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La segunda llamada tuvo lugar a las seis. La humedad y el bullicio de los turistas nos habían obligado a cerrar la puerta del balcón y en el aire flotaba un acre olor a hombre. Esta vez no cabía duda de quién llamaba.

– Bienvenido a Nueva Orleans, Bird -dijo la voz a través del sintetizador, con tonos graves que parecían cambiar y oscilar como la bruma.

Permanecí en silencio por un momento y dirigí un gesto de asentimiento a los hombres del FBI. Brillaud se puso a localizar a Woolrich. En un monitor situado junto al balcón veía pasar un mapa tras otro y, a través de los auriculares de los hombres del FBI, oía débilmente la voz del Viajante.

– No era necesario que trajeras a tus amigos del FBI -dijo la voz, esta vez con la cadencia aguda y cantarina de una niña-. ¿Está ahí el agente Woolrich? -Volví a guardar silencio antes de responder, consciente del paso de los segundos y de las palabras «llamada anónima» en la pantalla del móvil-. ¡No me jodas, Bird! -exclamó, aún con voz infantil, pero esta vez con el tono malhumorado de una niña a quien se le ha prohibido salir a jugar con sus amigas, y el efecto resultaba aún más obsceno por el uso de una palabra malsonante.

– No, no está.

– Treinta minutos.

Se interrumpió la conexión.

– Lo sabe -dijo Brillaud, y se encogió de hombros-. No se alargará lo suficiente para que podamos localizarlo.

Volvió a tenderse en la cama a la espera de Woolrich.

Woolrich parecía agotado. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño y el aliento le olía mal. Desplazaba el peso del cuerpo de un pie al otro sin cesar, como si le apretaran los zapatos. A los cinco minutos de su llegada, volvió a sonar el teléfono. Brillaud hizo la cuenta atrás y contesté.

– Sí.

– No me interrumpas. Sólo escucha. -Parecía una voz femenina, la voz de una mujer a punto de contarle a su amante una fantasía secreta, pero distorsionada, inhumana-. Lamento mucho lo de la amiga del agente Woolrich, pero lo lamento sólo porque la eché de menos. Debería haber estado allí. Le había reservado algo especial, pero supongo que ella tenía sus propios planes. -Woolrich cerró los ojos con fuerza por un instante, pero no dio más señales de alterarse por lo que oía-. Espero que os gustara mi demostración -prosiguió la voz-, quizás estéis empezando a entender. Si no es así, no os preocupéis. Aún os queda mucho por ver. Pobre Bird. Pobre Woolrich. Unidos en el dolor. Intentaré encontraros compañía. -La voz cambió de nuevo. Esta vez pasó a ser grave y amenazadora-. No volveré a llamar. Es de mala educación escuchar conversaciones privadas. El próximo mensaje que os llegue de mí estará manchado de sangre. -La llamada concluyó.

– ¡Mierda! -exclamó Woolrich-. Decidme que tenéis algo.

– No tenemos nada -contestó Brillaud, y lanzó los auriculares a la cama-. El número cambia una y otra vez. Lo sabe.

Dejé a los hombres del FBI mientras cargaban su equipo en una furgoneta Ford blanca y crucé el Quarter hasta el Napoleon House para telefonear a Rachel Wolfe. Prefería no utilizar el móvil. Por alguna razón, su función como medio de contacto con un asesino parecía haberlo ensuciado. Además, necesitaba moverme después de tanto rato encerrado en mi habitación.

Descolgó cuando el timbre sonó por tercera vez.

– Soy Charlie Parker.

– Hola… -Dio la impresión de que le costaba decidir cómo llamarme.

– Llámame Bird.

– Muy observador.

Se produjo un silencio incómodo y, a continuación, preguntó:

– ¿Dónde estás? Se oye mucho ruido.

– Hay mucho ruido. Estoy en Nueva Orleans -respondí, y la informé lo mejor que pude de lo ocurrido. Escuchó en silencio y, en un par de ocasiones, oí el rítmico golpeteo de un bolígrafo contra el auricular al otro lado de la línea. Al acabar pregunté-: ¿Te dice algo alguno de estos detalles?

