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– ¿Quién se ocupa del caso?

– El grupo de Morphy, en teoría. En la práctica, la mayor parte recaerá en nosotros, ya que el modus operandi coincide con el de los asesinatos de Susan y Jennifer, y también porque yo quiero. Brillaud va a pincharte el teléfono por si te llama nuestro amigo. Eso significa que tendrás que quedarte cerca de la habitación del hotel por un tiempo, pero no veo qué otra cosa podemos hacer. -Eludió mi mirada.

– Estás dejándome fuera.

– No puedes involucrarte mucho en esto, Bird, ya lo sabes. Te lo he dicho antes y te lo repito: nosotros decidiremos en qué medida participas.

– En escasa medida.

– Pues sí, escasa. Escucha, Bird, tú eres nuestra conexión con ese tipo. Te ha telefoneado una vez y volverá a hacerlo. Esperaremos, veremos qué ocurre. -Extendió las anchas palmas de sus manos.

– La mató por la chica muerta. ¿Vais a buscar a la chica?

Woolrich alzó la vista en un gesto de frustración.

– ¿Dónde vamos a buscarla, Bird? ¿En todo el pantano, joder? Ni siquiera hay constancia de que esa chica haya existido. Tenemos una huella, seguiremos adelante con eso y veremos adónde nos lleva. Ahora paga la cuenta y vámonos. Tenemos cosas que hacer.

Me alojaba en un edificio restaurado de estilo Greek Revival, el Flaisance House, en Esplanade, una mansión blanca llena de muebles de personas que habían muerto hacía tiempo. Había elegido una habitación que había en la cochera reformada de la parte de atrás, en parte porque estaría más aislado, pero también porque incluía una alarma natural en forma de dos enormes perros que rondaban por el jardín y que, según el portero de noche, gruñían a quienquiera que no fuese huésped. En realidad, daba la impresión de que los perros se pasaban casi todo el día durmiendo a la sombra de una vieja fuente. Mi amplia habitación tenía balcón, un ventilador metálico en el techo, dos sólidos sillones de piel y un pequeño frigorífico que llené de botellas de agua.

Cuando llegamos al Flaisance, Woolrich encendió el televisor para ver un concurso que había a primera hora de la mañana y esperamos en silencio la visita de Brillaud. Llamó a la puerta unos veinte minutos después, tiempo suficiente para que una mujer de Tulsa ganara un viaje a Maui. Brillaud era un hombre de baja estatura y bien vestido, tenía unas pronunciadas entradas y el hábito de pasarse los dedos por el cabello cada pocos minutos como para asegurarse de que aún le quedaba algo. Detrás de él, por la escalera exterior de madera que conducía a las cuatro habitaciones de la cochera, dos hombres en mangas de camisa acarreaban con dificultad el equipo de vigilancia sobre una mesa metálica con ruedas.

– Ve preparándote, Brillaud -dijo Woolrich-. Espero que hayáis traído algo para leer.

Uno de los hombres en mangas de camisa enseñó un fajo de revistas y unos cuantos libros de bolsillo manoseados que había sacado de la repisa inferior de la mesa metálica.

– ¿Dónde estarás si te necesito? -preguntó Brillaud.

– Donde siempre -contestó Woolrich-. Por ahí.

A continuación se marchó.

Una vez, invitado por Woolrich, visité una sala anónima de las oficinas del FBI en Nueva York. Era la sala donde las brigadas dedicadas a investigaciones a largo plazo -crimen organizado, contraespionaje- supervisaban sus grabaciones. Seis agentes, sentados ante una hilera de magnetófonos de carrete activados por voz, registraban las llamadas siempre que los magnetófonos se ponían en marcha y anotaban concienzudamente la hora, la fecha y el tema de la conversación. En la sala reinaba un silencio casi absoluto, excepto por los chasquidos y el ronroneo de las grabadoras y el rasgueo de los bolígrafos sobre el papel.

