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– Podrías haber enviado a otro -protesté.

– No, sólo a ti. Si el asesino de Evan Baines estaba allí, sabía que lo averiguarías. Lo sabía porque tú mismo eres un asesino.

La palabra quedó suspendida en el aire por un momento y de pronto se produjo una escisión entre nosotros, como si un cuchillo hubiera separado nuestro pasado en común. Walter se dio la vuelta.

Permaneció en silencio durante un rato y finalmente, como si él no hubiera hablado, comenté:

– Me dijo que sabía quién mató a Jennifer y a Susan.

Casi pareció agradecer que hubiese roto el silencio.

– No podía saberlo. Era una mujer enferma y malvada, y con eso pretendía atormentarte después de muerta.

– No, lo sabía. Sabía quién era yo poco antes de morir, pero creo que no lo sabía cuando me contrató. Habría recelado. No habría corrido el riesgo.

– Te equivocas -dijo-. Olvídalo.

Me callé pero sabía que, de algún modo, los siniestros mundos de Adelaide Modine y el Viajante habían coincidido.

– Estoy planteándome la posibilidad de retirarme -comentó Cole-. No quiero mirar a la muerte nunca más. Estoy leyendo a Sir Thomas Browne. ¿Has leído algo de él?

– No.

– Moral cristiana: «No contempléis las cabezas de la muerte hasta que no las veáis, ni miréis objetos mortificantes hasta que los hayáis pasado por alto». -Estaba de espaldas a mí pero veía su cara reflejada en la ventana y parecía tener la mirada perdida-. He pasado demasiado tiempo mirando a la muerte. No quiero obligarme a mirarla más. -Tomó un sorbo de café-. Deberías marcharte de aquí, hacer algo para dejar atrás tus fantasmas. Ya no eres lo que eras, pero quizás aún puedas volver atrás antes de perderte para siempre.

Una telilla empezaba a formarse sobre mi café intacto. Al ver que no respondía, Walter suspiró y habló con una tristeza en la voz que nunca le había notado.

– Preferiría no tener que volver a verte. Me pondré en contacto con ciertas personas para ver si puedes recurrir a ellas.

Algo había cambiado dentro de mí, eso era cierto, pero dudaba de que Walter lo viera tal como era. Quizá sólo yo podía comprender realmente lo ocurrido, lo que la muerte de Adelaide Modine había desencadenado dentro de mí. Conocer el horror de lo que ella había hecho a lo largo de los años, el dolor y el sufrimiento que había infligido a los más inocentes entre nosotros, era algo que no podía compensarse con nada de este mundo.

Y sin embargo había llegado a su fin. Yo lo había conducido a su fin.

Todo entra en decadencia, todo debe terminar, tanto lo malo como lo bueno. La muerte de Adelaide Modine, tan brutal y tan trágica entre las llamas, me demostraba que eso era verdad. Si había podido encontrar a Adelaide Modine y poner fin a sus atrocidades, podía hacer lo mismo con otros. Podía hacer lo mismo con el Viajante.

Y en alguna parte, en un lugar oscuro, un reloj se puso en marcha e inició la cuenta atrás, marcando las horas, los minutos y los segundos que faltaban para anunciar el fin del Viajante.

Todo entra en decadencia. Todo debe terminar.

Y mientras pensaba en las palabras de Walter, en sus dudas sobre mí, pensé también en mi padre y el legado que me había dejado. Sólo conservo recuerdos fragmentarios de mi padre. Recuerdo a un hombre corpulento y rubicundo llegando a casa con un árbol de Navidad, su aliento condensándose en el aire como las bocanadas de vapor de un tren antiguo. Recuerdo que una tarde entré en la cocina y lo encontré acariciando a mi madre, y las risas avergonzadas de ambos. Recuerdo que me leía por la noche, siguiendo las palabras con sus enormes dedos mientras las pronunciaba para que a mí me resultaran familiares cuando volviera a verlas. Y recuerdo su muerte.

