Me despertó el timbre del teléfono de la habitación. Una luz tenue se filtraba a través de las cortinas y mi reloj marcaba las 8:35. Descolgué.
– ¿Parker? Soy Morphy. Mueve el culo. Te espero en La Marquise dentro de una hora.
Me duché, me vestí y me encaminé hacia Jackson Square tras los fieles madrugadores que acudían a la catedral de San Luis. Frente a la catedral, un titiritero intentaba atraerlos con el número del tragafuegos y un grupo de monjas negras se apiñaba bajo un parasol verde y amarillo.
En cierta ocasión, Susan y yo asistimos allí a una misa, bajo el techo ornamentado del templo, en que aparecía Cristo entre los pastores y, sobre el pequeño sagrario, la figura de Luis XI, Roi de France, anunciando la séptima cruzada.
La catedral había sido reconstruida por completo dos veces desde que la estructura de madera original, diseñada en 1724, ardiera durante el incendio del Viernes Santo de 1788, fecha en que ochocientos edificios fueron pasto de las llamas. La catedral actual tenía menos de ciento cincuenta años de antigüedad, y sus vidrieras, orientadas hacia la Place Jean-Paul Deux, eran un obsequio del gobierno español.
Resultaba extraño que recordase con semejante claridad los detalles después de tantos años. Pero los recordaba no tanto por su interés intrínseco como porque los asociaba a Susan. Los recordaba porque ella estaba conmigo cuando los descubrí, su mano en la mía, su cabello recogido y sujeto con una cinta de color aguamarina.
Por un momento, tuve la sensación de que si me ponía en el mismo sitio y recordaba las palabras que entonces pronunciamos, podría retrotraerme a aquel tiempo y sentirla cerca de mí, agarrándome de la mano, su sabor aún en mis labios, su fragancia en mi cuello. Si cerraba los ojos, la imaginaba recorriendo despreocupada el pasillo, su mano en la mía, respirando los aromas mezclados del incienso y las flores, pasando bajo las vidrieras, de la oscuridad a la luz, de la luz a la oscuridad.
Me arrodillé al fondo de la catedral, junto a la escultura de un querubín con un surtidor en las manos y los pies sobre una visión del mal, y recé por mi mujer y mi hija.
Morphy ya estaba en La Marquise, una pastelería de estilo francés en Chartres. Lo encontré sentado en el patio trasero, con la cabeza recién afeitada. Llevaba un pantalón largo de deporte de color gris, unas zapatillas Nike y un jersey de lanilla Timberland. Sobre la mesa, frente a él, había un plato de cruasanes y dos tazas de café. Untaba meticulosamente la mitad de un cruasán cuando me senté ante él.
– Te he pedido café. Toma un cruasán.
– Me apetecía café, gracias. ¿Tienes el día libre?
– ¡Qué va! Simplemente me he escaqueado de la ronda matutina. -Tomó una mitad del cruasán y se la metió entera en la boca, utilizando el dedo para acabar de embutírselo. Sonrió con los carrillos hinchados-. Mi mujer no me deja hacer esto en casa. Dice que le recuerdo a un niño que se atiborra de comida en una fiesta de cumpleaños. -Tragó y se puso manos a la obra con la otra mitad del cruasán-. La policía del distrito de St. Martin ha quedado fuera de la película, aparte de andar por ahí buscando ropa ensangrentada debajo de las rocas. Woolrich y los suyos han asumido casi todo el peso de la investigación. A nosotros no nos queda gran cosa que hacer, excepto el trabajo de fondo.
Sabía qué haría Woolrich. Las muertes de Tante Marie y de Tee Jean confirmaban la existencia de un asesino en serie. Los detalles quedarían en manos de la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI, la atosigada sección responsable del asesoramiento sobre técnicas de interrogatorio y negociación en secuestros con rehenes, así como del VICAP, el ABIS -los programas de prevención de actos de piromanía y atentados terroristas- y, vital en este caso, de la elaboración de perfiles criminales. De los treinta y seis agentes de la unidad, sólo diez trabajaban en los perfiles, enclaustrados en un laberinto de oficinas a veinte metros bajo tierra, los sótanos que antes albergaban el refugio antinuclear del director del FBI en Quantico.
