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Tenía que llamar a emergencias, pero aborrecía la idea de dejar la investigación en manos de otros antes de averiguar cuanto pudiera examinando la escena del crimen. Miró su reloj. Si llamaba a emergencias para notificar el homicidio y había algún coche patrulla cerca, la policía se presentaría enseguida. Tres minutos o menos desde el momento en que se recibiera la llamada, calculó mientras regresaba al lugar de los hechos. Si no, quizá dispusiera de un cuarto de hora.

A juzgar por lo que tenía ante los ojos, estaba segura de que Cassie había muerto primero y Beth después. Era probable que Beth hubiera oído los dos primeros disparos y se hubiera levantado a ver qué ocurría. No habría reconocido inmediatamente aquel ruido como la descarga de un arma. Y, aunque hubiera sospechado que podían ser disparos, se habría persuadido de lo contrario.

Eso explicaba que el teléfono estuviera intacto en la mesilla de noche, junto a la cama. Stacy se acercó a él y levantó el auricular usando el borde de la camisa de su pijama. El tono de marcado sonó, tranquilizador, junto a su oído.

Barajó las posibilidades. La casa no parecía haber sido objeto de un robo. La puerta no había sido forzada, estaba cerrada sin llave. Cassie había invitado a entrar al asesino. Él (o ella) era un amigo o un conocido. Alguien a quien Cassie estaba esperando. O alguien a quien conocía. ¿Le habría pedido el asesino que encerrara al perro?

Dejó para más tarde aquellos interrogantes y llamó a la policía.

– Doble homicidio -le dijo a la operadora con voz temblorosa-. En el 1174 de City Park Avenue.

Luego, apretando a César contra su pecho, se sentó en el suelo y lloró.

Capítulo 2

Lunes, 28 de febrero de 2005

1:50 a.m.

El detective Spencer Malone detuvo su impecable Chevrolet Camaro rojo cereza de 1977 delante de la casa del barrio de City Park. Su hermano mayor, John, había comprado el coche a estrenar, y el Camaro había sido su ojito derecho, su orgullo y su alegría hasta que se casó y empezó a tener niños a los que llevar y traer a la guardería o a las fiestas de cumpleaños.

Ahora el Camaro era el orgullo y la alegría de Spencer. Spencer echó el freno y miró la casa a través del parabrisas. Los primeros agentes en llegar habían acordonado la zona; la cinta policial amarilla cruzaba el porche delantero, algo destartalado. Tras ella montaba guardia un agente que iba anotando el nombre de quienes hacían acto de presencia y la hora de su llegada. Spencer entornó los ojos al ver que era un novato que apenas llevaba tres años en el cuerpo, uno de sus más firmes detractores.

“Connelly. El muy capullo”.

Respiró hondo, intentando controlar su mal humor, aquel pronto que en tantas broncas le había metido. El mal carácter que le había impedido ascender, que había contribuido a que todo el mundo hubiera aceptado con tanta facilidad las acusaciones que habían estado a punto de poner fin a su carrera.

Cabreado y vehemente. Una fea combinación.

Spencer ahuyentó aquellos pensamientos. Aquel caso era suyo. El estaba al mando. No iba a cagarla.

Abrió la puerta del coche y salió al mismo tiempo que el coche del detective Tony Sciame se detenía ante la casa. En el cuerpo de policía de Nueva Orleans, los detectives no tenían compañeros fijos; se turnaban. Cuando surgía un caso, el siguiente en la lista se hacía cargo de él. El detective en cuestión elegía a otro para que lo ayudara, y esa elección dependía de factores tales como la disponibilidad, la experiencia y las relaciones de amistad.

La mayoría tendía a buscar a alguien con quien congeniara. Una especie de compañerismo simbiótico. Tony y él trabajaban bien juntos por diversas razones. Cada uno llenaba las lagunas del otro, por así decirlo.

