Tante Marie: la anciana que había tendido sus brazos a una chica agonizante mientras la hoja del cuchillo empezaba a desollarle la cara; la anciana que me había llamado con la voz de mi esposa cuando estuve en aquella habitación, ofreciéndome cierto consuelo en mi dolor; la anciana que me había tendido los brazos en su tormento final.
Estaba desnuda, sentada en la cama, una mujer enorme cuya corpulencia no había mermado la muerte. Tenía la cabeza y el torso apoyados contra una montaña de almohadas manchadas de sangre. Su cara era un amasijo rojo y violáceo. Tenía la mandíbula caída y la boca abierta revelaba unos dientes largos y amarillos de tabaco. El haz de la linterna iluminó sus muslos, sus gruesos brazos y sus manos, extendidas hacia el centro del cuerpo.
– Dios Bendito -dijo Morphy.
Tante Marie había sido abierta en canal desde el esternón hasta las ingles y la piel retirada quedaba sujeta a los lados por sus propias manos. Al igual que en el caso de su hijo, la mayor parte de los órganos internos habían sido extraídos y su vientre era una caverna hueca, encuadrada por las costillas, a través de las cuales se veía a la luz el brillo mate de una sección de su columna vertebral. El haz de la linterna de Woolrich descendió hacia la entrepierna. Lo detuve con la mano.
– No -dije-. Ya basta.
De pronto se oyó un sobrecogedor grito fuera, en medio de aquel silencio, y los dos echamos a correr hacia la puerta de la casa.
Florence Aguillard se balanceaba en la hierba frente al cadáver de su hermano. Su boca formaba un arco y tenía el labio inferior vuelto sobre sí mismo en una mueca de dolor. Llevaba el Colt de cañón largo en la mano derecha, apuntando al suelo. La sangre de su madre oscurecía en algunas partes su vestido blanco estampado de flores azules. No emitía sonido alguno, pero gritos inaudibles le sacudían el cuerpo.
Woolrich y yo bajamos lentamente por la escalera; Morphy y el ayudante del sheriff permanecieron en el porche. El otro par de ayudantes había regresado de detrás de la casa y estaba frente a Florence, con Toussaint un poco a la derecha de ellos. A la izquierda de Florence, yo veía la figura de Tee Jean colgada del árbol y, junto a él, a Brouchard con su SIG desenfundada.
– Florence -dijo Woolrich con delicadeza mientras se guardaba la pistola en la funda del hombro-. Florence, baja el arma. -Ella se estremeció y se rodeó la cintura con el brazo izquierdo. Se inclinó un poco y movió lentamente la cabeza de lado a lado-. Florence -repitió Woolrich-. Soy yo.
Ella volvió la cabeza hacia nosotros. En sus ojos se advertía angustia, angustia y dolor y culpabilidad y rabia, todo ello pugnando por abrirse camino en su mente atormentada.
Alzó el arma despacio y apuntó en dirección a nosotros. Vi que los ayudantes del sheriff levantaban de inmediato las suyas. Toussaint ya había adoptado postura de tirador, con los brazos extendidos al frente y sosteniendo la pistola con pulso firme.
– ¡No! -gritó Woolrich con la mano derecha en alto.
Vi que los policías lo miraban primero a él con cara de incertidumbre y luego a Morphy. Éste asintió y ellos se relajaron un poco, sin dejar de encañonar a Florence.
El Colt se desplazó de Woolrich a mí, y Florence Aguillard seguía moviendo la cabeza en un lento gesto de negación. Se oía su voz en la noche, un susurro, repitiendo la palabra de Woolrich como un mantra -«no, no, no, no, no»-; a continuación dirigió el revólver hacia sí misma, se colocó el cañón en la boca y apretó el gatillo.
La detonación sonó como el rugido de un cañón en el aire de la noche. Oí que aleteaban pájaros y movimiento de animales pequeños entre la maleza al tiempo que el cuerpo de Florence se desplomaba. Woolrich se postró de rodillas a su lado y alargó la mano izquierda para acariciarle la cara mientras con la derecha, de manera tan instintiva como inútil, le palpaba el cuello en busca del pulso. Después la levantó y acercó la cara de ella a la pechera de su camisa manchada de sudor, con una mueca de dolor en los labios.
A lo lejos destellaron unas luces rojas. Más allá oí el ruido de las hélices de un helicóptero segando el aire en la oscuridad.
32
El día amaneció cargado y húmedo en Nueva Orleans y el olor del Mississippi impregnaba el aire de la mañana. Salí de la pensión donde me alojaba y di un paseo eludiendo el Quarter en un esfuerzo por quitarme el cansancio de la cabeza y los huesos. Acabé en Loyola, donde el tráfico se sumaba al sofocante bochorno. El cielo, encapotado y gris, amenazaba lluvia y oscuros nubarrones pendían sobre la ciudad, como para impedir que el calor escapara. Compré el Times-Picayune en una máquina expendedora y lo leí de pie frente al ayuntamiento. El periódico rebosaba tal grado de corrupción que era extraño que el papel no se pudriera: dos policías detenidos por tráfico de drogas, una investigación federal sobre el procedimiento de las últimas elecciones al Senado, sospechas sobre un ex gobernador. La propia Nueva Orleans, con sus edificios decrépitos, el lóbrego barrio comercial de Poydras, los almacenes Woolworth con sus carteles de cierre inminente, parecía encarnar aquella corrupción, de modo que resultaba imposible saber si la ciudad había contagiado a la población o si algunos de sus habitantes arrastraban consigo a la ciudad.
Chep Morrison había construido el imponente ayuntamiento poco después de regresar de la segunda guerra mundial para destronar al millonario alcalde Maestri y conducir a Nueva Orleans al siglo XX. Algunos de los compañeros de Woolrich aún recordaban a Morrison con afecto, si bien se trataba de un afecto surgido del hecho de que la corrupción policial se había propagado bajo su mandato, junto con la prostitución, el juego y diversos negocios turbios. Más de tres décadas después el Departamento de Policía de Nueva Orleans lucha aún contra su legado. Durante casi dos décadas, la corruptela había encabezado la lista de quejas sobre la falta de ética policial y ascendido a más de mil denuncias al año.
El Departamento de Policía de Nueva Orleans se había basado en el principio de «la tajada»: al igual que los cuerpos de policía de otras ciudades sureñas -Savannah, Richmond, Mobile-, se había creado en el siglo XVIII para controlar y supervisar a la población esclava, y la policía recibía una parte de la recompensa por la captura de fugitivos. En el siglo XIX se acusaba a los miembros del cuerpo de violaciones, asesinatos, linchamientos, robos y cobro de sobornos por consentir el juego y la prostitución. El hecho de que cada año la policía tuviera que presentarse a unas elecciones representaba que ésta se veía obligada a vender su lealtad a los dos principales partidos políticos. El cuerpo manipulaba las elecciones, intimidaba a los votantes, e incluso participó en la masacre de políticos del sector moderado en el Instituto de Mecánica en 1866.
El primer alcalde negro de Nueva Orleans, Dutch Morial, intentó limpiar el departamento a principios de los años ochenta. Si la Comisión contra la Delincuencia Metropolitana, una institución independiente que llevaba un cuarto de siglo de ventaja a Morial, no había podido limpiar el departamento, ¿qué esperanzas podía albergar un alcalde negro? El sindicato de la policía, de mayoría blanca, fue a la huelga y el Mardi Gras se suspendió. Se solicitó la intervención de la guardia nacional para mantener el orden. Yo ignoraba si la situación había mejorado desde entonces. Esperaba que sí.