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En cuanto hallaron a su «marido», Rochelle Hines se esfumó con su hijo, unas cuantas joyas y un poco de dinero en efectivo antes de que alguien se les echara encima. Reapareció un año más tarde en la zona que después se conocería como Desire, donde una hermanastra suya alquilaba una casa. La muerte de Sal había arruinado su vida: era alcohólica y adicta a la morfina.

Fue allí, entre las viviendas subvencionadas en construcción, donde se crió Joe Bones, de piel aún más clara que su madre, con una actitud hostil contra negros y blancos, ya que ni unos ni otros lo aceptaban. Joe Bones era un joven lleno de rencor, y lo volcó en el mundo que lo rodeaba. En 1990, diez años después de la muerte de su madre en un mugriento camastro en una de las casas del barrio, tenía más bares que su padre treinta años antes, y cada mes llegaban de México aviones cargados de cocaína destinada a las calles de Nueva Orleans y zonas del norte, este y oeste.

– Ahora Joe Bones se hace pasar por blanco y nadie le lleva la contraria -dijo Morphy-. En todo caso, ¿cómo va a hablar alguien con los huevos en la garganta? Ahora Joe no tiene tiempo para los hermanos. -Rió en silencio-. No hay nada peor que un hombre que no se lleva bien con su familia política.

Nos detuvimos en una gasolinera y Morphy llenó el depósito. Luego regresó con dos refrescos. Nos los tomamos junto a los surtidores viendo pasar los coches.

– Ahora hay otra banda, los Fontenot, y también ellos tienen la vista puesta en las viviendas subvencionadas. Son dos hermanos, David y Lionel. La familia era de Lafayette, creo, y aún tiene lazos allí, pero vino a Nueva Orleans en los años veinte. Los Fontenot son ambiciosos y violentos, y opinan que, quizás, a Bonanno le ha llegado la hora. Todo esto ha ido a más desde hace alrededor de un año, y puede que los Fontenot tengan algo planeado para Joe Bones.

Los Fontenot no eran jóvenes -los dos pasaban ya de los cuarenta- pero habían ido estableciéndose gradualmente en Louisiana y en la actualidad dirigían sus operaciones desde un complejo situado en Delacroix, con alambradas, perros y hombres armados, entre los que había un grupo principal de cajuns procedentes de Acadiana. Estaban metidos en el juego, la prostitución y en parte en las drogas. Tenían bares en Baton Rouge, y uno o dos en Lafayette. Si pudieran quitarse de en medio a Joe Bones, probablemente se abrirían camino en el mercado de la droga a gran escala.

– ¿Sabes algo de los cajuns? -preguntó Morphy.

– No, aparte de su música no conozco nada más.

– Son una minoría perseguida en este estado y en Texas. Durante el boom del petróleo, no conseguían trabajo porque los tejanos se negaban a darles empleo. La mayoría de ellos hicieron lo que hacemos todos en tiempos difíciles: ponerse manos a la obra e intentar sobrevivir de la mejor manera posible. Hubo enfrentamientos con los negros, porque los negros y los cajuns se disputaban el mismo puñado de empleos, y se produjo algún que otro hecho lamentable, pero la mayoría de la gente hizo lo que pudo por mantener unidos cuerpo y alma sin incumplir demasiadas leyes.

»Roland Fontenot, el abuelo, dejó todo eso atrás cuando vino a Nueva Orleans siguiendo los pasos de otra oscura rama de la familia. Pero los chicos no olvidaron sus raíces. Cuando las cosas se complicaron en los años setenta, se rodearon de un grupo de desafectos, muchos jóvenes cajuns y unos cuantos negros, y de algún modo consiguieron que la combinación no les estallara en las narices. -Morphy tamborileó con los dedos en el salpicadero-. A veces pienso que quizá todos somos responsables de que existan los Fontenot. Son un castigo divino, por el modo en que fue tratada su gente. Quizá Joe Bones sea también un castigo divino, un recordatorio de lo que ocurre cuando se oprime a una parte de la población.