– No estoy segura. Me suenan vagamente de mi época de estudiante, pero dudo que consiga rescatar esa información del fardo de mi memoria. Me parece que he descubierto algo relacionado con la anterior conversación que mantuviste con ese hombre. Aunque no está muy claro. -Calló por un momento-. ¿Dónde te alojas?

Le di el número de teléfono del Flaisance. Repitió para sí el nombre y el número mientras tomaba nota.

– ¿Volverás a llamarme?

– No -contestó ella-. Pienso reservar una habitación e ir a Nueva Orleans.

Al colgar eché un vistazo al bar poco iluminado del Napoleon House. Estaba atestado de gente de la propia ciudad y visitantes de aspecto más o menos bohemio, algunos de ellos eran turistas que ocupaban las habitaciones de los pisos superiores. Por los altavoces sonaba una pieza clásica que no identifiqué y el aire estaba cargado de humo.

Había algo en las llamadas del Viajante que me inquietaba, aunque ignoraba qué era. Él sabía que yo estaba en Nueva Orleans cuando llamaba, sabía también dónde me alojaba, ya que conocía la presencia de los federales, y eso significaba que los procedimientos policiales no le eran ajenos y que tenía controlada la investigación, lo cual se correspondía con el perfil esbozado por Rachel.

Estaba vigilando el lugar del crimen cuando llegamos, o lo visitó poco después. Su rechazo a prolongar la conversación telefónica era comprensible, teniendo en cuenta que los federales estaban a la escucha, pero esa segunda llamada… La reproduje en mi mente para discernir la causa de mi malestar, pero no lo conseguí.

Estuve tentado de reservar habitación en el Napoleon House para respirar la sensación de vida y alegría en el viejo bar, pero volví al Flaisance. Pese al calor, me acerqué a las grandes contraventanas de la habitación, las abrí y salí al balcón, contemplé los edificios descoloridos y los balcones de hierro forjado de la parte superior del Quarter e inhalé los aromas que desprendía la comida de un restaurante cercano, mezclados con el humo y los gases de escape. Escuché los acordes de música de jazz que llegaban de un bar de Governor Nicholls, los gritos y carcajadas de quienes se dirigían a los garitos de Bourbon Street, en los que se mezclaba el cadencioso acento sureño con las voces de los turistas, el bullicio de la vida humana que desfilaba bajo mi ventana.

Y me acordé de Rachel Wolfe, y de cómo le caía el cabello sobre los hombros, de las pecas que salpicaban su cuello blanco.

33

Esa noche soñé con un anfiteatro que tenía los pasillos en pendiente y estaba lleno de ancianos. De las paredes pendían damascos y, desde lo alto, dos antorchas alumbraban el centro, ocupado por una mesa rectangular con los bordes curvos y las patas talladas en forma de huesos. Florence Aguillard yacía sobre la mesa con la matriz al descubierto y, junto a ella, un hombre con barba, envuelto en una toga oscura, se disponía a sajar usando un bisturí con la empuñadura de marfil. En torno al cuello y tras las orejas de ella se veía la marca de una soga y tenía la cabeza ladeada en un ángulo imposible.

Cuando el cirujano cortó el útero, salieron anguilas de dentro y cayeron al suelo. La muerta abrió los ojos e intentó gritar. El cirujano la amordazó con un trozo de arpillera y siguió cortando hasta que en los ojos de ella se apagó la luz.

Desde un rincón en penumbra del anfiteatro observaban unas figuras. Se acercaron a mí desde las sombras, eran mi mujer y mi hija, pero en ese momento las acompañaba una tercera, apenas una silueta, que se quedó más atrás, en la oscuridad. Ésta venía de un lugar frío y húmedo y despedía un olor denso y arcilloso de vegetación descompuesta, de carne tumefacta y desfigurada por los gases y la putrefacción. Yacía en un espacio pequeño y estrecho, con los lados rígidos, y en ocasiones los peces chocaban por fuera mientras ella esperaba. Cuando desperté, me pareció percibir su olor, y aún oía su voz…

«Auxilio.»

Y la sangre me zumbaba en los oídos. «Tengo frío. Auxilio.»

Y yo sabía que debía encontrarla.