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Poco después del mediodía llegaron dos agentes federales y me pidieron explicaciones de lo ocurrido. Fue un interrogatorio superficial, lo cual me extrañó hasta que recordé que el agente especial Ross tenía previsto volar a Virginia esa noche. A las cinco de la tarde, cuando Martin entró en el restaurante Haven, la mujer seguía inconsciente.

– ¿Ha sabido Burns algo de Catherine Demeter?

– Burns ha estado atendiendo a los federales desde media mañana. Dice que visitará unos cuantos moteles antes de acabar la jornada. Me informará si encuentra algún rastro. Si aún le interesa ver a Walt Tyler, será mejor que nos pongamos en marcha.

23

Walt Tyler vivía en una casa de madera ruinosa pero limpia; apoyado contra una de las paredes se sostenía en precario equilibrio un montón de neumáticos de coche que, según un cartel de la carretera, estaban en venta. Dispersos por la grava y el césped bien cuidado había otros artículos vendibles en mayor o menor medida, entre ellos dos cortacéspedes a medio recomponer, varios motores y piezas de motores, y unos cuantos aparatos de gimnasio oxidados, además de un juego completo de barras y pesas.

Tyler era un hombre alto, un poco cargado de espaldas, con una mata de pelo canoso. Había sido atractivo en otro tiempo, como yo ya pude ver en la fotografía del periódico, y aún se movía con garbosa agilidad, como si se negara a admitir que aquel físico bien parecido era cosa del pasado, arruinado por los quebraderos de cabeza y el incesante dolor de un padre que ha perdido a su única hija.

A Martin Alvin le dispensó un saludo bastante caluroso, pero a mí me estrechó la mano con mucha menos cordialidad y, reacio a invitarnos a entrar, propuso que nos sentásemos en el porche a pesar de la amenaza de lluvia. Tyler se sentó en una butaca de mimbre de aspecto cómodo, y Martin y yo en dos recargadas sillas metálicas de jardín, piezas sueltas de un juego más completo y también en venta, según el letrero que colgaba del respaldo de la mía.

Sin que Tyler se molestara en pedirlo, una mujer unos diez años más joven que él nos sirvió café en unas tazas limpias de porcelana. También ella había sido más hermosa en otro tiempo, aunque, en su caso, la belleza de la juventud había madurado en algo quizás aún más atractivo: la serena elegancia de una mujer para quien la vejez no entrañaba temores y en quien las arrugas alterarían su atractivo sin borrarlo. Dirigió una mirada a Tyler, y éste, por primera vez desde nuestra llegada, esbozó una ligera sonrisa. Ella se la devolvió y entró de nuevo en la casa. No volvimos a verla en el porche.

El ayudante del sheriff empezó a hablar, pero Tyler lo interrumpió con un parco gesto de la mano.

– Ya sé por qué están aquí, agente. Sólo existe una razón por la que usted traería a un desconocido a mi casa. -Me miró con severidad, y en sus ojos amarillentos y ribeteados percibí una expresión de interés, casi risueña-. ¿Es usted el tipo que se ha liado a tiros en el motel? -preguntó, y la sonrisa asomó fugazmente-. Lleva una vida apasionante. ¿Le duele el hombro?

– Un poco.

– A mí me hirieron una vez, en Corea. Una bala en el muslo. Y no es que me doliera un poco; fue un tormento.

Hizo una mueca exagerada al recordarlo y luego calló. Se oyó un trueno y el porche pareció oscurecerse durante un rato, pero aún veía a Walt Tyler con la mirada fija en mí, ahora ya sin sonreír.

– El señor Parker es detective, Walt. Fue inspector de policía -explicó Alvin.

– Busco a una persona, señor Tyler -dije-. Una mujer. Quizá la recuerde usted. Se llama Catherine Demeter. Es la hermana menor de Amy Demeter.

– Ya sabía yo que usted no era escritor. Alvin no me traería aquí… -buscó la palabra adecuada- a una de esas sanguijuelas. -Tomó su taza y se bebió el café despacio y en silencio, como si no quisiera hablar más del tema y, me dio la impresión, para pararse a considerar lo que acababa de decir-. La recuerdo, pero no ha vuelto desde la muerte de su padre, y ya han pasado diez años. No tiene ninguna razón para volver.

