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– Como Clark.

Ella se echó a reír.

– Clark fue la primera pieza del puzzle. Descubrí quién era poco después de que lo contrataran.

– ¿Cómo?

– Registré su habitación. Encontré un recibo de un guardamuebles de la ciudad. Una tarde le robé la llave y, ¡ta-tá!, el verdadero Clark Dunbar apareció ante mis ojos.

Tenía recursos, eso había que admitirlo. Era malvada, pero capaz.

– Guardaba allí toda clase de cosas de su pasado. Fotografías. Cartas. Diplomas y papeles. Es curioso que no fuera capaz de deshacerse de esas cosas. Yo podría haberlo hecho.

– Sin duda. A fin de cuentas, fuiste capaz de asesinar a tus padres a sangre fría.

– Salvo a mi madre, yo no he matado a nadie.

– Lo hizo Troy.

– La segunda pieza del puzzle.

– ¿Dónde lo conociste?

– En Internet. En un chat sobre juegos de rol.

Stacy miró el cuadro que había en la pared del fondo, un paisaje abstracto.

– ¿Cómo conseguiste convencerlo?

– Muy fácil. A Troy le gustaban las chicas jóvenes. Y le gustaba el dinero. Mucho.

Sus palabras ponían enferma a Stacy. Alicia prosiguió.

– Troy era vago y estúpido. Pero útil. Se le daba bien obedecer sin apartar los ojos del premio. Quería la zanahoria.

– ¿Qué le prometiste?

– Un millón de pavos.

Un millón de dólares. El coste de todas aquellas vidas. Suficiente para persuadir a un hombre como Troy para que se convirtiera en un asesino.

Alicia se acurrucó en el sofá como un gato satisfecho. Bebió un sorbo de su granizado de café.

– ¿Puedes creer que mamá dejó que yo comprobara las referencias de Troy? Era lo que me faltaba por ver. Yo sabía que era perfecto.

– ¿Cuándo se te ocurrió la idea de utilizar el Conejo Blanco?

– Cuando supe quién era Clark en realidad. Era el perfecto culpable.

Stacy asintió con la cabeza.

– Podías amañar las pruebas a fin de conducir a la policía hasta su verdadera identidad. Una vez la descubrieran, no buscarían mas.

– Igual que tú -dijo ella con altanería-. Pensé en todo.

– Y, una vez tus padres estuvieran muertos, serías libre.

– Y rica. Muy, muy rica.

– ¿Y todas esas personas? ¿Sus muertes eran sólo un medio para un fin?

Ella se encogió de hombros.

– Básicamente. Sus muertes sirvieron para un propósito superior.

– Pero llegué yo y lo compliqué todo.

– No te des tanta importancia. Tú fuiste sólo un contratiempo, nada más. A mí me gusta improvisar. Me mantiene alerta.

Stacy deseó borrarle aquella expresión engreída de la cara.

– ¿Y Cassie? -preguntó.

– Estaba en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Yo estaba en el Café Noir, ella miró por encima de mi hombro y vio el juego. Me preguntó por él. Se convirtió en un cabo suelto. Lo siento.

No parecía sentirlo en absoluto. Stacy cerró los puños con fuerza.

– Así que le dijiste que le organizarías una cita con el Conejo Blanco Supremo.

– Sí.

– ¿Troy?

– Sí, otra vez.

– No vas a salirte con la tuya.

– Eres demasiado vulgar para vencerme. Eso es un hecho.

– ¿No te molesta que sepa toda la verdad?

– ¿Debería? -bebió por la pajita un poco más de granizado-. Ve a la policía, no te creerán. No tienes pruebas. No hay pruebas, no hay caso.

– Define “pruebas”.

– Por favor. Las dos sabemos lo que es una prueba. Y también cuántas harían falta para montar una acusación contra mí.

Stacy sonrió.

– Está bien. No definas “prueba”. ¿Qué te parece una palabra que tú misma has usado antes? Un contratiempo. Como el que supuse yo para tu plan.

La chica se quedó mirándola fijamente. Por primera vez una emoción distinta a la autosatisfacción asomó a su rostro.

– No sé de qué estás hablando.

– ¿Ves ese cuadro?

Alicia lo miró.

– Sí.

– ¿Te gusta?

– No especialmente.

– Pues es una lástima, porque vas a pasar el resto de tu vida pensando en él. Y maldiciéndolo.

La adolescente soltó un bufido de impaciencia.

– ¿Y eso por qué?

– Porque la policía está al otro lado de la pared, detrás de ese cuadro. Porque esta mañana, cuando te fuiste a desayunar, los técnicos del Departamento de Policía de Nueva Orleans instalaron un micrófono. Tienen tu confesión grabada de principio a fin.

El rostro de la muchacha se aflojó, lleno de estupor. Luego, con un aullido de rabia, se levantó de un salto y se arrojó sobre Stacy. Arañaba y pataleaba. Stacy la redujo con relativa facilidad y logró inmovilizarla sujetándole los brazos a la espalda.

– Tienes derecho a guardar silencio…

La policía irrumpió en la habitación. Pero de todos modos Stacy siguió leyéndole sus derechos a Alicia.

– Cualquier cosa que digas podrá y será utilizada en tu contra ante un tribunal de justicia. Tienes derecho a un abogado. Ahora y durante cualquier futuro interrogatorio. Si no puedes permitírtelo, se te designará uno de oficio. ¿Entiendes todos estos derechos tal y como te los he leído?

– Vete al infierno.

– No -murmuró Stacy-, ése será tu destino final.

Sólo entonces levantó la vista. Todo el grupo, incluidos Spencer, Tony y los técnicos, estaba en la puerta.

– Killian -murmuró Spencer-, tú ya no eres policía.

Ella se levantó.

– Cierto. Pero estoy pensando que tal vez tenga que ponerle remedio a eso.

Dos agentes uniformados se acercaron a Alicia y la ayudaron a levantarse, a pesar de que ella los insultaba sin cesar.

– Veo que no te han echado del cuerpo.

Spencer se abrió la chaqueta, dejando al descubierto su sobaquera.

– Otro día que vivo para servir a la ley.

– ¿Y los de la DIP?

– Me echaron un buen rapapolvo por cómo manejé el caso. Me hicieron un montón de preguntas sobre ti. Ahora sabemos de dónde provenían sus sospechas.

– Bueno, Niño Bonito. ¿Y ahora qué?

– Ocúpate de la detenida. Yo me ocuparé de la declaración de la señorita Killian.

Tony se echó a reír.

Spencer le tendió la mano a Stacy.

– ¿Te parece bien, heroína?

Stacy le dio la mano y levantó la cara hacia él.

– ¿Te he dicho ya que no eres tan insoportable como creí al principio?

– No hace falta, Killian. Ya lo sabía.

***