Spencer tenía muchas más lagunas que llenar que Tony. Tony era un carroza, un veterano que llevaba treinta años en el cuerpo, veinticinco de ellos en Homicidios. Felizmente casado desde hacía treinta y dos años, durante los cuales había engordado a razón de medio kilo por año, tenía cuatro hijos (uno ya mayor, que se había independizado, otro que vivía en casa y dos que estudiaban en la Universidad Estatal de Luisiana en Baton Rouge), además de una hipoteca y un perro roñoso llamado Frodo. Aunque hacía poco que eran compañeros, ya se les comparaba con Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco. Spencer hubiera preferido que los compararan con Gibson y Glover (reservándose para sí mismo el personaje guapo y rebelde que interpretaba Mel Gibson), pero sus colegas no parecían muy por la labor.

– Eh, tú, Niño Bonito.

– Gordinflón.

A Spencer le gustaba meterse con Tony por su barriga; su compañero le devolvía el favor dirigiéndose a él como Niño Bonito, junior o Mandamás. Daba igual que Spencer, a sus treinta y un años y con nueve de servicio a sus espaldas, no fuera ni un novato ni un crío. Era nuevo tanto en el rango de detective como en la división de Homicidios, lo cual, en el mundillo del Departamento de Policía de Nueva Orleans, bastaba para convertirlo en blanco de continuas bromas.

Tony se echó a reír y se dio una palmada en la tripa.

– Estás celoso.

– Lo que tú digas -Spencer señaló la furgoneta del equipo de criminalística-. Los técnicos se nos han adelantado.

– Valientes gilipollas. Son unos trepas.

Echaron a andar el uno al lado del otro. Tony miró el cielo sin estrellas.

– Me estoy haciendo viejo para esta mierda. Cuando me avisaron Betty y yo le estábamos echando la bronca a nuestra hija pequeña por saltarse el toque de queda.

– Pobre Carly.

– Y un cuerno. Esa chica es un peligro. Cuatro hijos, y justo la pequeña es un demonio. ¿Ves esto? -señaló la coronilla, casi calva, de su cabeza-. Todos han contribuido, pero Carly… Tú espera y verás.

Spencer se echó a reír.

– Tengo seis hermanos. Sé cómo son los niños. Por eso no pienso tenerlos.

– Lo que tú digas. Por cierto, ¿cómo se llamaba?

– ¿Quién?

– Tu cita de esta noche.

La verdad era que había salido con sus hermanos Percy y Patrick. Habían tomado un par de cervezas y una hamburguesa en la Taberna de Shannon. Lo más cerca que había estado de marcarse un tanto había sido colar la octava bola en la tronera del rincón para derrotar a Patrick, el as del billar de la familia.

Pero Tony no quería que le contara eso. Los hermanos Malone eran una leyenda en la policía de Nueva Orleans. Guapos, pendencieros y juerguistas, con fama de mujeriegos.

– Yo no voy contando esas cosas por ahí, socio.

Llegaron junto a Connelly. Spencer lo miró a los ojos y el recuerdo lo asaltó de nuevo. Estaba trabajando en la Unidad de Investigación del Distrito 5, a cargo del dinero destinado a los soplones. Quinientos pavos, una miseria en los tiempos que corrían, pero suficiente para que lo arrastraran por el fango cuando el dinero desapareció. Suspendido de empleo y sueldo, acusado y enjuiciado.

Los cargos fueron sobreseídos, su nombre quedó limpio. Al final resultó que el teniente Moran, su inmediato superior, el que había puesto la caja a su cuidado, le había tendido una trampa. Porque “confiaba en él”. Porque creía que “estaba a la altura de esa responsabilidad”, a pesar de que sólo llevaba seis meses en la Unidad.

Lo más probable era que Moran lo creyera un primo.

Si no hubiera sido porque su familia se había negado a aceptar su culpabilidad, el muy cabrón se habría salido con la suya. Si Spencer hubiera sido declarado culpable, no sólo lo habrían expulsado del cuerpo: habría ido a la cárcel.