– Quizá deberíamos haber telefoneado antes -comenté mientras contemplaba el silencioso complejo.
Junto a mí, Louis se llevó poco a poco las manos a la cabeza y señaló al frente con el mentón. Ante nosotros dos hombres, vestidos con vaqueros y camisas descoloridas, nos apuntaban con sus Heckler & Koch HK53 de culatas replegadas. Vi a otros dos por el retrovisor y a un quinto, con un hacha en el cinturón, frente a la ventanilla del pasajero. Eran hombres duros y curtidos, algunos de ellos con barbas ya canosas. Llevaban las botas embarradas y tenían las manos como los trabajadores manuales, con alguna que otra cicatriz.
Observé a un hombre de estatura media, vestido con camisa tejana, vaqueros y botas de trabajo, que venía hacia la verja desde el edificio principal. Al llegar a la verja, en lugar de abrirla, nos observó a través de los barrotes. En algún momento de su vida se había quemado: tenía profundas cicatrices en el lado derecho de la cara, el ojo derecho inútil, y el pelo no había vuelto a salirle en esa parte de la cabeza. Un pliegue de piel le caía sobre el ojo ciego y, cuando habló, lo hizo por el lado izquierdo de la boca.
– ¿A qué ha venido? -Tenía un marcado acento: cajún de pura cepa.
– Me llamo Charlie Parker -contesté a través de la ventanilla-. He venido a ver a Lionel Fontenot.
– ¿Quién es ése? -señaló a Louis con el dedo.
– Count Basie -dije-. El resto de la banda no ha llegado a tiempo.
El guaperas no esbozó una sonrisa, ni siquiera media sonrisa.
– Lionel no quiere ver a nadie. Mueva el culo y piérdase, o acabará mal. -Se dio media vuelta y regresó hacia el complejo.
– Eh -dije-. ¿Aún no han hecho el recuento de matones de Joe Bones caídos en Metairie?
Se detuvo y se volvió hacia nosotros. -¿Qué dice? -Reaccionó como si hubiera insultado a su hermana.
– Imagino que tienen dos cadáveres en Metairie que nadie puede atribuirse. Si hay una recompensa, vengo a reclamarla.
Pareció pensar en ello durante un momento y dijo por fin:
– ¿Es un chiste? Si lo es, no le veo la gracia.
– ¿No le ve la gracia? -repetí, con tono más hostil. Parpadeó con el ojo izquierdo, y una H & K apareció a cinco centímetros de mi nariz. Por el olor, parecía que la habían usado recientemente-. A lo mejor esto le parece más gracioso: soy quien sacó a Lutice Fontenot del fondo del pantano de Honey Island. Dígaselo a Lionel, y veremos si se ríe.
No contestó, pero apuntó un mando a distancia por infrarrojos hacia la verja. Se abrió casi sin ruido.
– Salgan del coche -ordenó.
Cuando abrimos las puertas, dos de los hombres nos encañonaron sin apartar la vista de nuestras manos, y luego otros dos se acercaron y, tras obligarnos a apoyarnos contra el coche, nos cachearon en busca de armas y micrófonos. Entregaron la SIG y la navaja de Louis y mi S &W al tipo de las cicatrices y registraron el coche por si dentro había alguna arma oculta. Abrieron el capó y el maletero y examinaron los bajos.
– Tío, pareces el Cuerpo de Paz -susurró Louis-. Haces amigos allí adonde vas.
– Gracias -respondí-. Es un don que tengo.
Después de asegurarse de que no había nada sospechoso en el coche, nos permitieron volver a subirnos y seguir lentamente hacia el complejo con uno de los hombres de Fontenot, el del hacha, en el asiento de atrás. Dos hombres, uno a cada lado, acompañaron el coche por el camino. Aparcamos junto a los jeeps y nos llevaron hasta la casa más antigua.
En el porche nos esperaba Lionel Fontenot con una taza de café en la mano. El hombre de las quemaduras se acercó a él y le habló al oído, pero Lionel lo interrumpió con un gesto y nos lanzó una mirada severa. Me cayó una gota en la cabeza y en cuestión de segundos estábamos bajo un aguacero. Lionel nos dejó esperando bajo la lluvia. Yo llevaba mi traje azul de hilo de Liz Clairborne y una camisa blanca con corbata azul de seda. Me pregunté si se correría el tinte. Llovía torrencialmente y alrededor de la casa la tierra estaba convirtiéndose en un barrizal cuando Lionel ordenó a sus hombres que se fueran y nos hizo una señal con la cabeza para que nos acercáramos. En el porche, nos sentamos en un par de sillas de madera con el asiento de rejilla y Lionel ocupó un sillón reclinable de madera. El hombre de las quemaduras se quedó detrás de nosotros. Louis y yo desplazamos un poco las sillas al sentarnos para no perderlo de vista.
Una anciana criada, que reconocí del funeral de Matairie, salió de la casa con una cafetera, junto con un azucarero y una lechera a juego, todo ello sobre una ornamentada bandeja de plata. En ésta había también tres tazas de porcelana y sus respectivos platillos. Pájaros multicolores se perseguían en la cenefa de las tazas y, cuidadosamente colocada bajo el asa de cada una, había una cucharilla de plata maciza con un velero grabado en el mango. La criada dejó la bandeja en una mesita de mimbre y se marchó.
Lionel Fontenot llevaba unos pantalones negros de algodón y una camisa blanca con el cuello desabrochado. Una chaqueta negra a juego colgaba del respaldo de su sillón. Calzaba unos zapatos bajos de cuero recién lustrados. Se inclinó sobre la mesita y llenó las tres tazas. Añadió dos terrones de azúcar a una y, sin mediar palabra, se la entregó al hombre de las quemaduras.
– ¿Leche y azúcar? -preguntó mirando primero a Louis y luego a mí.
– Yo lo tomo solo -contesté.
– Yo también -dijo Louis.
Lionel nos tendió las tazas. Era una exhibición de cortesía. Por encima de nosotros, la lluvia azotaba el tejadillo del porche.
– ¿Quiere explicarme cómo se le ocurrió buscar a mi hermana? -preguntó Lionel por fin. Había adoptado la misma actitud que quien se encuentra a un desconocido limpiándole el parabrisas del coche y no sabe si darle una propina o golpearle con un desmontable. Cuando tomaba un sorbo de café, levantaba el dedo meñique de la mano con la que sujetaba la taza. Me fijé en que el hombre de las quemaduras hacía lo mismo.
Conté a Lionel parte de lo que sabía. Le hablé de las visiones de Tante Marie y de su muerte, y de las historias que corrían sobre el fantasma de una muchacha que había sido visto en un cenagal de Honey Island.
– Creo que a su hermana la mató el mismo hombre que mató a Tante Marie Aguillard y a su hijo. También mató a mi mujer y a mi hija -dije-. Por eso se me ocurrió buscar a su hermana.
No añadí que lo compadecía por su dolor. Probablemente ya lo sabía. Y si no lo sabía, no valía la pena decirlo.
– ¿Liquidó usted a dos hombres en Matarie?
– A uno -contesté-. Al segundo lo mató otra persona.
Lionel se volvió hacia Louis.
– ¿Usted?
Louis no contestó.
– Otra persona -respondí.
Lionel dejó la taza y extendió las manos.
– ¿Y a qué ha venido? ¿Quiere mi gratitud? Ahora debo ir a Nueva Orleans a recoger el cadáver de mi hermana. No sé si deseo darle las gracias por eso. -Volvió el rostro. En sus ojos se veía dolor, pero no lágrimas. Lionel Fontenot no parecía un hombre con los lacrimales plenamente desarrollados.