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La noche que murió Bordelon, éste había estado bebiendo en un bar irlandés del Quarter. Llevaba una camiseta y un pantalón corto blancos, y, más tarde, tres clientes del bar con los que había jugado al billar declararon bajo juramento que Bordelon no iba armado. Sin embargo, Morphy y su compañero, Ray Garza, informaron de que Bordelon les había disparado cuando intentaron someterlo a un interrogatorio de rutina y había resultado muerto en el posterior intercambio de disparos. Junto al cadáver se halló un arma sin dos de las balas en el cargador. Una Smith & Wesson modelo 60 que tenía por lo menos veinte años. El número de serie del arma había sido borrado con lija del armazón bajo el montante del cilindro, lo cual hacía difícil identificarla, y, según el informe de Balística, era la primera vez que se utilizaba para cometer un delito en la ciudad de Nueva Orleans.

La presencia de aquel arma parecía un amaño, y esa impresión tuvo la División de Integridad Policial de Nueva Orleans, pero Garza y Morphy se mantuvieron en sus trece. Un año más tarde, Garza había muerto, apuñalado cuando intentaba mediar en una reyerta en el Irish Channel, y Morphy había sido trasladado a St. Martin, donde compró una casa. Eso fue todo. Así acabó la historia.

Morphy señaló hacia un grupo de jóvenes negros, con los fondillos de los vaqueros a la altura de las rodillas y enormes zapatillas de deporte que resonaban en la acera al andar. Nos devolvieron la mirada sin inmutarse, como si nos retaran. En el estéreo que llevaban sonaban los Wu-Tang Clan, una música para desatar la revolución. Me produjo cierto placer perverso reconocer al grupo. Charlie Parker compinche honorario.

Morphy hizo una mueca.

– Ése es el peor ruido que he oído en mi vida. Joder, esta gente inventó el blues. Si Robert Johnson oyera esta mierda, sabría con toda seguridad que había vendido el alma al diablo y había ido derecho al infierno. -Encendió la radio del coche y saltó de emisora en emisora con cara de insatisfacción. Resignado, puso una cinta y el cálido sonido de Little Willie John llenó el coche-. Yo me crié en Metairie, antes de que las viviendas subvencionadas invadieran esta ciudad. No diré que mis mejores amigos fueran negros ni nada por el estilo…, la mayoría de los negros iba a colegios públicos y yo no, pero nos llevábamos bien.

«Cuando aparecieron las viviendas subvencionadas eso se acabó. Desire, Iberville, Lafitte eran sitios donde uno no quería ni poner los pies si no iba armado hasta los dientes. Llegó el cabrón de Reagan y las cosas empeoraron. Dicen que ahora hay aquí más sífilis que hace cincuenta años, ¿lo sabías? La mayoría de estos chicos ni siquiera está vacunada contra las paperas. Si uno tiene una casa en esta parte de la ciudad lo mismo daría si la abandonara y la dejara pudrirse. Carece por completo de valor. -Movió la cabeza en un gesto de desolación y dio una palmada al volante-. Ante semejante pobreza, algunos pueden ganar fortunas si ponen la cabeza a trabajar. Muchos se disputan una tajada de los ingresos que proporcionan las viviendas protegidas, se disputan también una tajada en otras cosas: el valor del suelo, la propiedad, el alcohol, el juego.

– ¿Quién, por ejemplo?

– Por ejemplo, Joe Bonanno. Su gente dirige aquí el cotarro desde hace más o menos una década, controla el suministro de crack, caballo, lo que sea. Han intentado abarcar también otros negocios. Se habla de que quieren abrir un gran centro de ocio entre Lafayette y Baton Rouge, quizá construir un hotel. Quizá sólo pretendan echar allí unos cuantos ladrillos y cemento y declararse en quiebra por sobrecarga fiscal, y así blanquear dinero. -Dirigió una mirada ponderativa a las casas de alrededor-. Y aquí se crió Joe Bones -añadió con un suspiro, como si no entendiera que un hombre se dedicara a socavar el lugar donde se crió y llegó a la vida adulta. Volvió a poner el coche en marcha y, mientras conducía, me contó la historia de Joe Bones.