Según Morphy, Joe Bones tenía una vena sádica. En una ocasión mató a un hombre quemándolo poco a poco con ácido durante toda una tarde, y algunos pensaban que le faltaba una parte del cerebro, la parte que controla las acciones irracionales en la mayoría de los hombres. Los Fontenot eran distintos. Mataban pero mataban como hombres de negocios al cerrar una operación poco beneficiosa o insatisfactoria. Mataban de manera profesional, sin entusiasmo. A ojos de Morphy, los Fontenot y Joe Bones eran mala gente por igual. Simplemente tenían maneras distintas de manifestarlo.

Me acabé el refresco y tiré la lata. Morphy no era la clase de hombre que cuenta una historia por simple placer. Todo aquello conducía a alguna parte.

– ¿Cuál es el problema, Morphy? -pregunté.

– El problema es que la huella digital que encontramos en la casa de Tante Marie es de Tony Remarr, uno de los hombres de Joe Bones.

Mientras él arrancaba el coche y salía a la calle reflexioné sobre ello e intenté hallar una relación entre aquel nombre y algún incidente ocurrido en Nueva York, cualquier cosa que pudiera vincularme a Remarr. No encontré nada.

– ¿Crees que fue él? -preguntó Morphy.

– ¿Y tú?

– No, imposible. De entrada, sí, quizás. En fin, la vieja era dueña de esas tierras. No sería muy difícil drenar aquello para construir algo.

– Eso si alguien contemplaba la posibilidad de abrir un gran hotel y construir un centro de ocio.

– Exacto, o si pretendía convencer a otro de que sus intenciones eran lo bastante serias para plantar allí unos cuantos ladrillos. Es decir, un pantano es un pantano. En el supuesto de que consiguiera los permisos de obras, ¿quién quiere compartir el aire cálido de la noche con una muchedumbre de bichos que incluso Dios se arrepiente de haber creado?

»Sea como fuera, la vieja no estaba dispuesta a vender. Era sagaz. Los suyos habían sido enterrados allí desde hacía generaciones. El propietario inicial, un sureño cuyos antepasados se remontaban a los Borbones, murió en el sesenta y nueve. En su testamento dejó dicho que debía ofrecerse a los arrendatarios la opción de compra de las tierras a un precio razonable.

»Casi todos los arrendatarios eran de la familia Aguillard, e invirtieron todo el dinero que tenían en esas tierras. La vieja tomaba todas las decisiones por ellos. Sus antepasados están allí y su historia en esas tierras empieza en la época en que llevaban grilletes en los tobillos y cavaban canales con sus propias manos.

– Es decir, Bonanno la había presionado para que vendiera pero ella se negaba, así que él decidió llevar las cosas más lejos -comenté.

Morphy asintió con la cabeza.

– Es posible que enviara a Remarr a presionarla más aún, quizás amenazando a la chica o a algunos de los niños, quizás incluso matando a uno, pero al llegar la encuentra muerta. Y quizá Remarr. Por la impresión, actúa de manera descuidada, piensa que no ha dejado el menor rastro y se marcha en plena noche.

– ¿Sabe Woolrich todo eso?

– Casi todo, sí.

– ¿Vais a detener a Bonanno?

– Lo detuvimos anoche y lo soltamos al cabo de una hora, acompañado de un abogado de altos vuelos que se llama Rufus Thibodeaux. Sostiene que no ha visto a Remarr desde hace tres o cuatro días, y no hay quien lo saque de ahí. Dice que él es el más interesado en encontrar a Remarr, por el dinero de cierto negocio en West Baton Rouge. Es todo una patraña, pero no se aparta del guión. Creo que Woolrich intentará ejercer cierta presión sobre sus actividades mediante el Departamento de Lucha contra el Crimen Organizado y el de Narcóticos, o sea, apretarle las tuercas para ver si cambia de idea.

– Eso puede llevar su tiempo.

– ¿Se te ocurre algo mejor?

Me encogí de hombros.

– Quizá.

Morphy entornó los ojos.

– No vayas a tontear con Joe Bones, ¿me oyes? Joe no es como vuestros muchachos de Nueva York, sentados en clubes sociales de Little Italy con los dedos en las asas de sus tazas de café, soñando con los tiempos en que todos los respetaban. Joe no tiene tiempo para eso; Joe no quiere que la gente lo respete; Joe quiere que la gente se muera de miedo al verlo.