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– ¿Se llevó a su mujer y a su hija? -preguntó.

Era más una afirmación que una pregunta, pero contesté de todos modos.

– Sí, se las llevó. Como usted ha dicho, Tante Marie creía que también se había llevado a otra chica.

Se apretó las comisuras de los ojos con los dedos pulgar e índice de la mano derecha y parpadeó para contener las lágrimas.

– Lo sé. La he visto.

El mundo a mi alrededor pareció quedar en silencio cuando me abstraje del canto de los pájaros, del susurro del viento en los árboles, del chapoteo lejano del agua en las orillas. Sólo quería oír la voz de Raymond Aguillard.

– ¿Ha visto a esa chica?

– Eso he dicho. Junto a un cenagal de Honey Island, hace tres noches. La noche antes de morir mi madre. También la he visto otras veces. Mi cuñado pone trampas en esa zona. -Se encogió de hombros. Honey Island era una reserva natural-. ¿Es usted supersticioso, señor Parker?

– Tengo que ir -contesté-. ¿Cree usted que es allí donde se encuentra, en Honey Island?

– Podría ser. Mi madre decía que ignoraba dónde se encontraba, sólo sabía que existía. Sabía que la chica estaba en alguna parte. Yo no me explico cómo lo sabía, señor Parker. Nunca comprendí el don de mi madre. Pero un día la vi, una figura cerca de un cipresal, con la cara envuelta en una especie de oscuridad, como si se la cubriera una mano, y supe que era ella. -Bajó la vista y, con la puntera del zapato, empezó a golpetear una piedra incrustada en la tierra. Cuando por fin consigue sacarla y echarla a un lado sobre la hierba, pequeñas hormigas negras corretearon y escaparon del agujero, y la entrada del hormiguero quedó totalmente al descubierto-. He oído que otros la han visto también, gente que va por allí a pescar o a echar un vistazo al aguardiente que destilan en alguna choza.

Observó las hormigas que pululaban alrededor de su zapato; algunas se encaramaban por el borde de la suela. Con delicadeza, levantó el pie, lo sacudió y se apartó.

Raymond me explicó que Honey Island tenía una superficie de veintiocho mil hectáreas. Por extensión, era el segundo pantano más grande de Louisiana, con sesenta y cinco kilómetros de largo y ciento treinta de ancho. Formaba parte de las tierras de aluvión del río Pearl, línea fronteriza entre Louisiana y Mississippi. Honey Island estaba mejor conservada que las Everglades de Florida: no se permitía dragar ni drenar ni recolectar madera, ni proyectos urbanísticos ni presas, y ciertas partes de Honey Island ni siquiera eran navegables. La mitad de su superficie era propiedad del estado; una parte estaba bajo la responsabilidad del Departamento de Protección de la Naturaleza. Si alguien se proponía arrojar un cadáver a un lugar donde existían pocas probabilidades de que se descubriera, Honey Island parecía el lugar ideal para hacerlo, siempre y cuando se eludieran las visitas turísticas en barco.

Raymond me dio indicaciones para llegar al cenagal y trazó un tosco mapa al dorso del cartón de un paquete de Marlboro desplegado.

– Señor Parker, sé que es usted un buen hombre y que siente lo que ha ocurrido, pero le agradecería que no viniera más por aquí. -Habló sin levantar la voz, pero con indudable contundencia-. Y tenga la bondad de no ir al entierro. A mi familia y a mí va a costarnos mucho superar esto.

A continuación encendió el último cigarrillo del paquete, movió la cabeza en un gesto de despedida y regresó a la casa dejando tras de sí una estela de humo.

Observé cómo se alejaba. Una mujer de pelo gris como el acero salió al porche y le rodeó la cintura con el brazo cuando llegó. Él le echó su enorme brazo a los hombros y la estrechó contra sí mientras entraban en la casa. La mosquitera se cerró con suavidad a sus espaldas. Y yo, mientras me alejaba de casa de los Aguillard levantando una nube de polvo, pensé en Honey Island y en los secretos que guardaba bajo sus verdes aguas.