Siempre llevaba el uniforme recién planchado y la pistola engrasada y limpia. Le encantaba ser policía, o esa impresión daba. Entonces yo no sabía qué lo impulsó a hacer lo que hizo. Quizá Walter Cole tuvo un deslumbre de eso mismo al contemplar los cadáveres de aquellos niños. Puede que yo también lo tenga ahora. Quizá me haya convertido en un hombre como mi padre.

Lo que está claro es que algo murió en su interior y el mundo se le presentó teñido de colores distintos, más oscuros. Había observado las cabezas de la muerte durante demasiado tiempo y se había transformado en un reflejo de lo que veía.

Fue un aviso de rutina: dos adolescentes tonteaban en un coche ya entrada la noche en un descampado urbano, encendiendo las luces y tocando la bocina. Mi padre acudió y se encontró con un muchacho del barrio, un delincuente de poca monta camino de especializarse en delitos mayores, y su novia, una muchacha de clase media que coqueteaba con el peligro y disfrutaba de la carga sexual que éste generaba.

Mi padre no recordaba qué le dijo el chico cuando éste intentaba impresionar a su amiga. Intercambiaron unas palabras, e imagino la voz de mi padre adquiriendo un tono de advertencia cada vez más grave y severo. El chico, en broma, hizo algún que otro ademán de llevarse la mano al interior de la cazadora para divertirse con el creciente nerviosismo de mi padre y envalentonándose con las carcajadas de la muchacha.

De pronto, mi padre desenfundó su pistola y las risas cesaron. Imagino al muchacho levantando las manos, negando con la cabeza, explicando que iba desarmado, que todo era una broma. Y que lo sentía. Mi padre le disparó en la cara, y la sangre salpicó el interior del coche, las ventanillas, el rostro de la chica en el asiento contiguo, boquiabierta por la conmoción. No creo que ella gritara siquiera antes de que mi padre le disparara también. Luego se marchó.

Asuntos Internos fue a buscarlo mientras se cambiaba en el vestuario. Lo detuvieron en presencia de sus compañeros para dar ejemplo. Nadie se interpuso en su camino. Para entonces, ya todos lo sabían, o creían saberlo.

Lo admitió todo pero fue incapaz de explicarlo. Cuando le preguntaron, se limitó a encogerse de hombros. Le quitaron el arma reglamentaria y la placa -la pistola de reserva, la que yo uso ahora, se quedó en su dormitorio-, y luego lo llevaron a casa en aplicación de una norma del Departamento de Policía de Nueva York que prohibía que se interrogara a un policía sobre la posible consumación de un delito hasta pasadas cuarenta y ocho horas. Cuando regresó parecía aturdido y se negó a hablar con mi madre. Los dos hombres de Asuntos Internos se quedaron enfrente dentro del coche patrulla, fumando, mientras yo los observaba desde la ventana de mi habitación. Creo que sabían qué ocurriría a continuación. Cuando sonó el disparo, no salieron del coche hasta que el eco se apagó en el aire frío de la noche.

Soy hijo de mi padre, con todo lo que eso implica.

Se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y entró Rachel Wolfe. Vestía de manera informal con unos vaqueros, zapatillas de deporte de suela gruesa y un suéter negro de algodón con capucha de Calvin Klein. Llevaba el pelo suelto y le caía sobre las orejas hasta los hombros, tenía pecas en la nariz y en la base del cuello.

Tomó asiento frente a mí y me dirigió una mirada de preocupación y lástima.

– Me he enterado de que Catherine Demeter ha muerto. Lo siento. -Asentí y pensé en Catherine Demeter y el aspecto que presentaba en el sótano de la casa Dane. No eran pensamientos agradables-. ¿Cómo se encuentra? -preguntó. En su voz advertí curiosidad pero también ternura.

– No lo sé.

– ¿Se arrepiente de haber matado a Adelaide Modine?

– Ella se lo buscó. No pude evitarlo.

No sentía nada por su muerte, ni por el asesinato del abogado, ni por haber visto a Bobby Sciorra erguirse de puntillas cuando la hoja penetró en la base de su cráneo. Me asustaba esa insensibilidad, esa quietud dentro de mí. Creo que podría haberme asustado más aún de no ser porque a la vez experimentaba otro sentimiento: un profundo dolor por los inocentes que se habían perdido, y por aquellos que aún no habían sido encontrados.