Nueva Orleans es asimismo la central del homicidio, con unos cuatrocientos avisos de Código 30 -el código del Departamento de Policía local para el homicidio- anuales. Quizá resuelven la mitad, lo cual deja a gran número de personas sueltas por las calles de Nueva Orleans con las manos manchadas de sangre. Es un dato que las autoridades urbanas prefieren no dar a los turistas, pese a que tal vez muchos de éstos visitarían la ciudad de todos modos. Al fin y al cabo, cuando una ciudad resulta tan apasionante que proporciona un abanico de posibilidades tales como el juego con apuestas a bordo de un barco, bares abiertos las veinticuatro horas, strip-tease, prostitución y un buen suministro de drogas, todo ello en un radio de unas cuantas manzanas, debe de tener también algún lado negativo.
Seguí paseando y finalmente me detuve para sentarme al borde de una jardinera frente al edificio rosa del New Orleans Center, tras el que se elevaba la torre del hotel Hyatt, donde esperé a Woolrich. En medio de la confusión de la noche anterior, quedamos para desayunar a la mañana siguiente. Había pensado alojarme en Lafayette o Baton Rouge, pero Woolrich me explicó que posiblemente la policía local prefería no tenerme tan cerca de la investigación y, como me señaló, él mismo residía en Nueva Orleans.
Dejé pasar veinte minutos y, al ver que no llegaba, empecé a caminar por Poydras Street, un desfiladero entre bloques de oficinas abarrotado ya de ejecutivos y turistas camino del Mississippi.
En Jackson Square, una multitud desayunaba en La Madeleine. El olor que desprendía el pan todavía en los hornos parecía atraer a la gente como a personajes de dibujos animados seducidos por la estela visible y serpenteante de un aroma. Pedí un café y un bollo y acabé de leer el Times-Picayune. En Nueva Orleans es casi imposible conseguir el New York Times. En algún sitio había leído que los ciudadanos de Nueva Orleans compraban menos ejemplares del New York Times que los de ninguna otra ciudad de Estados Unidos, si bien lo compensaban comprando más ropa de etiqueta que en ninguna otra parte. Si uno tiene todas las noches cenas de compromiso, no dispone de mucho tiempo para leer el New York Times.
Entre las magnolias y los plátanos de la plaza, los turistas contemplaban a los bailarines de claqué y a los mimos, y a un esbelto negro que se golpeaba las rodillas con un par de botellas de plástico con ritmo uniforme y sensual. Aunque una suave brisa soplaba desde el río, tenía la batalla perdida contra el calor de la mañana y se conformaba con agitar el pelo a los artistas que colgaban sus cuadros en la verja negra de hierro de la plaza y amenazaba con llevarse los naipes de las echadoras de cartas frente a la catedral.
Me sentía extrañamente alejado de lo que había visto en la casa de Tante Marie. Había temido que aquello avivara los recuerdos de lo que había presenciado en mi propia cocina, la visión de mi esposa y mi hija reducidas a carne, tendones y huesos. Sin embargo, sólo sentía cierta pesadumbre, como una manta mojada y oscura sobre mi conciencia.
Volví a hojear el periódico. La noticia de los asesinatos se había incluido al pie de la primera plana, pero no se habían facilitado a la prensa los detalles de las mutilaciones. Era difícil predecir cuánto tiempo podrían mantenerse en secreto; probablemente empezarían a circular rumores en el funeral.
En las páginas interiores aparecían las fotografías de dos cadáveres, el de Florence y el de Tee Jean, cuando los trasladaban a las ambulancias a través del puente. El puente había perdido firmeza a causa del tráfico y existía el temor de que se hundiera si las ambulancias intentaban pasar. Por fortuna, no se incluía ninguna foto de Tante Marie mientras la transportaban en una camilla especial, con aquel cuerpo enorme que parecía burlarse de la mortalidad incluso amortajado de negro.
