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El Viajante cruzaba una y otra vez los límites entre tortura y ejecución, entre curiosidad intelectual y sadismo. Formaba parte de la historia secreta de la especie humana, la historia recogida en la Anatomía Magistri Nicolai Physici, un tratado del siglo XIII que explicaba que antiguamente se practicaba la disección en vivos y muertos, que se maniataba a reos convictos y se los diseccionaba de manera gradual, empezando por las piernas y los brazos y pasando después a los órganos internos. Celso y san Agustín hicieron afirmaciones análogas en cuanto a las disecciones en vivo, todavía refutadas por los historiadores médicos.

Y ahora el Viajante había venido a escribir su propia historia, a ofrecer su propia fusión de ciencia y arte, a tomar sus propias anotaciones sobre la mortalidad y crear un infierno en el corazón humano.

Rachel me explicó todo esto mientras estábamos sentados en su habitación. Fuera había oscurecido y los acordes de la música flotaban en el aire.

– Pienso que el hecho de arrancarles los ojos puede guardar relación con la ignorancia; sería una representación física de la incapacidad para comprender la realidad del dolor y la muerte -dijo-. Pero indica lo alejado que está el propio asesino de la humanidad. Todos sufrimos, todos experimentamos la muerte de distintas maneras antes de morir. Cree que sólo él puede enseñárnoslo.

– Eso, o cree que lo hemos perdido de vista y es necesario recordárnoslo, que es su función decirnos hasta qué punto son intrascendentes nuestras vidas -añadí.

Rachel movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

– Si lo que dices es verdad, ¿por qué echó a Lutice Fontenot al pantano dentro de un barril? -dijo Ángel, sentado junto al balcón con la vista fija en la calle.

– Proceso de aprendizaje -contestó Rachel.

Louis enarcó una ceja pero permaneció en silencio.

– El Viajante piensa que está creando obras de arte: el cuidado con que presenta los cadáveres, la relación de las posturas con antiguos manuales de medicina, los vínculos con la mitología y las representaciones artísticas del cuerpo, todo ello apunta en esa dirección. Pero incluso los artistas tienen que empezar por algún sitio. Los poetas, los pintores, los escultores, todos pasan por un periodo de aprendizaje de un tipo u otro, formal o no. Las obras que crean durante esa etapa pueden influir en su trabajo posterior, pero por lo general no se exhiben en público. Es una oportunidad para cometer errores sin exponerse a las críticas, para ver hasta dónde pueden llegar. Lutice Fontenot fue quizá para él precisamente eso: parte del proceso de aprendizaje.

– Pero murió después de Susan y Jennifer -susurré.

– Eligió a Susan y Jennifer porque le interesaban, pero el resultado no fue satisfactorio. Creo que utilizó a Lutice para practicar antes de volver a la actividad pública -contestó sin mirarme-. Eligió a Tante Marie y a su hijo por diversas razones, en una mezcla de deseo y necesidad, y esta vez sí que dispuso de tiempo para conseguir el efecto que pretendía. Luego tuvo que matar a Remarr, bien por lo que vio, bien por la simple posibilidad de que hubiera visto algo, pero de nuevo creó con él un memento morí. A su manera, es un hombre práctico: no le importa hacer de la necesidad virtud.

Ángel no parecía muy satisfecho con la idea central del discurso de Rachel.

– Pero ¿y la forma en que la mayoría de nosotros reaccionamos ante la muerte? -preguntó-. Nos despierta deseos de vivir. Incluso nos despierta deseos de follar. -Rachel me lanzó una mirada y se concentró en sus notas-. Es decir -continuó Ángel-, ¿qué quiere ese tipo que hagamos, que dejemos de comer, de amar, porque él siente esa atracción por la muerte y considera que la otra vida será mejor?