Mientras conducía, el pantano se preparaba ya para revelar sus secretos. Honey Island arrojaría un cuerpo en menos de veinticuatro horas, pero no sería el de una chica.

35

Llegué temprano a Moisant Field, así que entré a curiosear un rato en la librería, procurando no tropezar con las pilas de novelas de Anne Rice. Llevaba alrededor de una hora sentado en la terminal de llegadas cuando Rachel Wolfe cruzó la puerta. Vestía unos vaqueros de color azul oscuro, zapatillas de deporte blancas y un polo rojo y blanco. El cabello rojo le caía suelto sobre los hombros y se había maquillado con tal esmero que apenas se notaba.

El único equipaje que acarreaba ella era una bolsa marrón de piel colgada al hombro. El resto de lo que supuse eran sus pertenencias lo llevaban Ángel y Louis, que la flanqueaban un tanto cohibidos; Louis con un traje de color crema de chaqueta cruzada y una elegante camisa blanca con el cuello desabrochado, Ángel con vaqueros, unas gastadas Reebok de suela alta y una camisa verde de cuadros que no había pasado por una plancha desde que salió de la fábrica hacía muchos años.

– Vaya, vaya -dije cuando los tuve delante-. He aquí representadas todas las formas de vida humana.

Ángel levantó la mano derecha, de la que pendían tres gruesas pilas de libros, atados con un cordel. Se le estaban amoratando las puntas de los dedos.

– Hemos traído también media Biblioteca Pública de Nueva York -se lamentó-. Atada con un cordel. No veía libros atados así desde la última reposición de La casa de la pradera.

Louis, observé, llevaba un paraguas rosa de señora y un neceser. Tenía el aspecto de un hombre que finge no darse cuenta de que un perro está meándosele en la pierna.

– Ni se te ocurra decir una sola palabra -advirtió-. Ni una sola palabra.

Entre los dos, cargaban también dos maletas, dos bolsas de viaje de piel y un portatrajes.

– Tengo el coche aparcado delante -dije mientras me dirigía a la salida con Rachel-. Puede que sólo haya espacio para las bolsas.

– En el aeropuerto me han localizado haciéndome llamar por el sistema de megafonía -susurró Rachel-. Me han sido de gran ayuda.

Se rió y lanzó una mirada por encima del hombro. A nuestras espaldas, oí el ruido inconfundible de Ángel al tropezar con una bolsa y maldecir en voz alta.

Dejamos el equipaje en el Flaisance, pese a que Louis expresó su preferencia por el Fairmont de University Place. En el Fairmont solían alojarse los republicanos cuando visitaban Nueva Orleans, y para Louis eso era parte del encanto. Era el único delincuente negro, homosexual y republicano que conocía.

– Gerald Ford se hospedó en el Fairmont -lamentó mientras examinaba la pequeña habitación que tenía que compartir con Ángel.

– ¿Y qué? -contraataqué-. Paul McCartney se hospedó en el Richelieu y no me has oído pedir que nos alojemos allí.

Dejé la puerta abierta y me encaminé hacia mi habitación para darme una ducha.

– ¿Paul qué? -preguntó Louis.

Comimos en el Grill Room del Windsor Court, en Gravier Street, por deferencia a los deseos de Louis. Entre aquellos suelos de mármol y tupidos cortinajes austríacos, me sentía extrañamente incómodo después de la informal decoración de los pequeños restaurantes del Quarter. Rachel se había cambiado de ropa y ahora llevaba un pantalón oscuro y una chaqueta negra sobre un jersey rojo. Le quedaba bien, pero el calor de la brisa nocturna aún le pasaba factura y de tanto en tanto se estiraba la tela húmeda del jersey adherido al cuerpo mientras esperábamos el primer plato.

Durante la comida les hablé de Joe Bones y los Fontenot. El tema nos atañía a Ángel, a Louis y a mí. Rachel permaneció en silencio durante casi toda la conversación, interviniendo sólo de vez en cuando para aclarar alguno de los comentarios de Woolrich o Morphy. Tomó nota en un pequeño cuaderno de espiral con letra pulcra y uniforme. En determinado momento me rozó el brazo desnudo con la mano y la dejó allí por un instante, su piel cálida contra la mía.