Salvatore Bonanno, el padre del Joe, tenía un bar en el Irish Channel, a pesar de que las bandas del barrio no creían que un italiano tuviera cabida en una zona donde la gente ponía a sus hijos nombres de santos irlandeses y donde predominaba una mentalidad sureña. La actitud de Sal no era especialmente honorable; nacía del pragmatismo. En la Nueva Orleans de posguerra de Chep Morrison se podía hacer mucho dinero si uno estaba dispuesto a encajar los golpes y untar las manos adecuadas.

El bar de Sal fue el primero de la serie de bares y locales nocturnos que adquirió. Tenía que saldar deudas, y los ingresos de un solo bar en el Irish Channel no iban a satisfacer a sus acreedores. Ahorró y compró un segundo bar, esta vez en Chartres, y a partir de ahí nació su pequeño imperio. En algunos casos bastaba con una sencilla transacción económica para tener el local que deseaba; en otros, se requerían métodos de persuasión más enérgicos. Cuando éstos no surtían efecto, la cuenca del Atchafalaya tenía agua suficiente para ocultar un gran número de pecados. Poco a poco, organizó su propio equipo para llevar el negocio, para tener contentas a las autoridades municipales, a la policía, a la alcaldía, a todos, y para hacer frente a las consecuencias cuando aquellos que ocupaban un puesto en la parte baja de la cadena alimentaria intentaban prosperar a costa de Sal.

Sal Bonanno contrajo matrimonio con María Cuffaro, natural de Gretna, al este de Nueva Orleans, cuyo hermano era uno de los hombres de confianza de Sal. Ésta le dio una hija, que murió de tuberculosis a los siete años, y un hijo que murió en Vietnam. Ella murió de cáncer de mama en 1958.

Pero la auténtica debilidad de Sal era una tal Rochelle Hines. Rochelle era lo que llamaban una «mujer de color amarillo oscuro», es decir, una negra cuya piel parecía casi blanca después de generaciones de mestizaje. Tenía la piel clara como la mantequilla, en palabras de Morphy, pero en su partida de nacimiento se leía: «Negra, ilegítima». Era alta, y su cabello largo y oscuro enmarcaba unos ojos almendrados y unos labios tiernos, anchos y tentadores. Tenía una figura capaz de parar un reloj, y corrían rumores de que en otro tiempo había ejercido la prostitución, aunque si era así, Sal Bonanno puso fin rápidamente a esas actividades. Bonanno le compró una casa en el Garden District y empezó a presentarla como su esposa tras la muerte de María. Probablemente no fue muy sensato. En la Louisiana de finales de los años cincuenta, la segregación racial formaba parte de la realidad cotidiana. Ni siquiera Louis Armstrong, que se crió en la ciudad, podía tocar con músicos blancos en Nueva Orleans, porque el estado de Louisiana prohibía las actuaciones en la ciudad de bandas racialmente integradas.

Así pues, si bien los blancos podían mantener queridas negras y tratar con prostitutas negras, un hombre que presentara como esposa a una negra, por clara que fuese su piel, andaba buscándose problemas. Cuando ella dio a luz un hijo, Sal insistió en ponerle su apellido y llevó al niño y a la madre a conciertos en Jackson Square empujando el enorme cochecito blanco por la hierba y haciendo gorgoritos a su hijo.

Quizá pensó Sal que su dinero lo protegería; quizá simplemente le traía sin cuidado. Se aseguró de que Rochelle estuviera siempre custodiada, de que no saliera sola de casa, de que nadie se acercara a ella. Pero al final no fueron a por Rochelle.

Una calurosa noche de julio de 1964, cuando su hijo tenía cinco años, Sal Bonanno desapareció. Lo encontraron tres días después, atado a un árbol a orillas del lago Cataouatche, con la cabeza casi separada del tronco. Parecía evidente que alguien había decidido aprovechar su relación con Rochelle Hines como excusa para apropiarse de sus negocios. La propiedad de sus locales nocturnos y bares se traspasó a un consorcio comercial con intereses en Reno y Las Vegas.