerca y la imagen se descompone en puntos diminutos.
– Pero soy yo quien le ha encontrado a usted -dijo-. Quería que le encontrara, como quería que las encontrara a ellas e hiciera lo que hice. Usted me metió en su vida. Existo gracias a usted. Estuve esperando su llamada durante mucho tiempo. Usted quería que murieran. ¿No odiaba a su mujer esas horas antes de que yo me la llevara? Y a veces, en la oscuridad de la noche, ¿no tiene que reprimir un sentimiento de culpabilidad por la sensación de libertad que le produce saber que ella está muerta? Yo le liberé. Lo mínimo que podría hacer es demostrar un poco de gratitud.
– Es usted un hombre enfermo, pero eso no le salvará.
Comprobé el identificador de llamadas del teléfono y me quedé paralizado. Reconocí el número. Era el de la cabina de la esquina. Me dirigí hacia la puerta y empecé a bajar por la escalera.
– No, «hombre» no. En sus últimos momentos su mujer lo supo, su Susan, mientras la besaba, boca para el beso de la boca de ella, y le quitaba la vida. ¡Cómo la deseé en esos intensos momentos finales! Pero, claro, ésa ha sido siempre una de las debilidades de los de nuestro género. Nuestro pecado no ha sido el orgullo, sino el deseo de humanidad. Y la elegí a ella, la señora Parker, y a mi manera la amé. -Ahora la voz era grave y masculina. Resonaba en mi oído como la voz de un dios o un demonio.
– Váyase a la mierda -dije, y la bilis me subió a la garganta mientras notaba cómo el sudor perlaba mi frente y resbalaba por mi cara, un sudor enfermizo, fruto del miedo, contrapuesto a la furia de mi voz. Había bajado tres tramos de escalera, sólo quedaba uno.
– No cuelgue aún. -La voz pasó a ser la de una niña, como mi hija, mi Jennifer, y en ese momento me asaltó un presentimiento sobre la naturaleza de aquel Viajante-. Pronto volveremos a hablar. Quizás entonces entienda usted con más claridad mis intenciones. Acepte el regalo que le mando. Espero que alivie su sufrimiento. Debería llegarle… más o menos… ahora.
Oí el timbre del interfono de mi apartamento. Dejé el móvil en el suelo y desenfundé la Smith & Wesson. Bajé los peldaños restantes de dos en dos a la vez que notaba la adrenalina fluyendo por mi organismo. La señora D'Amato, mi vecina, sobresaltada por el ruido, se había asomado a la puerta de su apartamento, el más cercano a la entrada, cerrándose la bata con la mano en torno al cuello. Pasé como un rayo ante ella, abrí la puerta y salí despacio retirando el seguro del arma con el pulgar.
En el portal había un niño negro de unos diez años a lo sumo. Sostenía un paquete cilíndrico, envuelto para regalo, y tenía los ojos abiertos como platos de miedo y sorpresa. Lo agarré por el cuello de la camiseta y tiré de él hacia dentro. Ordené a la señora D'Amato que lo retuviera, que permanecieran ambos alejados del paquete, y corrí escalinata abajo hasta la calle.
Estaba desierto salvo por los papeles y las latas que rodaban por la acera. Resultaba extraño que no hubiera nadie, como si el Viajante y los habitantes del East Village se hubiesen confabulado contra mí. La cabina se encontraba en un extremo de la calle, bajo una farola. Allí no había nadie, y el auricular colgaba del gancho. Me acerqué corriendo, apartándome de la pared a medida que me aproximaba a la esquina por si alguien me esperaba al otro lado. Allí, la calle bullía de transeúntes, alegres parejas paseando de la mano, turistas, amantes. A lo lejos vi las luces del tráfico y sentí alrededor los sonidos de un mundo más seguro y trivial que el que yo tenía la sensación de haber dejado atrás.
Me di la vuelta al oír de pronto unos pasos a mis espaldas. Una mujer joven se acercaba al teléfono buscando unas monedas en su cartera. Alzó la vista cuando me aproximé y retrocedió al ver el arma.
– Busque otra cabina -dije.
Eché un último vistazo alrededor, puse el seguro de la pistola y me la guardé al cinto. Apuntalé el pie en el poste del teléfono y, con las dos manos, arranqué el cable del teléfono con una fuerza que no era natural en mí. A continuación regresé a casa llevando el auricular ante mí como un pez al extremo de un sedal.