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Algo iba terriblemente mal.

Sólo podría averiguar lo que ocurría si seguía adelante y se encontraba con Franni. Incluso aquí, el recinto de una iglesia sería un lugar seguro, y la acompañaban cuatro hombres fornidos.

La calzada se hizo aún más estrecha. A medida que el firme se volvía más irregular y el coche avanzaba dando tumbos, trató de pensar en cómo afrontar la inminente reunión, cómo garantizar su seguridad -la de Franni, la de Ginny y la suya propia- de la mejor manera, sin contrariar a su prima.

Las campanas de la ciudad dieron las cuatro mientras el coche iba aminorando la marcha hasta detenerse. Se hundió un poco al descender el mozo y los lacayos, y luego se abrió la puerta.

– ¿Señora?

John había detenido el carruaje junto a la entrada del camposanto anejo a la iglesia. Francesca sacó una mano; uno de los lacayos la ayudó a descender. Unos escalones daban acceso a un camino que atravesaba el cementerio. Francesca observó la masa oscura de la iglesia, apenas visible en la oscuridad, y luego volvió la vista atrás.

– Tú. -Apuntó al mozo-. Quédate aquí con John. Ustedes dos -hizo una seña a los lacayos, tranquilizadoramente fornidos y corpulentos ambos-, vengan conmigo.

Ninguno cuestionó sus órdenes. Uno de los lacayos abrió la verja del camposanto y atravesó el umbral.

– Con su permiso, señora, pero creo que debería pasar yo primero.

Francesca asintió. ¿En qué estaría pensando Franni?

¿De verdad estaba allí?

A esto, al menos, obtuvo respuesta mientras se aproximaban a la iglesia. La mayor parte del edificio estaba a oscuras, pero brillaba una luz proveniente de la parte más cercana del crucero. La luz vacilante de una lámpara iluminaba una capilla; Francesca entrevio una figura que caminaba. Las ventanas eran vidrieras ornamentadas; no podía ver a través de ellas, pero los andares rígidos de la figura no le dejaron lugar a dudas.

– Aquella es mi prima. -Miró a su alrededor-. ¿Por dónde entro?

No había un acceso directo a la capilla; siguieron los gruesos muros de la piedra gris hasta la entrada principal de la iglesia. Estaba abierta de par en par. Francesca retrocedió e hizo señas a los lacayos para que hicieran lo propio. Se detuvo junto al muro, a unos diez pasos de la puerta.

– Ustedes deberán esperar aquí. Mi prima es un poco simple. No hablará si ve que me acompañan extraños.

Los lacayos intercambiaron miradas. El que había encabezado la marcha se movió.

– Señora, es que tenemos órdenes de no perderos de vista. -Echó un vistazo a la noche cubierta de niebla-. Y en lugares así, de teneros al alcance de la mano.

Francesca negó con la cabeza.

– Yo voy a entrar, y ustedes no, pero desde aquí ya ven la puerta, así que pueden vigilarla y asegurarse de que no entra nadie más. Dejare la puerta abierta, de forma que si algo va mal, puedan oírme si les llamo. -Levantó la mano para acallar cualquier protesta-. Eso es exactamente lo que haremos. Quédense aquí.

Se dirigió a la puerta, convencida de que no desobedecerían sus órdenes directas. Una rápida mirada de reojo al llegar al umbral se lo confirmó; la pareja estaba de pie, vigilando, dos siluetas envueltas en la niebla. Francesca penetró en la iglesia.

Era muy antigua. Y en el interior el frío era intenso, como si manara de las mismas piedras. Francesca reprimió un escalofrío, contenta de llevar su pelliza y su manguito. No había más luz que el brillo distante que salía de la capilla.

Las losas estaban gastadas y llenas de surcos. Para ocultarlos, se habían extendido alfombras raídas sobre unas esteras. Los pies de Francesca se hundían en ellas mientras avanzaba por la nave a oscuras; luego giró a la izquierda. Una mampara cargada de relieves y cubierta de sombras ocultaba en parte la capilla. A ambos lados de la mampara, había tallados sendos arcos. Francesca se dirigió al de la izquierda, por el que salía la luz con más intensidad.

Se detuvo en el umbral. Ante el altar, en el que brillaba una única lámpara, estaba Franni, caminando.

