En el agua flotaban hojas, palos y troncos, y sobre la superficie revoloteaban insectos. El agua era verde y oscura.
Morphy lavó las gafas en el agua y se volvió hacia mí.
– Nunca había imaginado que dedicaría mi día libre a buscar fantasmas en el pantano -comentó.
– Raymond Aguillard dice que vio a la chica en este lugar -contesté-. David Fontenot murió río arriba. Aquí hay algo. ¿Sabes qué estás buscando?
Asintió con la cabeza.
– Probablemente algún tipo de contenedor, pesado y sellado.
Morphy encendió la linterna, se colocó las gafas y empezó a respirar oxígeno de las botellas. Até un extremo de la cuerda de escalada a su cinturón y el otro al tronco del arce, tiré con fuerza para asegurar el nudo y le di una palmada en la espalda. Él alzó el pulgar y se adentró en el agua. A dos o tres metros de la orilla se sumergió y empecé a soltar cuerda.
Yo tenía poca experiencia con el submarinismo aparte de unas cuantas clases básicas que tomé en los cayos de Florida durante unas vacaciones que pasé con Susan. No envidiaba a Morphy, buceando en las aguas de aquel pantano. En la adolescencia, al llegar el verano, íbamos a nadar al río Saco, al sur de la ciudad de Portland. En aquellas aguas habitaban lucios largos y delgados, criaturas malévolas que conservaban algo de primigenias. Cuando te rozaban la pierna, no podías evitar acordarte de lo que contaban de ellos: que mordían a los niños pequeños o arrastraban al fondo del río a los perros que se echaban al agua a nadar.
Las aguas del pantano de Honey Island parecían otro mundo en comparación con el río Saco. Con sus lustrosas serpientes y sus tortugas mordedoras, Honey Island parecía mucho más salvaje que las aguas estancadas de Maine. Pero aquí también había pejelagartos y esturiones de morro corto, así como percas y lubinas y amias. Además de caimanes.
Pensé en todo esto mientras Morphy desaparecía bajo la superficie de la laguna, pero también pensé en la chica que quizás habían arrojado a aquellas aguas, donde criaturas cuyo nombre desconocía golpeaban el costado de su tumba mientras otras buscaban agujeros de óxido a través de los cuales acceder a la carne descompuesta del interior.
Morphy salió al cabo de cinco minutos, señaló la corta orilla del noreste y movió la cabeza en un gesto de negación. A continuación volvió a sumergirse y la cuerda, en el suelo, serpenteó hacia el sur. Al cabo de cinco minutos la cuerda empezó a ceder rápidamente. Morphy asomó de nuevo a la superficie, pero esta vez a cierta distancia del lugar donde la cuerda se metía en el agua. Nadó de regreso a la orilla, se quitó las gafas y la boquilla y, respirando de forma entrecortada, señaló hacia el lado sur de la laguna.
– Allí hay un par de cajas metálicas, más o menos de metro veinte de largo, sesenta centímetros de ancho y unos cuarenta centímetros de alto -explicó-. Una está vacía y la otra cerrada con un candado. A unos cien metros hay unos cuantos barriles de petróleo con una flor de lis roja estampada. Pertenecen a la desaparecida compañía de productos químicos Brevis, que tenía la fábrica a las afueras de West Baton Rouge hasta que, en 1989, un incendio provocó la quiebra. Eso es todo. Allí abajo no hay nada más.
Miré hacia el extremo de la laguna, donde gruesas raíces se entreveían bajo el agua.
– ¿Podríamos sacar la caja con la cuerda? -pregunté.
– Podríamos, pero es una caja pesada y, si se abre mientras la izamos, se destruirá lo que haya dentro. Tendremos que llevar el bote hasta allá e intentar levantarla.
Pese a la sombra que proporcionaban los árboles de la orilla, empezaba a hacer mucho calor. Morphy sacó dos botellas de agua mineral de la nevera y bebimos sentados en la orilla. Después nos subimos los dos al bote y fuimos hasta donde él había indicado.
La caja se atascó dos veces en algún obstáculo del fondo cuando intenté subirla, y tuve que esperar la señal de Morphy antes de seguir izándola. Al final la caja gris de metal salió a la superficie del agua, empujada desde abajo por Morphy. Después atamos la cuerda a uno de los barriles de petróleo por si era necesario volver a buscarlos.