Esa frase empezaba a parecer un eco.

– Aun así, creo que ha vuelto, y creo que forzosamente su regreso guarda relación con lo que pasó entonces -contesté-. Usted es uno de los pocos que quedan de aquella época, señor Tyler, usted, el sheriff y uno o dos más, los únicos implicados en lo sucedido.

Supuse que hacía mucho tiempo que no hablaba de aquello en voz alta, pero tenía la certeza de que nunca transcurrían largos periodos sin que lo ocurrido volviera a sus pensamientos o sin que él lo tuviera presente de manera más o menos viva, al igual que un antiguo dolor que nunca desaparece pero a veces se olvida en medio de otra actividad y luego vuelve. Y pensé que cada vez que el dolor volvía, grababa una arruga más en su rostro, y así un hombre antes apuesto podía perder su atractivo como una magnífica estatua de mármol se descascarilla poco a poco hasta convertirse en un vago remedo de lo que fue.

– A veces aún la oigo. Oigo sus pasos en el porche por la noche, la oigo cantar en el jardín. Al principio salía corriendo cuando la oía, sin saber si estaba dormido o despierto. Pero nunca la vi. Y pasado un tiempo dejé de echar a correr, aunque aún me despertaba. Ahora ya no viene tan a menudo.

Quizás, a pesar de la luz cada vez más tenue del crepúsculo, vio algo en mi semblante que le permitió comprender. No tengo la certeza, y él no dio señales de saberlo ni de que existiera algo más entre nosotros que una necesidad de información y un deseo de contar, pero interrumpió por un momento su relato y, en ese silencio, casi nos rozamos, como dos viajeros que se cruzan en un largo y arduo camino y se ofrecen mutuo consuelo en su recorrido.

– Era mi única hija -prosiguió-. Desapareció cuando volvía del pueblo un día de otoño y nunca más la vi viva. La siguiente vez que la vi era hueso y papel y no pude reconocerla. Mi esposa, que en paz descanse, denunció la desaparición a la policía, pero durante uno o dos días nadie vino, y en ese tiempo peinamos los campos y buscamos en las casas y por todas partes. Fuimos de puerta en puerta, llamando y preguntando, pero nadie supo decirnos dónde estaba ni adónde podía haber ido. Y de pronto, tres días después de marcharse, un ayudante del sheriff se presentó aquí y me detuvo por el asesinato de mi hija. Me retuvieron durante dos días, me golpearon, me acusaron de violar y maltratar a niños. Pero yo sólo dije lo que sabía que era verdad, y al cabo de una semana me soltaron. Y mi hija nunca apareció.

– ¿Cómo se llamaba, señor Tyler?

– Se llamaba Etta Mae Tyler y tenía nueve años.

Oí el susurro de los árboles agitados por el viento y los crujidos de los listones de la casa al asentarse. En el jardín, un columpio se balanceaba. Daba la impresión de que todo se movía alrededor mientras conversábamos, como si nuestras palabras hubieran despertado algo dormido desde hacía mucho tiempo.

– Tres meses después desaparecieron otros dos niños, los dos negros, en el transcurso de una semana. Hacía frío. La gente pensó que quizá la primera niña, Dora Lee Parker, se había caído por un agujero en el hielo mientras jugaba. El hielo volvía loca a aquella criatura. Pero la buscaron en todos los ríos, dragaron todos los estanques y no la encontraron. La policía vino a interrogarme otra vez, y durante un tiempo incluso algunos vecinos me miraron con cara rafa. Sin embargo, la policía volvió a desinteresarse. Eran niños negros y no vieron razón para relacionar los dos casos.

»El tercer niño no era de Haven, sino de Otterville, a unos sesenta kilómetros. Otro negro, que se llamaba… -Se interrumpió, se llevó la palma de la mano a la cabeza y, cerrando los ojos, se apretó la frente-. Bobby Joiner -añadió en voz baja, con un leve gesto de asentimiento-. Por entonces empezaba a cundir el pánico y se envió una delegación al sheriff y al alcalde. La gente no dejaba salir de casa a los niños, sobre todo de noche, y la policía interrogó a todos los negros en kilómetros a la redonda y también a algún que otro blanco, en su mayoría pobres hombres que se sabía que eran homosexuales.