Francesca se sintió embargada por una sensación de enorme alivio. Franni llevaba un manto muy pesado, cuyo faldón se agitaba a cada paso, con la capucha bajada, de forma que la lámpara arrancaba reflejos de su pelo rubio, recogido en el moño suelto habitual en ella, en la nuca. Francesca dio un paso al frente.

– ¿Franni?

Franni se giró, con sus ojos azul pálido muy abiertos; luego recuperó la compostura, se enderezó y sonrió.

– Sabía que vendrías.

– Por supuesto. -Cinco filas de bancos cortos flanqueaban el pasillo central. Todos ellos vacíos. Al comenzar a avanzar por el pasillo, Francesca registró con la vista la zona del altar.

– ¿Dónde está Ginny?

– No la necesitaba; la he dejado en el hotel.

Francesca se detuvo en seco.

– ¿Has venido sola?

Franni soltó una risita, agachó la cabeza y luego la sacudió sin apartar la mirada de Francesca.

– No. Oh, no.

Francesca se quedó donde estaba, a la altura de la segunda fila de bancos. Miró fijamente a Franni, observando el brillo que le iluminaba los ojos y escuchando su risita aguda. Un punzada de gélido miedo la hizo estremecerse.

– Franni, deberíamos marcharnos. 'Tengo mi carruaje esperando. -Extendió un brazo, llamándola-. Ven. A ti te gusta ir en coche.

Franni sonrió.

– Sí. Sí que me gusta. Y pronto empezaré a salir en coche más a menudo. -De los pliegues de su manto, sacó una pistola y apuntó con ella a Francesca-. Cuando tú hayas desaparecido.

Francesca se quedó mirando atónita a la pistola, a la negra boca redonda de su cañón. Ella no sabía nada de pistolas, pero a Franni le fascinaban las armas de fuego; le encantaba la explosión del pistoletazo. Francesca no tenía ni idea de si Franni sabía cargar y cebar una pistola, o de si era capaz de dispararla, pero el largo cañón la estaba apuntando directamente al pecho. Franni sostenía el arma firmemente con las dos manos.

Un débil sonido rompió el hechizo, aflojando el puño helado de la conmoción. Francesca notó que había dejado de respirar. Tomando una inspiración profunda, alzó la vista al rostro de Franni.

La respiración se le cortó de nuevo. La expresión de Franni era de triunfo, en sus ojos ardía el fuego de una determinación indisimulada.

– Lo comprendí, ¿sabes?

– ¿Comprendiste qué? -Francesca se forzó a hablar. Si gritaba, estaría muerta antes de que los lacayos llegaran hasta ella. Si daba media vuelta y echaba a correr, acabaría igual-. No te entiendo.

Hablar… Ganar tiempo. Era su única opción. Mientras siguiera viva, habría una esperanza; no alcanzaba a pensar más allá de eso. Apenas podía creer que estuviera allí, hablando con Franni con la boca inmensa de una pistola entre las dos.

– ¿De qué estás hablando?

Franni adoptó una expresión de petulante condescendencia.

– Era evidente, pero tú no lo supiste ver, y no había necesidad de explicártelo… Antes, no. Se casó contigo por tus tierras, ¿lo entiendes? Yo no tenía las tierras adecuadas, y él las quería a toda costa; lo puedo entender. Pero me conoció y se enamoró de mí; ¿por qué, si no, había de volver a hablar conmigo por segunda vez? Ni siquiera quería verte a ti.

Francesca la miraba fijamente.

– ¿Gyles?

Franni asintió, siempre con aire suficiente, sintiéndose más y más superior.

– Gyles Rawlings. Así se llama. No Chillingworth: ése es el conde.

– Franni, son la misma persona.

– ¡No, no lo son! -Un gesto contrariado revistió los ojos de Franni. Aferró la pistola con más fuerza; no le había temblado en lo más mínimo. Pero el tacto de la culata de madera entre sus manos parecía darle seguridad. La tensión disminuyó poco a poco; volvió a relajar los hombros-. Sigues sin entenderlo. Gyles quiere casarse conmigo; ¡no sirve de nada que trates de convencerme de que no, porque lo se! Se cómo se hacen esas cosas; lo he leído en los libros. Estuvo paseando conmigo y escuchándome educadamente… Así es cómo los caballeros manifiestan su interés. Puedes dejar de decirme que me equivoco. Tu no viste la cara de Gyles cuando se dio la vuelta y me miró, justo antes de que te llegaras junto a él, ante el altar.