Conduje el bote hacia el arce y saqué la caja a rastras hasta la orilla. La cadena y el candado estaban viejos y herrumbrosos, probablemente demasiado viejos para que la caja contuviera algo que fuera a sernos útil. Agarré el hacha y golpeé el candado oxidado que mantenía la cadena en su sitio. Se rompió en el momento en que Morphy salía del agua. Mientras yo intentaba levantar la tapa de la caja, se arrodilló a mi lado con la botella de oxígeno aún en la espalda y las gafas sobre la frente. Estaba atascada. Con el canto del hacha golpeé los bordes hacia arriba hasta que la tapa se abrió.
Contenía un cargamento de fusiles Springfield de retrocarga calibre 50 y el esqueleto de lo que parecía un perro pequeño. Las culatas se habían podrido casi por completo, pero aún se leían las letras LNG en el armazón metálico.
– Fusiles robados -dijo Morphy, y sacó uno para examinarlo-. Quizá de 1870 o 1880. Probablemente las autoridades hicieron pública una proclama de armas robadas cuando éstas desaparecieron y el ladrón se deshizo de ellas o las dejó aquí con la idea de volver. -Tocó el cráneo del perro con los dedos-. Los huesos son una indicación de algún tipo. Es una lástima que nadie haya visto por los alrededores al perro de los Baskerville, y así al menos tendríamos un misterio resuelto. -Miró los fusiles y luego una vez más en dirección a los barriles de petróleo. Suspiró y empezó a nadar hacia la señal.
Extraer los barriles fue un proceso laborioso. La cadena se soltó tres veces cuando intentamos sacar el primero. Morphy regresó a por una segunda cadena y envolvió con ella el barril como si se tratara de un paquete. Cuando intenté abrirlo todavía en el agua, el bote casi volcó, así que nos vimos obligados a arrastrarlo hasta la orilla. Cuando por fin lo tuvimos en tierra firme, el barril, marrón y herrumbroso, contenía sólo petróleo pasado. Los barriles tenían un orificio para cargar el petróleo, pero, haciendo palanca, podía extraerse toda la tapa. Cuando abrimos el segundo barril, ni siquiera contenía petróleo, sino sólo unas cuantas piedras que habían servido de lastre.
A esas alturas, Morphy estaba agotado. Paramos un rato para comer el pollo y el pan y beber un poco de café. Pasaba ya de mediodía y en el pantano el calor era intenso y húmedo. Después del descanso me ofrecí a bucear. Morphy no se negó, así que le entregué mi pistolera de hombro, me puse el traje y me colgué la botella de oxígeno de reserva.
Al entrar en el agua, me sorprendió lo fría que estaba. Cuando me llegó al pecho, casi se me cortó la respiración. Notaba el peso de las cadenas al hombro mientras nadaba con una sola mano hacia la cuerda con la que habíamos marcado el sitio. Cuando llegué al punto donde la cuerda se hundía en el agua, tomé la linterna que llevaba al cinto y me sumergí.
La profundidad era mayor de la que preveía y las lentejas de agua permitían el paso del sol parcialmente, así que estaba muy oscuro. Con el rabillo del ojo vi cómo los peces giraban y se retorcían. Los cinco barriles que quedaban estaban apilados alrededor del tronco hundido de un árbol, sus raíces enterradas en el fondo de la laguna. Cualquier embarcación que hubiera atracado habría eludido aquel árbol, lo cual significaba que no había riesgo de que alguien tocara los barriles. Al pie del árbol, el agua era más oscura y sin la linterna ni siquiera los habría visto.
Envolví el barril superior con las cadenas y di un tirón para comprobar el peso. El barril rodó desde lo alto de la pila y me arrancó la cuerda de la mano mientras descendía hacia el fondo. El agua se enturbio, la tierra y la vegetación nublaron mi visión, y de pronto todo se ennegreció al empezar a escapar petróleo del barril. Estaba retrocediendo hacia aguas más claras cuando oí la apagada y resonante detonación de un arma. Por un momento pensé que Morphy quizás estaba en peligro, pero recordé que el disparo era un aviso y comprendí que era yo, no Morphy, quien estaba en peligro.