Alcé la vista y vi que Woolrich se acercaba a la mesa. Se había cambiado el traje marrón por otro gris claro de hilo; el tostado había quedado salpicado con la sangre de Florence Aguillard. No se había afeitado y tenía ojeras. Pedí café y algo de bollería para él y permanecí callado mientras comía.
Había cambiado mucho desde que lo conocí, pensé. Tenía la cara más enjuta y, cuando la luz lo iluminaba desde cierto ángulo, sus pómulos parecían filos bajo la piel. Por primera vez me dio la impresión de que quizás estuviera enfermo, pero no se lo dije. Él mismo hablaría de ello cuando lo considerase oportuno.
Mientras comía, recordé la primera vez que lo vi, fue ante el cadáver de Jenny Ohrbach: una bella mujer de unos treinta años, que había mantenido la figura gracias al ejercicio regular y una cuidadosa dieta, y que, como se supo, había vivido rodeada de considerables lujos sin que se le conociera medio de vida alguno.
Yo estaba junto a su cadáver en un apartamento del Upper West Side una fría noche de enero. Las dos grandes contraventanas daban a un pequeño balcón sobre la calle 79 y el río, a dos manzanas de Zabar, la tienda de comida preparada de Broadway. No era nuestro territorio, pero Walter Cole y yo habíamos ido porque el modus operandi inicial parecía coincidir con el de dos allanamientos de morada con agravantes que estábamos investigando, uno de los cuales había provocado la muerte de una joven administrativa, Deborah Moran.
En el apartamento todos los policías iban con abrigo y algunos llevaban bufanda en torno al cuello. El apartamento estaba caldeado y nadie mostraba grandes prisas por volver a salir al frío, y menos todavía Cole y yo, pese a que aquello parecía un homicidio intencionado más que allanamiento de morada con agravantes. Aparentemente no habían tocado nada en el apartamento y, bajo el televisor, en un cajón, se encontró intacta una cartera con tres tarjetas de crédito y más de setecientos dólares en efectivo. Alguien había traído café de Zabar, y estábamos tomándolo en vasos de plástico, rodeándolos con ambas manos y disfrutando de la desacostumbrada sensación de calor en los dedos.
El forense casi había terminado su trabajo y los auxiliares médicos de una ambulancia esperaban para retirar el cadáver cuando entró en el apartamento un personaje desaliñado. Llevaba un abrigo marrón del mismo color que el jugo que desprende la carne asada, y la suela de uno de sus zapatos estaba desprendida en la parte delantera. A través del hueco asomaba un calcetín rojo y, por un agujero que tenía éste, un enorme pulgar. El pantalón marrón estaba tan arrugado como un periódico antiguo y la camisa blanca había renunciado a seguir luchando por mantener su tono natural, conformándose con la malsana palidez amarilla de una víctima de ictericia. Llevaba calado un sombrero de fieltro. Yo no había visto a nadie con un sombrero de fieltro en el escenario de un crimen desde el último ciclo de cine negro en la sala Angelika.
Pero fueron sus ojos lo que más me llamó la atención. Tenía una mirada viva, cínica y risueña, que parecía pasearse de acá para allá como una medusa a través del agua. Pese a su aspecto desarrapado, iba bien afeitado y exhibió unas manos impolutas cuando sacó unos guantes de plástico del bolsillo y se los puso.
– La noche está más fría que el corazón de una puta -comentó mientras se agachaba y, con delicadeza, acercaba un dedo a la barbilla de Jenny Ohrbach-. Fría como la muerte.
Noté que me rozaban en el brazo y, al volverme, vi a Cole a mi lado.
– ¿Quién demonios es usted? -preguntó.
– Soy de los buenos -contestó el personaje-. Mejor dicho, soy del FBI, con todo lo que eso implique para ustedes. -Nos enseñó su identificación-. Agente especial Woolrich.
Se levantó, suspiró y se quitó los guantes. A continuación hundió los guantes y las manos en los bolsillos del abrigo.
– ¿Qué lo ha obligado a salir en una noche como ésta? -pregunté-. ¿Ha perdido las llaves de las oficinas federales?