Y mientras los federales estudiaban las pruebas e intentaban reproducir la imagen del Viajante, la policía continuaba buscando sobre el terreno huellas físicas del asesino en las inmediaciones de la casa de Tante Marie. Podía imaginármelos: hileras de agentes a través de la maleza iluminados por la luz cálida y verdosa que se filtraba entre los árboles. Se les hundirían los pies en el barro y se les engancharían los uniformes en las zarzas mientras examinaban el suelo que pisaban. Otros avanzarían a través de las aguas verdes del Atchafalaya, matando a palmadas insectos que ni siquiera veían y con las camisas empapadas de sudor.
La casa de la familia Aguillard había quedado llena de sangre. El Viajante debía de estar bañado en ella al acabar su labor. Seguramente llevaba un mono y conservarlo era demasiado arriesgado. Era probable que lo hubiera tirado al pantano, o bien que lo. hubiera enterrado o destruido. Yo suponía que lo había destruido, pero la búsqueda debía continuar.
– Ahora yo tampoco tengo mucho que ver con la investigación -dije.
– Ya me he enterado. -Se comió otro trozo de cruasán y apuró el café-. Si has acabado, en marcha.
Dejó el dinero sobre la mesa, y salí tras él. Aparcado a media manzana de allí estaba el mismo Buick destartalado que nos había seguido a la casa de Tante Marie, con el rótulo policía de servicio escrito a mano y pegado con cinta adhesiva sobre el salpicadero. Bajo una de las varillas del limpiaparabrisas se agitaba una multa de aparcamiento.
– ¡Mierda! -exclamó Morphy a la vez que arrojaba la multa a un cubo de basura-. Aquí ya nadie respeta la ley.
Fuimos en coche hasta el complejo de viviendas de protección oficial Desire, un inhóspito paisaje urbano donde los jóvenes negros holgazaneaban en solares llenos de desechos o jugaban a los aros con desgana en patios alambrados. Las manzanas formadas por casas de dos plantas parecían barracones, alineados en calles con nombres que parecían chistes malos, como Piedad, Abundancia y Humanidad. Estacionamos cerca de una licorería, protegida como una fortaleza, y los jóvenes de alrededor se escabulleron al oler a policía. Incluso allí la característica calva de Morphy era, por lo visto, reconocida al instante.
– ¿Conoces bien Nueva Orleans? -preguntó Morphy al cabo de un rato.
– No -contesté.
Bajo su jersey de lanilla, se veía el bulto de la pistola. Tenía las manos encallecidas de agarrar barras de pesas, e incluso sus dedos eran musculosos. Cuando movía la cabeza, los músculos y los tendones sobresalían de su cuello como serpientes deslizándose bajo su piel.
A diferencia de la mayoría de los culturistas, Morphy transmitía una sensación de peligro contenido, y de que aquellos músculos no eran sólo para exhibirlos. Yo sabía que había matado a un hombre en un bar de Monroe, un chulo que había disparado contra una de sus chicas y contra el cliente que estaba con ella en la habitación de un hotel de Lafayette. El chulo, un criollo de cien kilos llamado Le Mort Rouge, le había clavado a Morphy una botella rota en el pecho y luego; había intentado estrangularlo en el suelo. Morphy, tras asestar varios puñetazos en la cara y el cuerpo a su agresor, había conseguido por fin agarrarlo por el cuello, y los dos permanecieron así, uno en manos del otro, hasta que algo estalló en la cabeza de Le Mort y cayó de costado contra la barra. Cuando llegó la ambulancia, ya estaba muerto.
Había sido una pelea limpia, pero, sentado junto a Morphy en el coche, me acordé de Luther Bordelon. Éste era un matón, de eso no cabía duda. Sus agresiones se remontaban a sus tiempos de delincuente juvenil y se sospechaba que había violado a una joven turista australiana. La chica había sido incapaz de identificar a Bordelon en una rueda de reconocimiento y no habían quedado pruebas físicas del violador en el cuerpo de la víctima, porque había utilizado un condón y la había obligado después a lavarse el pubis con una botella de agua mineral, pero al Departamento de Policía de Nueva Orleans le constaba que había sido Bordelon. A veces las cosas son así.