Alcancé la ilustración de la Pietà y examiné los detalles de los cuerpos, el interior meticulosamente rotulado, y las expresiones plácidas en los rostros de la mujer y el hombre. Las caras de las víctimas del Viajante no tenían ese aspecto ni mucho menos. Estaban contraídas por el sufrimiento.

– La otra vida le trae sin cuidado -dije-. A él sólo le interesa el mal que puede hacer en ésta.

Me puse en pie y me coloqué al lado de Ángel junto a la ventana. Abajo, los perros correteaban y olfateaban por el patio. Me llegaba el olor a comida y a cerveza e imaginé que, por debajo de todo eso, percibía el olor de la humanidad misma que deambulaba alrededor.

– ¿Por qué no ha venido a por nosotros, o a por ti? -preguntó Ángel. Se dirigía a mí, pero fue Rachel quien contestó.

– Porque quiere que lo comprendamos. Todo lo que ha hecho es un intento para llevarnos a alguna parte. Todo esto es un esfuerzo por comunicarse, y nosotros somos su público. No quiere matarnos.

– Todavía… -dijo Louis en voz baja. Rachel asintió mirándome a los ojos. -Todavía -convino en un susurro.

Quedé en reunirme con Rachel y los otros en el Vaughan más tarde. En mi habitación, telefoneé a Woolrich y le dejé un mensaje en el contestador. Me devolvió la llamada al cabo de cinco minutos y dijo que nos veríamos en el Napoleon House en una hora.

Cumplió su palabra. Apareció poco antes de las diez vestido con unos pantalones de algodón de color hueso y con una chaqueta a juego colgada del brazo, que se puso en cuanto entró en el bar.

– ¿Hace frío aquí, o es sólo en la recepción?

Tenía legañas en las comisuras de los ojos y despedía un olor acre, como si no se hubiera bañado hacía tiempo. Ya no era el hombre con aplomo que yo recordaba del apartamento de Jenny Orbach, capaz de arrebatar el control de la situación a un grupo de policías vagamente hostiles. Ahora se le veía más viejo, más vacilante. Llevarse los papeles de Rachel tal como había hecho no era propio de él; el Woolrich de antes se los habría llevado de todos modos, pero primero los habría pedido.

Pidió una Abita para él y un agua mineral para mí.

– ¿Quieres decirme por qué has confiscado el material en el hotel?

– No lo veas como una confiscación, Bird. Considéralo un préstamo.

Tomó un sorbo de cerveza y se miró en el espejo. Aparentemente no le gustó lo que vio.

– Te bastaba con pedirlo -repliqué.

– ¿Me lo habrías dado?

– No, pero habríamos hablado de ello.

– No creo que eso le hubiera impresionado mucho a Durand. Para serte sincero, tampoco a mí me hubiera impresionado mucho.

– ¿Fue cosa de Durand? ¿Por qué? Vosotros tenéis vuestros propios especialistas en perfiles, vuestros propios agentes trabajando en esto. ¿Por qué estabais tan seguros de que podíamos aportar algo?

De pronto hizo girar el taburete y se inclinó hacia mí, acercándose tanto que olí su aliento.

– Bird, sé que quieres atrapar a ese tipo. Sé que quieres atraparlo por lo que les hizo a Susan y a Jennifer, a la vieja y a su hijo, a Florence, a Lutice Fontenot, y quizás incluso a ese capullo de Remarr. He intentado mantenerte al corriente de la investigación, y tú te has metido en el caso como si fuera un juego. Tienes a un asesino alojado en la habitación contigua; sabe Dios a qué se dedica su colega, y tu novia anda coleccionando imágenes médicas como si fueran cromos. No me has informado de nada, así que he hecho lo que tenía que hacer. ¿Crees que te escondo algo? Con toda la mierda que has removido, tienes suerte de que no te meta en un avión y te mande a Nueva York.

– Necesito saber lo que sabes -dije-. ¿Qué me ocultas de ese tipo?

Nuestras cabezas casi se rozaban. De pronto, Woolrich hizo una mueca y se echó hacia atrás.