A los federales les encantaba realizar escuchas telefónicas. Ya en 1928, cuando el FBI se llamaba Agencia de Investigación, el Tribunal Supremo autorizó poder intervenir teléfonos casi sin restricciones. En 1940, cuando el fiscal general Andrew Jackson intentó poner fin a las escuchas telefónicas, Roosevelt le ganó la partida y amplió las escuchas a las «actividades subversivas». Según la interpretación de Hoover, las «actividades subversivas» abarcaban desde tener una lavandería china hasta tirarse a la mujer de otro. Hoover era el rey de las escuchas telefónicas.

Ahora los federales ya no tenían que permanecer en cuclillas bajo la lluvia junto a cajas de empalmes intentando proteger sus cuadernos de los elementos. Normalmente basta con una orden judicial, seguida de una llamada a la compañía telefónica para que desvíe la señal. Cuando la persona en cuestión está dispuesta a cooperar, resulta aún más fácil. En mi caso, Brillaud y sus hombres ni siquiera tenían que hacinarse dentro de una furgoneta de vigilancia y olerse el sudor unos a otros.

Con la excusa de que iba a la cocina del edificio principal, me marché durante cinco minutos mientras Brillaud intervenía mi móvil y el teléfono fijo de la habitación. Al salir del Flaisance y cruzar el jardín, atraje la aburrida mirada de uno de los perros acurrucados a la sombra. Me dirigí a un teléfono público que había al lado de una tienda de alimentación a una manzana de allí. Desde allí llamé a Ángel. Me salió el contestador. En un mensaje, le expliqué la situación y le aconsejé que no me telefoneara al móvil.

En rigor, los federales deben reducir al mínimo necesario su intervención durante las escuchas telefónicas y las labores de vigilancia. En teoría, eso significa que los agentes han de pulsar el botón de pausa de la grabadora y quedarse al margen de la conversación, excepto para hacer alguna comprobación ocasional, si resulta obvio que se trata de una llamada privada sin relación con el asunto que los ocupa. En la práctica, sólo un idiota supondría que sus asuntos privados seguirían siendo privados en una línea intervenida, así que me pareció poco sensato mantener conversaciones con un allanador de moradas y un asesino mientras el FBI escuchaba. Después de dejar el mensaje, compré cuatro cafés en la tienda de alimentación, entré de nuevo en el Flaisance y subí a mi habitación, donde Brillaud, visiblemente nervioso, esperaba junto a la puerta.

– Podemos pedir que nos suban el café, señor Parker -dijo con tono de desaprobación.

– Nunca sabe igual -contesté.

– Tendrá que acostumbrarse -concluyó, y cerró la puerta cuando entré.

La primera llamada tuvo lugar a las cuatro de la tarde, después de pasarme horas viendo malos programas de televisión y leer el consultorio sentimental de ejemplares atrasados de Cosmopolitan. Brillaud se levantó al instante de la cama y, chasqueando los dedos, reclamó la atención de los técnicos, uno de los cuales ya estaba poniéndose los auriculares. Contó tres hacia atrás con los dedos y me indicó que cogiera el móvil.

– ¿Charlie Parker? -Era una voz de mujer.

– Sí, soy yo.

– Soy Rachel Wolfe.

Miré a los hombres del FBI y negué con la cabeza. Oí suspiros de alivio. Tapé el micrófono del móvil con la mano.

– Eh, mínima intervención, ¿recuerdan?

Se oyó un chasquido en la línea al detenerse el magnetófono. Brillaud volvió a tenderse sobre las sábanas limpias de la cama con los dedos entrelazados en la cabeza y los ojos cerrados.

Rachel pareció notar que ocurría algo.

– ¿Puede hablar?

– Tengo compañía. ¿Puedo telefonearla yo más tarde?

Me dio el número de teléfono de su casa y me dijo que no volvería hasta las siete y media de la tarde. Podía llamarla a partir de esa hora. Le di las gracias y colgué.

– ¿Una amiga? -preguntó Brillaud.

– Mi médica -contesté-. Padezco un síndrome de escasa tolerancia. Ella tiene la esperanza de que dentro de unos años aprenda a hacer frente a la curiosidad ajena.

Brillaud se sorbió ruidosamente la nariz pero no abrió los ojos.